La literatura de terror fue opacada por la realidad cotidiana, lo que, lejos de resultar tranquilizante, implicó el triunfo absoluto del terror sobre la supuesta normalidad, también llamada realismo. El precio que el terror literario tuvo que pagar por este triunfo no fue menor; de hecho, significó su aparente disolución a cambio de que el terror real lo dominara todo. ¿A quién le asustan los fantasmas en un continente donde se desuellan mujeres, se torturan niñas, la gente desaparece y las violaciones son cosa de todos los días?
El terror como metáfora de la realidad perdió fuerza cuando, al menos en América Latina, la realidad se hizo tan angustiante que dejó de necesitar analogías. Con tal panorama, el regreso de ese género literario —un regreso inesperado y con una vuelta de tuerca (nunca mejor dicho) cargada de nuevos significados—, produce fascinación y sorpresa.
Porque la nueva literatura de terror no está aquí para asustarnos, sino para liberarnos. No se trata, claro, de cualquier libertad, sino de una que, por decir lo menos, resulta inquietante y sugerente.
En realidad, el terror siempre ha estado allí, dentro y fuera de la literatura. Pero supongamos por un momento que —ojalá— sólo fuera un género literario. Podría trazarse una línea canónica de la literatura latinoamericana con los fundadores Echevarría y su matadero o Quiroga y su gallina, pasando por los cuentos de Amparo Dávila, Aura, Pedro Páramo —por supuesto—, hasta llegar a Bolaño y su espectral Santa Teresa, sin olvidar algunos de los mejores cuentos de Borges y Cortázar, así como todo el universo decadente y onírico de Silvina Ocampo. A partir de ciertos textos podría afirmarse que la literatura latinoamericana es un extenso cuento de terror, aunque eso es lo de menos. El género ya no necesita defensores ni grandes nombres para justificar su literariedad, y menos cuando, como se comentaba en el primer párrafo, sin mayores trucos la literatura realista acabó siendo el peor cuento de terror de todos: el que sucede. No obstante, como con tantas tradiciones, su prestigio o normalización literaria llegaron junto con su agotamiento. El terror literario latinoamericano pudo jactarse, al fin, de haber sido sepultado en el prestigioso cementerio del canon.
PERO LOS MUERTOS REVIVEN, como lo prueban Malasangre, de la venezolana Michelle Roche Rodríguez; Mandíbula, de la ecuatoriana Mónica Ojeda, y Nuestra parte de noche, de la argentina Mariana Enríquez. Diferentísimas como son, las tres novelas tienen mucho en común, y su lectura en conjunto representa una de las experiencias lectoras más peligrosas que pueden hacerse en la actualidad.
Malasangre, la más perfecta de las tres, utiliza uno de los enigmas de la historia venezolana —el asesinato de 27 puñaladas de Juancho, el hermano del dictador Juan Vicente Gómez en los años veinte, en pleno Palacio de Miraflores— para conspirar una trama en que la sed de sangre de Diana, la protagonista, se incrementa a la par que la sed de petróleo de la aristocracia venezolana y las compañías extranjeras. Por su parte, Mandíbula, la más inteligente, conjura a partir del secuestro de Fernanda, cometido por su profesora de Lengua y Literatura, una novela sobre la amistad adolescente y la venganza. Por último, Nuestra parte de noche, la más conmovedora, invoca la niñez
y la adolescencia de Gaspar, médium que ignora su pasado, es decir, su debilidad y sus poderes, así como su capacidad de penetrar en la Oscuridad, con mayúsculas.
De esta forma, lo primero que salta a la vista es que las tres obras son novelas de formación. Pero si este otro género suele narrar el paso de las tribulaciones de la juventud a la formalidad de la adultez, en los casos que nos ocupan se narra el paso de la reprimida normalidad a la monstruosidad liberadora. Y no se trata de la transformación acostumbrada en un ser sobrenatural, ya sea una cucaracha kafkiana o Frankenstein, quienes finalmente comparten la queja lastimera de su condición. En las tres novelas, la transformación experimentada es fruto de la voluntad de sus protagonistas, y de ninguna manera la viven como una tragedia o un conflicto, sino más bien como una reconciliación con su propia naturaleza y una justificada afrenta a los otros, esos que imponen las reglas y sus propias aberraciones, a veces más violentas, pero blanqueadas tanto por el peso de la costumbre como por el de las buenas maneras.
