La ruina del malentendido

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Foto: larazondemexico

Cruzo la avenida y un ciclista que circulaba en sentido contrario casi me atropella. El

hecho me llevó a pensar en quién habría tenido la culpa si nos hubiésemos estrellado. También en la línea de Edith Södergran: “El malentendido ha sido hasta ahora la mayor fuerza sobre la Tierra”. Esto porque el ciclista, antes de partir, se detuvo por un momento para gritarme algunos improperios. Lo escuché como quien percibe algo a la distancia que no conviene atender. Yo iba distraído, es cierto, pero no más que en cualquier otra mañana de lunes. ¿Es que no tenemos derecho a la distracción?

Lo que digo es que debido a la distracción, yo no calzaba con exactitud en ninguna de las malas palabras que me espetó aquel ciclista. Acaso él imaginó que podía circular en esa dirección, o que ser ciclista equivale a hallarse libre de cumplir con las regulaciones viales. Mi conclusión es que hubo un malentendido. No hubo la ocasión de explicarnos el uno al otro porqué actuamos de una manera y no de otra. Lo fácil sería argumentar que no hay tiempo suficiente como para detenerse a detallar todos los aspectos de la vida que podrían generar un malentendido. Es cierto. Como lo es también que esa pereza ha generado más y más pereza en los seres humanos, con lo que se dan por sentados hechos que brotan de la confusión antes que de una base legítima.

Por supuesto, la línea de Södergran se lee excesiva para mí, porque opino que “la mayor fuerza sobre la Tierra” es el sexo, tal y como cualquier otra persona podría pensar que es el amor, el dinero, la avaricia o los celos. Cualquier teoría al servicio de cualquier idea, lo que equivale a decir: cada quien su infierno. Sólo falta quien elabore esa teoría y la enuncie con el debido soporte de líneas de autores célebres, para lograr un mínimo de credibilidad ante una audiencia de pocas lecturas y menor descaro. El malentendido, debe decirse, también se motiva con la reunión excesiva de datos, con lo cual se evita la enunciación clara de una frase que pueda sintetizar un pensamiento complejo. La profusión, por lo común, es un disfraz de palabrero, de artista del malabar.

"Ser parte del género  humano implica deslizarse por el fenómeno de la vida con temor y reverencia, aceptación y alguna ligereza para sobrevolar nuestra capacidad de mantenernos a flote con una sola certeza. O dos o diez".

Respondería que sí a la pregunta sobre si la bicicleta es más peligrosa que un peatón, por el mero hecho de que tiene ruedas. Dicho en breve: consta en su naturaleza, como un atributo constitutivo de su ser, el elemento que ha sido considerado como uno de los más importantes para el desarrollo de la civilización: la rueda. Además ¡tiene (al menos) dos!, con lo que el peligro se incrementa de manera exponencial al número de ruedas, en relación con la inteligencia de quien opera el vehículo. Este pensamiento, que podría ser tildado como conservador, no confiesa una batalla contra los avances de la civilización, aunque tampoco niega su posibilidad. La misma rueda que gira hacia adelante puede hacerlo hacia atrás, en la misma dirección de quien hizo el primer impulso hacia el frente.

¿Necesitamos las bicicletas? ¿Esto es: en verdad aportan valor a la vida social? El asunto carecería de importancia de no ser por el énfasis de la medicina moderna en el uso del deporte con un fin instrumental. De modo paradójico, suele decirse que casi cualquier padecimiento se cura con algo de ejercicio porque el corazón es uno de los órganos más importantes del cuerpo. Y eso, no obstante, pese a que mueren atletas y personas que lo han practicado con la insistencia y tenacidad de un héroe griego. Como cualquier otro aspecto de la vida social, las relaciones tensas entre actividad física y sobrevivencia con calidad de vida también están gobernadas por el malentendido.

Pese al avance tecnológico, el ser humano mantiene su andar a palos de ciego, en veredas que desconoce, pero se esfuerza por desbrozar con lo que denomina su “inteligencia”. Esto es un hecho trágico, al punto de que podría ser la explicación de casi todo lo que nos sucede de manera perjudicial. La bomba atómica no se inventó como producto de la casualidad. Nadie pondrá a la luz el misterio que habita en nuestra llegada al mundo y menos aún la destreza o falta de pericia de nuestras decisiones. Ser parte del género humano implica deslizarse por el fenómeno de la vida con temor y reverencia, aceptación y alguna ligereza para sobrevolar nuestra capacidad de mantenernos a flote con una sola certeza. O dos o tres o diez.

