Encuentros de la música y la mente

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Desde que el ser humano se reconoce como tal, la música ha sido una característica universal de sus sociedades. Los instrumentos más antiguos encontrados a la fecha —flautas de hueso y marfil— datan de aproximadamente 40 mil años, y se asume que antes de eso ya se utilizaban distintos materiales como percusiones. La evidencia parece indicar que la música nos ha acompañado casi desde nuestros inicios como especie, por lo que no debería sorprendernos que nuestros circuitos cerebrales al nacer estén tan preparados para procesarla, como lo están para procesar el lenguaje.

Si bien la música puede definirse como el arte de seleccionar los sonidos y ponerlos en relación unos con otros, es al fin y al cabo una experiencia personal y subjetiva. Lo que estos sonidos organizados generan en nosotros es posible gracias a nuestro sistema nervioso, que los ordena, analiza e integra con experiencias previas, permitiéndonos así sentir, disfrutar y darle un significado a la melodía.

DE LA VIBRACIÓN A LA EXPERIENCIA MUSICAL

¿Qué zonas de nuestro cerebro están implicadas en la experiencia musical? Al contrario de la creencia antigua de que era procesada principalmente en el hemisferio derecho, en realidad la música está distribuida a través del cerebro. Escuchar, tocar y componer generan en nuestro sistema nervioso una experiencia integral que incluye los órganos de los sentidos, nuestros sistemas de percepción, memoria, acción y movimiento, organizados en ambos hemisferios.

La percepción del sonido inicia en la cóclea, un maravilloso órgano en forma de caracol que está dentro de nuestro oído y que contiene líquido y neuronas especializadas llamadas células ciliadas. Éstas son las encargadas de la transducción mecanoeléctrica, es decir, la transformación de las vibraciones del aire, transmitidas a través de la membrana timpánica y los huesecillos del oído medio, en disparos eléctricos neuronales que serán transmitidos por el nervio coclear hasta el cerebro, para ser procesados por la corteza auditiva primaria, en el lóbulo temporal.

Resulta sorprendente saber que los sonidos son organizados por su tono o frecuencia desde la cóclea. Los sonidos graves, que corresponden a ondas de frecuencias bajas, hacen vibrar las estructuras del oído más lentamente y activan las neuronas de la región apical —punta o centro— del caracol o cóclea. En cambio, los sonidos agudos, de mayor frecuencia, generan vibración más rápida y disparan a las neuronas de la base de la cóclea. A esto se le llama organización tonotópica, un principio fundamental del sistema auditivo que se reproduce en la corteza auditiva primaria, donde diferentes grupos de neuronas se activarán con cada tono dentro del rango auditivo del ser humano: de 20 a 20,000 Hz.

Una vez activada la corteza auditiva, diferentes aspectos de la música serán procesados por diversas partes del cerebro, para luego unificarse a través de sus conexiones y generar la experiencia estética que tanto nos conmueve. La música, a diferencia de las artes visuales, se inscribe en el tiempo. Por ello, es esencial que nuestro sistema nervioso tenga sistemas de análisis de la temporalidad que procesen los patrones temporales complejos de las melodías. La organización tonotópica del sistema auditivo, que descompone los sonidos desde el inicio mismo de su procesamiento, permite que otros sistemas cerebrales se dediquen a analizar aspectos más complejos, como las relaciones entre secuencias de tonos (corteza prefrontal) y el ritmo y la temporalidad (cerebelo y cortezas auditivas). Además, escuchar música que conocemos activará también nuestros circuitos de memoria —centrados alrededor del hipocampo y la parte inferior del lóbulo frontal y el sistema emocional del cerebro o sistema límbico.

Pero aun conociendo las redes cerebrales que participan en toda nuestra experiencia musical, seguimos sin responder una de las preguntas que más ha intrigado a filósofos, psicólogos y científicos a través de los siglos: ¿Cómo puede generarnos tanto placer escuchar una secuencia ordenada de tonos? La música es capaz de dilatar nuestras pupilas, producirnos escalofríos, hacernos sudar y acelerar nuestro ritmo cardiaco. En los últimos años, algunos estudios han mostrado que el placer que genera la música depende también de los sistemas de recompensa y motivación, circuitos profundos en el cerebro que incluyen el que ha sido llamado “el centro del placer” o núcleo accumbens. De forma interesante, estos trabajos han mostrado que el placer que nos genera la música depende de la anticipación de la recompensa: un fragmento melódico crea una expectativa de continuación, y un buen compositor manipula esta expectativa, alternando sonidos que la satisfacen con notas inesperadas o cambios que dejan al oyente en suspenso.