ASÍ COMO TIENEN grandes semejanzas, los tres textos marcan sus diferencias. Malasangre, por ejemplo, centra el terror en la historia: “Como la modernidad demandaba petróleo para mover las tecnologías de la vida civilizada, yo necesitaba la sangre para reemplazar el alma que la perversidad y la mala suerte me habían arrebatado”, declara Diana, transformada en una parisiense dama de compañía, tras haber destruido el destino de matrimonio o convento que su familia le había impuesto para disfrazar su hematofagia. Malasangre es, así, una novela histórica que retrata el inicio del destructivo romance de Venezuela con el petróleo. Pero lo mismo puede afirmarse de Nuestra parte de noche, en la que los sanguinarios ritos de la Orden se confunden con las prácticas represivas de la dictadura militar; después, la adolescencia de Gaspar coincide con esa confusa época de optimismo desbordado y falsa alegría que resultaron los noventa argentinos. Mandíbula, en cambio, es militantemente contemporánea, pero el poder de observación de Ojeda resulta en un tratamiento casi histórico, como si la ecuatoriana nos observara con la comodidad de la retrospectiva, hundidos en nuestras stories de internet que, como ya mostró la escritora en Nefando, su anterior novela, es el auténtico relato de terror de nuestros tiempos, en cuya autoría todos participamos, con singular disciplina autodestructiva, cada día.
Mandíbula propone que el terror es la mente. Pocas narradoras como Ojeda combinan la teoría y la trama con esta soltura. De las disquisiciones sobre la relación entre madres e hijas, contadas en una consulta entre Fernanda y su psicólogo, Ojeda pasa a escribir un inocente ensayo escolar que termina siendo un breve tratado del género de terror, en el que se afirma que “lo horrendo, quiero decir, no es lo desconocido, sino lo que simplemente no se puede conocer”, o lo que es lo mismo, nuestros impulsos y represiones. Las relaciones de todos los personajes de la novela están marcadas por el complejo y el trauma, que llevan a las estudiantes a practicar peligrosos juegos sadomasoquistas y, a Miss Clara, la inolvidable profesora del colegio del Opus Dei, a secuestrar a una de ellas para vengarse de todas las ofensas recibidas en el salón de clases. Pero lo mismo puede afirmarse de Malasangre, cuya protagonista llega a aceptar que le coloquen un bozal para curar su naturaleza vampírica con tal de satisfacer las expectativas enfermizas de su madre, o de Nuestra parte de noche, en la que Gaspar justifica su debilidad por la temprana muerte de su madre, a quien recuerda solamente en sombras.
DE HECHO, PARA ENRÍQUEZ, el terror es la familia. De las muchas formas en que puede leerse la monumental Nuestra parte de noche, me quedo con la saga familiar, o mejor, con el extenso relato de una relación entre padre e hijo. Gaspar es hijo de Juan, un poderoso médium que ha sido utilizado por su familia política —oscura, rica y ambiciosa. Juan no desea que Gaspar tenga su mismo destino, así que lo aleja de su ascendencia y le oculta sus poderes, hasta que muere con la certeza de que, tras un cruel rito, lo ha salvado de la Oscuridad. De esta manera Juan encarna a todos los padres cuya mayor ambición, siempre, es salvar a sus hijos del terror del mundo, y para hacerlo son conscientes de que no queda más remedio que lastimarlos. Gaspar, por su parte, personifica a todos los hijos que saben que, para convertirse en lo que verdaderamente son, deben traicionar al padre y recorrer solos la misma distancia que una vez completaron acompañados (en este caso, el largo camino entre Buenos Aires y Misiones, que también es el trayecto que une y separa a la realidad de lo fantástico). Mariana Enríquez ha escrito la novela más hermosa sobre la paternidad de la literatura latinoamericana, y lo que se presenta como una historia de terror es, en realidad, una de amor, porque a veces son lo mismo, y más cuando se trata de un padre intentando salvar a su hijo. “Los fantasmas son reales, y no siempre vienen los que uno llama”, se afirma en una parte de la novela, refiriéndose a los apellidos que todos tenemos y que no nos es posible borrar de las actas que verdaderamente importan.