Si lo natural es el cambio, como refieren los filósofos más necesarios, la humanidad no está fuera de esa determinación de las fuerzas naturales ni aun cuando deje de serlo. La filosofía podría ser producto de otro malentendido, creado para dar una explicación de la realidad pero también para otorgar la resignación pronta a quienes no la entienden ni lo harán, con el objetivo de que se entreguen a la vida con tanta premura como entusiasmo. Tengo noticia de casos en que un accidente perturba el destino de las personas. Yo no sufrí ningún altercado en el episodio que refiero, pese a que otras personas han sido víctimas de aviones, autos, motocicletas, monopatines y hasta triciclos. Sin demasiada intuición todo parece indicar que el uso de la rueda pone en peligro la vida humana, contrario a la idea generalizada de que el progreso andaría sobre ruedas para iluminar el destino humano.

Llegada la madurez uno puede darse el lujo de tener reparos en lo que explican filósofos y doctores, abogados y cualquier otro profesional de conocimientos especializados. Es una prerrogativa que resulta de haberlos escuchado con atención, a unos y a otros. El lenguaje, que es la casa del ser, admite ser manipulado para lograr objetivos lejos de la ética. En las cavidades de cualquier lengua, en esos espacios en los que no hay claridad sino claroscuros, suelen apostarse con poca decencia quienes se mueven de forma tramposa, serpenteando para nunca ser visibles por completo. El individuo, ser de ilusiones, apenas necesita el coqueteo de una idea novedosa, semisecreta o que nunca haya escuchado, para sentir un llamado a refundar todo aquello que representa. Muchos sienten ese llamado, que se expresa como un latido interior apenas audible en la proximidad. Pocos, no obstante, logran entregarse a una causa más allá de lo que dura el entusiasmo. Es el retrato de la especie humana y que las excepciones, tan escasas, levanten la mano si aún les queda una.

[caption id="attachment_1087507" align="alignnone" width="945"] Fuente: saatchiart.com[/caption]

AUTOPERCIBIRSE DE UN MODO, pero ser de otro diferente por completo, nace de un malentendido y a su vez genera más de ellos. El núcleo humano, que destaca por su inventiva y capacidad para adaptarse a medios hostiles (tundra, sabana, selva tropical), carece de la lucidez necesaria para lograr acuerdos tan elementales como determinar las condiciones del clima en un momento específico. ¿Hace frío o hace calor? ¿Falda o pantalón? Es como si una voluntad sobrehumana le hubiese sembrado una desconfianza instintiva sobre lo que dice el otro, lo que obliga a la conversación, que es a fin de cuentas el punto más cercano al hecho humano. Estamos obligados a hallar una ruta hacia el otro con los rudimentos del lenguaje, para proponer una ruta posible o para modificar la que ya existe.

Cualquiera diría que pese a los posibles estragos provocados por el malentendido, la humanidad ha tenido logros que no habría soñado en los días de su amanecer. Esto es cierto. Como también lo es que no quedan claros los beneficios que aportó llegar a la Luna, enarbolar una factible teoría de la evolución o desarrollar comunicaciones ultrarrápidas. Es un asunto que, de manera paradójica, podría ser un malentendido, ya que en el centro de su valoración como un aporte positivo laten dudas sobre su pertinencia y oportunidad. La idea de progreso podría ser una equivocación antes que un logro del espíritu. ¿Avanzar? ¿Hacia dónde? La champaña aún brota espumeante de las botellas que se abrieron para festejar el avance del ser humano, pero pueden volver a taparse.

Toda la arqueología de la especie podría ser producto de un malentendido. Quizá se entendieron apenas las palabras de los profetas, mesías e iluminados. Llegado cierto punto, el lenguaje se muestra inelástico para dar cabida a conceptos que son más una experiencia del espíritu que un fallido signo sobre la página. El pensamiento religioso, que ha dado sustento lo mismo a la vida cotidiana que a las aventuras más complejas, tiene un sustrato verbal que parece no alcanzar para transmitir las ideas de salvación. Las nociones de pecado y virtud, por lo demás, se muestran ambiguas y admiten ser sopesadas según las condiciones de tiempo y espacio, con lo que la ética más elemental queda endeble ante los embates de cualquier ideología con visos de novedad, pese a que pueda ser nada más que otro batiburrillo de ingenuidades y apropiaciones sin el crédito correspondiente.

Nuestra forma de acceder a la realidad colectiva es producto de hechos biológicos. Otros seres vivos la experimentan de forma diferente. Ven otros colores, escuchan otros sonidos, perciben fenómenos que son inexistentes para quienes carecen de las herramientas para detectarlos. ¿Qué acuerdo podría darse entre seres que experimentan la realidad de una manera tan disímil? Y no me refiero sólo a otras especies del reino animal. Entre los propios seres humanos, lo que percibe un autista y un esquizofrénico se desliga de lo que denominan la realidad colectiva y los límites se vuelven difusos, cada vez menos rígidos. Mismo caso de quienes padecen una depresión mayor. Ser un hecho biológico nos sujeta a procesos químicos que admiten variaciones entre un organismo y otro. Así, ¿qué acuerdo posible puede haber entre las personas? Ninguno.