"Lo que estos sonidos organizados generan es posible gracias a nuestro sistema nervioso, que los ordena e integra con experiencias previas".

RECUERDOS EVOCADOS POR MÚSICA

¿Tiene una banda sonora nuestra vida? Existen melodías que escuchamos de modo singular durante algún periodo de nuestra adolescencia o juventud. Cuando suena en el radio alguna de esas canciones que hace mucho tiempo no escuchamos, todos experimentamos, de golpe y casi sin quererlo, imágenes, olores y emociones de algún recuerdo lejano.

La memoria autobiográfica es la aptitud de evocar recuerdos personales, eventos pasados en nuestra vida. Cuando este tipo de escenas son estimuladas por música, se les llama recuerdos autobiográficos evocados por música. En años recientes, ese fenómeno ha sido estudiado para caracterizar este tipo de añoranzas, buscar sus bases cerebrales y explorar su potencial terapéutico en enfermedades que deterioran la memoria. Un estudio, por ejemplo, comparó recuerdos revividos por música con los generados por fotografías de rostros conocidos; se encontró que, comparados con los despertados por fotos, los evocados por la música se perciben de manera más involuntaria, son más detallados,  contienen más información personal y suscitan emociones más intensas.

Las redes de las emociones y la memoria están densamente interconectadas en el cerebro. Con su capacidad para evocar estados emocionales, la música facilita el acceso a la memoria por vías no tradicionales. ¿Podría entonces la música ayudar a pacientes con enfermedad de Alzheimer, que causa un deterioro de la memoria autobiográfica? Diversos estudios han mostrado que los pacientes con Alzheimer evocan mayor cantidad de recuerdos al escuchar música que en silencio, y que esos recuerdos son más específicos y vienen acompañados de emociones más positivas.

Estudios de neuroimagen han encontrado un área cerebral esencial para integrar música, emociones y memoria: la corteza medial prefrontal. Esta zona —a diferencia de las zonas clásicas de acceso a la memoria— no suele afectarse tan gravemente en la enfermedad de Alzheimer. Por estas razones, la música se ha vuelto una herramienta prometedora en el tratamiento de pacientes con este tipo de demencia, entre otros, no sólo para mejorar el estado de ánimo y disminuir la ansiedad de los pacientes, sino para abrir caminos alternos hacia recuerdos que parecían estar extraviados.

MÚSICA Y NEUROPLASTICIDAD

¿Los músicos nacen o se hacen? Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la música fue una actividad natural de las sociedades, en la que todos participaban. Sin embargo, en los últimos quinientos años, nuestra cultura ha marcado un énfasis en la técnica y la destreza, distinguiendo entre los que se entrenan para componer y tocar, y el resto de nosotros, que disfrutamos al oírlos tocar o cantar.

Los músicos profesionales (aquellos que tuvieron un entrenamiento formal y/o se dedican a la música) llevan a cabo una serie de operaciones mentales particulares, por ejemplo: identificar tonos musicales sin necesidad de una referencia (a lo que llamamos oído absoluto), traducir una serie de símbolos musicales (notas) en movimientos complejos de dedos y manos, improvisar melodías armónicas y recordar largas frases musicales. Aunque no conocemos a la perfección todos los mecanismos cerebrales detrás de estas operaciones, la neurociencia cognitiva de la música ha realizado una serie de estudios y encontrado diferencias en los cerebros de los músicos profesionales y los de quienes nunca aprendimos a cantar o tocar un instrumento, demostrando que el entrenamiento musical puede modificar nuestros circuitos cerebrales.