DE NUEVA CUENTA, algo similar se observa en Malasangre y Mandíbula. En la primera, el amoroso y ausente padre de Diana termina vendiendo a su hija al dictador, a cambio de una concesión petrolera, mientras que Miss Clara, la maestra secuestradora, se limita a ser una copia de su propia madre, también maestra de Lengua y Literatura (esos médiums desprestigiados y mal pagados). Sólo al traicionar y rebelarse contra su familia, las dos mujeres adquirirán una dura libertad que, al menos por un tiempo salvaje e inmoral, les permitirá recuperar su propia esencia y reconciliarse con ellas mismas.
Atrapados como están en la historia, la mente y la familia, el verdadero terror de los protagonistas de las respectivas obras consiste en no poder salir de su encierro. Pero los tres lo logran al encarar el mal, al entregársele, al poseerlo. Diana, la vampiresa venezolana, se ufana al afirmar que la hematofagia fue el principio de una enfermedad empeorada por mi condición de mujer en una sociedad donde los hombres escribieron las reglas. Si tenía que convertirme en una bestia para poder ser libre no tendría ningún problema. Quizás llegara a disfrutarlo.
Una de las adolescentes de Mandíbula declara que “no hay nadie más pervertible y contaminable que un adolescente. Lo siento en este mismo instante: mientras le escribo, siento ganas de convertirme en algo peor de lo que soy”, aunque será la maestra quien se atreva a cruzar esa línea a partir de la cual no hay retorno. Y por último, en su aparente destino de debilidad, Gaspar se resigna a que “cuando no se puede pelear, la única forma de estar en paz es rendirse”, pero él mismo le hará frente a su caracter y acabará formando parte de la Oscuridad para salvarse. Para las tres autoras, en definitiva, el terror es un camino de libertad siempre y cuando sea una muestra de arrojo, la respuesta voluntaria a un llamado, una alianza para vencer a un mal más peligroso, por normalizado.
QUEDA MUCHÍSIMO por decir de las tres novelas. Podría hablarse, por ejemplo, de las distintas formas en que tratan el erotismo, o de la reivindicación feminista que las tres articulan en medio de una trama que de evasiva no tiene nada, o de la fabulosa forma en la que saquean la tradición del terror universal y de la literatura latinoamericana. Ninguna de las tres esconde sus influencias y, al revelarlas, las renueva. Si Malasangre es una actualización de la novela de vampiros, y Mandíbula un homenaje a Lovecraft y un auténtico ensayo sobre el género, Nuestra parte de noche es la quema pública de una biblioteca de terror. Enríquez despoja virtuosamente la pausada construcción de un género literario y lo mismo rinde un homenaje a La casa de hojas —al imaginar casas imposibles, cuyo interior es más grande que el exterior— que al Bolaño de Nocturno de Chile —con sus aristocráticas mansiones de sótanos con prisiones y salas de tortura. Aquí, las alucinaciones de Stephen King conviven con los estériles proyectos de inmortalidad de Bioy Casares. Sólo así puede mantenerse una intensidad vertiginosa durante setecientas páginas.
El mensaje no puede ser más claro: para vencer al mal hay que aceptarlo, dominarlo y aplastarlo. No hay pactos; hay transformaciones. No se cede en algo para recibir otra cosa a cambio. Los incendios sólo se apagan con un incendio mayor. En ocasiones límite, sólo se puede elegir entre la rendición o el exterminio. Claro que existe una salida pero, al tomarla, ya no hay vuelta atrás. El terror, según estas tres autoras, consiste en saber que sí hay un camino para escapar de cualquier parte, una posibilidad de salvación, que sí se puede cambiar el rumbo, pero una vez que se hace, todo es, ahora sí, irremediable. El terror es la liberación que no osamos conquistar.