La experiencia del malentendido podría ser un desplante irónico, pero se encuentra en el centro de nuestros modos personalizados de ejercer el hecho humano. La sociedad se organizó de una manera como resultado de ciertos acuerdos que podrían ser una interpretación deficiente de las necesidades colectivas. Al ser un producto de la Historia, cada persona gana pleno derecho para asomarse al camino recorrido con el objetivo de hacerse de nuevo las preguntas fundamentales. Por supuesto, las preguntas no clarifican las respuestas que se han establecido como canónicas, aunque permiten entrever si otro destino es posible. Que nos ampare nuestro derecho al sueño. Södergran miró sólo por encima el devenir de la humanidad y ajustó una pieza en la que pocos habían reparado. El camino de nuestras certezas podría ser el equivocado. ¿Aún es posible un viraje? Las buenas intenciones no ayudan a la comprensión de un fenómeno tan complejo, pero sí alientan las iniciativas para dudar por qué sucede la realidad como se presenta ante nuestros ojos.

"Entre los seres humanos, lo que percibe un autista y un esquizofrénico se desliga de lo que denominan la realidad colectiva y los límites se vuelven difusos, cada vez menos rígidos. Mismo caso de quienes padecen una depresión mayor".

ENTENDER LA REALIDAD

La posibilidad del malentendido, el uso malicioso que pueda dársele y los efectos de cualquier clase que ocurran de esa capitalización, derivan de que la verdad —o lo que pueda considerarse como tal en un contexto determinado— admite manipulación. La filosofía se esmera por llegar a un concepto integral que permita asirnos a la realidad sin que nada quede fuera de ella. Se han dado pasos notables, pero desde la antigüedad se ha mostrado como uno de los conceptos más elusivos de la investigación filosófica. Es como si, por definición, el ser no pudiera llegar  a la verdad y debiera conformarse con respuestas temporales, a partir de las cuales construir un destino individual y colectivo. No es una tarea fácil y ya somos demasiados en el planeta.

Platón nos legó la imagen más clara sobre el malentendido con el relato de la caverna. Si no vemos las formas que se tienen por verdaderas sino otras producto de nuestra imaginación, entonces la posibilidad del conocimiento es quimérica. Toda tentativa del entendimiento se limita a una aproximación subjetiva en donde la idea que nos hacemos del mundo es producto de nuestras vivencias. Esto, por supuesto, hasta que aparezca otro ser humano y otro y luego otro ad infinitum, con lo que las perspectivas de la realidad se multiplican de manera exacta por el número de personas capaces de  idear un modo de entenderla. No hace falta nada más que un poco de imaginación para intentarlo. Llegados a este punto de la civilización, en que se disfrutan los beneficios de las vacunas, se han erradicado diversas enfermedades curables y el promedio de vida se ha extendido como nunca en la historia, podría pensarse que es posible acceder a la realidad colectiva al menos desde un enfoque científico. La ley de la gravedad siempre nos llevará al suelo.

Los avances tecnológicos refieren que nuestra inteligencia es legítima y que podemos no sólo comprender la realidad, sino también moldearla en favor de nuestros intereses. Esto es cierto aunque únicamente en parte. Aún se desconoce el origen de muchas enfermedades y lo que sabemos del cosmos, en relación con su tamaño y complejidad, excede nuestra comprensión en grado superlativo. Lo que es posible saber de la realidad, producto del entendimiento, está limitado más allá de lo que nuestra vanidad quisiera admitir. Cada nuevo avance se vitorea como un éxito de la especie humana, pero es mucho más lo que se desconoce que aquello que nos es permitido conocer. El océano, por ejemplo, se mantiene como un desconocido, a pesar de la larga historia de exploración. Lo anterior, pese al buceo de grandes profundidades y robots que resisten presiones que el ser humano no tolera. Con frecuencia se encuentran especies vegetales y animales de las que no se tenía noticia, lo que expande el mapa de las formas aún desconocidas.

Esa ausencia de conocimiento, en parte, es fuente de malentendidos y el modo de atajarlos ha sido el mito. Por suerte nuestra capacidad para la invención no requiere de un entendimiento de la realidad. En esa geografía nos movemos libres, con la seguridad de que las ideas brotan de nosotros y no requieren de un ejercicio de contraste con la realidad. Y, a pesar de ello, muchas creencias populares brotan de cierta mitología que apenas se ha puesto frente a frente con la ciencia. Se diría que somos felices con el malentendido. Lo aceptamos, es parte de nuestro ideario y nos confiamos a sus alcances como si se tratase de una verdad indiscutida. Se diría: mejor malentender que no entender nada.