A la capacidad de nuestros sistemas nerviosos de transformarse con nuevos aprendizajes se le llama neuroplasticidad. Ésta consiste en cambios de función o estructura del cerebro inducidos por experiencia o entrena-miento y, hasta hace algunos años, había sido estudiada solamente en cultivos celulares o animales de laboratorio. En humanos, la primera evidencia de cambios cerebrales inducidos por la práctica fue registrada en músicos pianistas: usando métodos de neuroimagen (resonancia magnética, que genera fotografías de alta resolución del sistema nervioso) se encontró que, entre más horas de práctica y edad más temprana de inicio, los pianistas estudiados tenían mayor volumen en el cuerpo calloso, el grupo de fibras nerviosas —o axones— que cruzan de un hemisferio cerebral a otro. Esto quiere decir que los músicos tienen más densidad de conexiones entre ambos hemisferios, sobre todo en la parte frontal del cerebro, que es donde se coordina el movimiento. En esta misma línea, se ha documentado que los músicos tienen mayor simetría en las cortezas motoras derecha e izquierda, en contraposición con los no-músicos, que suelen tener mayor tamaño en la parte de la corteza cerebral que mueve la mano dominante. La evidencia sugiere que estos cambios se generan por la práctica de movimientos complejos de manos y dedos, misma que requiere comunicación entre los dos hemisferios cerebrales.

No únicamente eso: utilizando estudios de neuroimagen funcional (que arrojan no sólo imágenes fijas, sino correlatos de la actividad neurológica) se ha mostrado que aprender a tocar un instrumento genera cambios en la actividad de la corteza auditiva, refinando las neuronas que responden a los distintos tonos, haciendo posibles fenómenos como el oído absoluto.

Uno de los hallazgos cerebrales más interesantes de la neurociencia de la música es que la práctica de esta disciplina genera mayor comunicación entre las redes cerebrales de movimiento y las redes dedicadas a la audición. Esta conexión se manifiesta al medir la actividad cerebral de los músicos en diferentes circunstancias: por ejemplo, al escuchar una pieza, cuando los cerebros de los no-músicos activamos sólo la corteza auditiva, los músicos activan también las zonas motoras de sus cerebros, como si estuvieran practicando los movimientos necesarios para generar los sonidos. De igual forma, en un ejercicio en el que pedían a los sujetos tocar en un piano que no emite sonidos, los no músicos activaban sólo las cortezas motoras —que les hacen mover los dedos—, mientras que los músicos activaban también su corteza auditiva, como si escucharan en su cabeza los sonidos que no salen del piano silencioso. Esta mayor comunicación entre los circuitos auditivos y motores hace posible uno de los mayores retos para tocar música: la vertiginosa integración que deben llevar a cabo con los sonidos que producen y el movimiento de sus manos y pies, permitiendo la rápida adaptación, las correcciones, los cambios de ritmo y la improvisación en grupo. A partir de estos estudios, el entrenamiento musical se ha utilizado como un marco de referencia para investigar la plasticidad en el cerebro humano, dándonos otro ejemplo de las revelaciones neurológicas que ofrece la práctica artística.

ESTE ENSAYO EXPLORA apenas algunas pistas del vasto diálogo entre música y neurociencia. Así como los estudios de neuroimagen nos han mostrado algunos circuitos de nuestro cerebro que procesan o producen armonías, la música también nos ha enseñado lecciones importantes sobre el funcionamiento del cerebro. No olvidemos que  ese órgano humano —al igual que nuestro cuerpo— es producto de millones de años de evolución y, cuando exploramos una capacidad humana tan antigua y universal como la música, aprendemos también sobre la evolución de la mente humana.

Este ensayo forma parte de SINAPSIS: Conexiones entre el arte y tu cerebro, proyecto de divulgación de la autora, financiado por el FONCA, Programa Arte, Ciencia y Tecnologías. @sinapsis_2019

Referencias

A. M. Belfi, B. Karlan y D. Tranel (2016), “Music Evokes Vivid Autobiographical Memories”, Memory, 24 (7) : 979-89.

P. Boulez, J.P. Changeux y P. Manoury, Las neuronas encantadas. El cerebro y la música, Gedisa, Barcelona, 2016.

S. C. Herholz y R. J. Zatorre (2012), “Musical Training as a Framework for Brain Plasticity: Behavior, Function, and Structure”, Neuron, 76 (3) : 486-502, .

D. J. Levitin, Tu cerebro y la música, RBA Libros, Barcelona, 2015.

O. Sacks, Musicofilia, Anagrama, Barcelo-

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