La vida en la oficina me fascina y me disgusta en la misma proporción.
Lo sé ahora que tengo suficiente perspectiva. Estuve veinte años en uno de esos universos con horario de entrada y salida. Ahora que llevo seis años apañándomelas para vivir en el horario interminable y el caos del trabajo por la libre, reconozco las luces y sombras de los seres de oficina. Y, quién me lo iba a decir, a veces los extraño.
Extraño ese laboratorio de la condición humana que es la oficina. Todas las pasiones están ahí, con sus maravillas y miserias.
Llamaré Alonso al personaje al que quiero referirme esta vez. Era el encargado del almacén en una empresa que vendía zapatos de una reconocida marca y en la que yo trabajaba en el área comercial.
Alonso daba pena. No encuentro otra manera de decirlo. Regordete, solitario, siempre —quiero decir siempre— vestía una chamarra de cuero negro desgastada, unos pantalones grises que brillaban por el uso a la altura de las rodillas, zapatos que no habían visto un bolero en medio año.
Alonso era, además de encargado del almacén, el mandadero de todos los dioses. Iba y venía en un Chevy (ajá, que veinte años no es nada) color verde, con el que atravesaba la ciudad a diario para recoger lotes de producto y papelería, entregar sobres, depositar dineros, hacer fila en las oficinas del Seguro Social o alguno de esos infiernos burocráticos; siempre ponía su mejor cara y llevaba en la mano una lata de Coca-Cola que constituía su fuente de energía cotidiana.
Era incómodo estar cerca de él. Hay seres así, que emanan incomodidad, algo del espejo que nos ofrecen es desagradable, difícil de tolerar. Debo decir que Alonso era educado, no faltaba a la menor cortesía y no desprendía ningún aroma de esos que suelen causar rechazo; no se acercaba a una distancia inapropiada y hacía bien y a la primera lo que se le solicitara. Yo pertenecía a un escalón alto en ese universo de minucias oficineras, era gerente de área y, por eso, Alonso estaba también a mi servicio.
Así que todos los días yo tenía un encargo de paquetería para él. Todavía lo veo parado en el umbral de mi oficina y haciendo algún gesto discreto para llamar mi atención y preguntarme si podía pasar. A mí me entraba de inmediato una como prisa por despacharlo para evitar su presencia pero me esforzaba por no manifestarlo; me pasaba que también me hacía pensar en un personaje quijotesco, en un Bartleby, en el patrón Vasques de El libro del desasosiego que tan magistralmente describe Fernando Pessoa.
Estaba claro que el sentido de la vida de Alonso era su trabajo. No faltaba nunca, no llegaba tarde, no se negaba a realizar ninguna función, por humillante que fuera. Sé que los dueños le hacían encargos personales y que algunos gerentes de área le pedían que les llevara el café, los chilaquiles para el desayuno o, incluso, que verificara y lavara sus automóviles del año, que mucho distaban del Chevy ruinoso que él manejaba como prestación de la empresa.
"Alonso daba pena. No encuentro otra manera de decirlo. Regordete, solitario, siempre
—quiero decir siempre— vestía una chamarra de cuero negro desgastada".
Alonso era un recordatorio de lo ínfimo de nuestra condición humana. Por más gerentes de área que fuéramos, sabíamos que compartíamos sustancia y condición de asalariados con aquel hombre. Eso era lo que no tolerábamos, y al mismo tiempo necesitábamos de su existencia para sentirnos superiores.
Un día, cerca del fin de año, en la empresa tuvieron a bien organizar un concurso de talentos. Como lo oyen. Unos se apuntaron para cantar, otros para declamar poemas y, Alonso, para hacer una imitación de Michael Jackson.
Yo no daba crédito cuando vi su nombre en la lista —los todopoderosos gerentes seríamos el jurado.
El día del concurso fue una pasarela esperpéntica pero divertida. Estaba claro que todos los participantes eran dueños de un entusiasmo refrescante pero ninguno tenía la menor dosis de autocrítica: los que aseguraban cantar no podían dar una sola nota entonada y los que aseguraban bailar interrumpían la coreografía cada tanto para volver a empezar. Hasta que fue el turno de Alonso. Con el primer movimiento de “Billie Jean” supimos que el hombre podía bailar. Nos quedamos con la boca abierta viéndolo moverse con energía, ritmo y una desenvoltura en el escenario que lo llenaba todo.
Sentada junto a mí estaba otra gerente de área a la que llamaremos Daniela; era la jefa directa de Alonso. Abrió la boca como para tragarse una nube de moscas. Por unanimidad, el ganador fue él. Le entregamos el premio, que era una selección de productos de la empresa y un día de descanso pagado que podría tomar cuando quisiera.
Entonces ocurrió algo: al día siguiente irrumpió la noticia de que habían asaltado el Chevy con una cantidad de producto que alcanzaba un valor serio. Fue cuestión de horas, la investigación oficinera concluyó que el culpable era el propio Alonso. Lo corrieron, lo vi entrar avergonzado a recoger sus cosas en una caja de cartón, custodiado por dos personas de Recursos Humanos.
El corazón me dijo siempre que no había sido él, el orden de los hechos apuntaba a Daniela, pero ella era la antítesis de Alonso: jefa, ojazos, encantadora, cabrona, alguien a quien querrías de amiga. Los dueños no dudaron ni un instante de ella y lo culparon a él.
Las vueltas que da la vida. Años después coincidí con Daniela en otra empresa del mismo giro, haciendo una consultoría. Ella portaba el título de Directora de Área cuando la reencontré y mi asesoría duró un par de meses pero noté algo: un espigado empleado del almacén de la empresa anterior había sido reclutado por Daniela para este corporativo. Los observé muy juntos más de una vez, imaginé un amorío de esos que las oficinas gestan a destajo.
Hace un par de semanas me enteré de que Daniela fraguó, en la nueva empresa, un asalto a la camioneta del almacén. Primero culparon al chofer pero luego las pruebas fueron contundentes: fue Daniela que, convenientemente, desapareció eliminando todo medio de contacto.
Me pregunto si esos seres, los que aportan la sustancia humana en el desierto corporativo, recibirán algún día una disculpa. El puto mundo se las debe.