Pero aún con las certezas que aporta la creencia popular, el conocimiento es un territorio móvil. Lo que un día es una verdad mañana se vuelve un producto del pasado. Se desarrollan nuevas tecnologías y con ellas se avanza en el conocimiento de nuestro entorno. Se descubren planetas, se logran fotografías del espacio exterior, se amplían los límites de nuestra comprensión de los fenómenos. Pero ese conjunto de certezas no es nada más que una explicación que podría modificarse por hallazgos supervinientes, lo que lleva a pensar que cualquier verdad que escuchemos debe asumirse como temporal y digna de la más alta desconfianza. La práctica de ese higiénico escepticismo puede ahorrarnos malentendidos y, de manera consecuente, padecimientos innecesarios. El ser humano es un animal frágil.

Porque debe admitirse que el desengaño de una idea que se tenía por cierta genera incomodidad. En algunos casos incluso una depresión profunda o la muerte propia o de terceros. Ejemplo: un hombre se entera de que los hijos que ha criado como suyos en realidad no lo son. Y además se entera cuando ya terminaron su carrera universitaria y no le generan más carga financiera. Quiero decir: cuando ya los sacó adelante. Los procuró como si fueran propios a raíz de un malentendido. Ese individuo hipotético tenía un entendimiento de la realidad que no se ajustaba a la verdad biológica. El producto de un desencanto semejante ha llevado a tragedias, lo mismo que otros hechos de menor importancia. Aquí lo que determina la respuesta es la psique del sujeto.

"QUIZÁ Shakespeare no fue el mayor dramaturgo de su época, pero ya es la idea común y no habrá poder HUMANO que pueda modificar esa página DE LA HISTORIA. El malentendido también es fuente de beneficios. AQUÍ LA FILOSOFÍA DA UN PASO ATRÁS".

OTRO DE LOS ASPECTOS que afectan la experiencia humana, y que apenas han sido explicados por la filosofía o la ciencia, es si nos rige el azar o la predeterminación. Dilucidar este aspecto de la vida humana ayudaría a evitar malentendidos y, de manera consecuente, sufrimiento. Sin embargo, es un asunto que se encuentra más allá de nuestra comprensión y todo indica que la especie humana desaparecerá sin lograr esa claridad.

La filosofía, que ha elaborado cualquier clase de teorías al respecto, se inclina por mostrar que el hombre dispone de libre albedrío pero que en su andar hay aspectos que escapan a su control. La idea del libre albedrío, quizá una de las pocas certezas con las que se cuenta, también admite matices ya que no es inherente a la vida humana. Quien se encuentra privado de sus facultades mentales no ejerce su determinación con la misma libertad con la que lo hacen quienes no tienen ningún padecimiento. Ejercer la autodeterminación es un privilegio y así debe entenderse.

Admito que una vida despojada de malentendidos es menos apetecible que una que sí los tiene y además en abundancia. Muchos individuos se han beneficiado de ellos. Parece una conducta más inteligente o más apta para ciertas circunstancias, induce tomas de decisión en beneficio de algunos y perjuicio de otros. Quizá Shakespeare no fue el mayor dramaturgo de su época, pero ya es la idea común y no habrá poder humano que pueda modificar esa página de la Historia. El malentendido también es una fuente de beneficios. Aquí la filosofía da un paso atrás porque la historia hace su aparición como oficio de interpretación de los hechos del pasado. A menos, claro, que la filosofía de la historia sea la que se ponga las pilas para lograr un entendimiento más cabal del devenir humano.

Cada individuo nace con la necesidad de poblar su entorno con motivos para la felicidad, así sea que a los demás les parezcan trivialidades o despropósitos. La opinión ajena no debe importar a menos que pueda generar malentendidos que actúen en contra de la propia persona. El chisme es un arma peligrosa, lo mismo que las habladurías y los murmullos con mala intención. Hay que preservarse de quienes los fomentan, disfrutan y hacen de su propagación una tarea vital. De ellos no habla la filosofía, porque el chisme apenas deja soporte documental y su valor probatorio es limitado. No obstante, hay algunos que se preservan en el tiempo y extienden su maledicencia a lo largo de los siglos.

Pese a lo que pueda estimarse, el asunto del malentendido no es irrelevante. Es capaz de afectar a las personas o de beneficiarlas de una manera ilícita. De ahí la necesidad de asomarse a su condición esencial para adoptar una postura con respecto a su injerencia en la lógica social.

[caption id="attachment_1087505" align="alignnone" width="696"] Fuente: pixabay.com[/caption]

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