El faro, de Robert Eggers

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Ojo,  aquí hay spoilers). Pocos debuts en tiempos recientes han sido tan prometedores como la fabulosa La bruja (The Witch, 2015), de Robert Eggers, por tanto las expectativas para su siguiente filme eran muy altas. Su segundo largometraje, El faro (The Lighthouse), una obra magistral que va mucho más allá de cumplir con lo esperado, es un thriller sicológico o película de horror gótico, o las dos cosas, en la que el aislamiento, la enajenación y las inciertas amenazas sobrenaturales crean una sofocante atmósfera de paranoia y desolación. El guión, coescrito por el director y su hermano Max Eggers, parte de la llegada a un remoto faro en Nueva Inglaterra, a finales del siglo XIX, por parte del novato que dice llamarse Ephraim Winslow (Robert Pattinson, confirmando que es uno de los actores más brillantes de su generación), y el desquiciado farero veterano, Thomas Wake (Willem Dafoe, tan espectacular como grotesco). La bellísima fotografía monocromática con altos contrastes y densos paisajes en la niebla, de Jarin Blaschke (quien también filmó La bruja) en un formato cuadrado (relación de aspecto 1.19:1) que evoca los daguerrotipos de la época, es oscura, lóbrega y enfatiza la sensación de claustrofobia. Igualmente soberbia es la música electrónica de Mark Korven y el diseño sonoro en el que tenemos el ruido monótono de las máquinas, la sirena de niebla, el enloquecedor ruido del viento, los chillidos de aves y las olas. Pero si algo destaca es la manera en que casi es posible oler la pestilencia, la decrepitud, las excrecencias, las flatulencias y el desasosiego que tienen lugar en la isla.

Aquí el drama y el horror se deslizan continuamente hacia el humor negro, tanto por la gaviota tuerta que acosa a Ephraim como por los rebuscados y a menudo hilarantes insultos que Thomas lanza de manera incesante a su subalterno. Así, de pronto estamos ante algo que asemeja al beckettiano humor seco de Esperando a Godot. Al igual que en su cinta anterior, Eggers muestra cómo la soledad y la precariedad de las condiciones van deteriorando la estabilidad mental de los protagonistas. El pavor se manifiesta de manera discreta, sucinta y pulsante a través de extrañas apariciones, resonancias de la superstición (es de mala suerte dejar un brindis sin terminarlo, es de mala suerte matar un ave marina) y una extraña mitología oceánica que hace pensar en Moby Dick. Por otro lado, la sirena con la genitalia híbrida y expuesta parece producto de la inspiración de H. P. Lovecraft y sus seres Profundos (los Deep Ones de La sombra sobre Innsmouth).

Eggers nos ofrece el punto de vista de Ephraim, quien obviamente no es un narrador confiable, tanto por su falsa identidad como por la culpa que lo atormenta y por el hecho de que su cordura parece desintegrarse tras semanas de aislamiento bajo el efecto del potente alcohol o querosén y la tormenta. Podemos suponer que buena parte de los sucesos inexplicables suceden como alucinaciones y sueños en la cabeza de Ephraim; sin embargo, Eggers no tiene la menor intención de distinguir entre pesadillas y realidad, creando un universo hermético, donde las certezas se disuelven.

"La relación entre los hombres pasa del dominio a la rivalidad y de ahí a la camaradería. Es un duelo psicológico que tiene ecos edípicos y homoeróticos".

Ephraim y Thomas ocultan su pasado. El primero tiene la responsabilidad de la muerte del capataz del aserradero canadiense donde trabajaba. Thomas es el posible culpable de la muerte de su asistente anterior —cuya cabeza cortada descubre o no Ephraim—, quien murió enloquecido, hablando de sirenas y del embrujo de la luz del faro. El viejo tiene una extraña relación marital con el faro, al cual siempre se refiere en femenino: “Ha sido mejor, más honesta y silenciosa que cualquier esposa de carne y hueso”. Y se niega a permitirle al joven subir siquiera a ver el reflector, lo cual le crea una obsesión que no podrá sacudirse. Especialmente cuando espía a Thomas, quien aparentemente alcanza el éxtasis y se transforma en algo extraño cuando está encerrado con el reflector.

La cinta se basa en una relación de poder desigual, en la que las reglas desaparecen gradualmente hasta llegar a un estado de supervivencia desesperada: “El aburrimiento convierte a los hombres en villanos”. Thomas ejerce una autoridad abusiva y cruel sobre su subalterno, a quien llama perro e idiota, y lo obliga a trabajar sin descanso, empujándolo deliberadamente hasta el punto de ruptura. El viejo parece intuir que Ephraim es un fugitivo, quizá no de la ley, pero definitivamente de su propia conciencia y él asume su papel de carcelero. Así como lo castiga con tareas repetitivas y agotadoras también insiste en mantenerlo borracho, llevándolo incluso a cuestionar la realidad. Mientras tanto, escribe en la bitácora mentiras acerca de la incompetencia, irresponsabilidad, agresividad y ausencias de Ephraim, y recomienda que sea despedido sin paga.

La relación entre los hombres pasa del dominio a la rivalidad y de ahí a la camaradería. Es un duelo psicológico que tiene ecos edípicos y homoeróticos (el faro es el evidente símbolo fálico que se levanta en medio del océano). La escena en que Thomas le grita ebrio a un todavía más ebrio Ephraim: “¿Te gustó mi langosta?, dilo, di que te gustó mi langosta” es muy reveladora. Como también lo es que Thomas insista en obligar al joven a limpiar y a hacer todas las tareas femeninas. Y por supuesto tenemos los bailes que se convierten en peleas, las confesiones no solicitadas y los abrazos etílicos que casi desembocan en un beso. Estos momentos de locura son el desahogo con que estos hombres sobreviven a la melancolía, a sí mismos y a sus inseguridades.

En sus dos películas, Eggers explora la autoridad masculina y sus desesperados esfuerzos por mantener el control y los privilegios ante la adversidad. A las cuatro semanas el barco no llega a recogerlos y Ephraim comienza a hundirse en el pánico, con lo que el orden jerárquico se tambalea y las alucinaciones se intensifican hasta llegar a un delirante intercambio sadomasoquista de roles y un desenlace aterrador.

En un momento de vulnerabilidad, Ephraim confiesa que en realidad también se llama Thomas, de modo que podemos asumir que los dos hombres son facetas de la misma persona: una que se deja arrastrar por sus bajos instintos y otra que trata de respetar las normas sociales. Eggers ha dicho que Ephraim es Prometeo, el semidios que da el fuego a la humanidad (en este caso luz, en la forma del reflector del faro), a costa de la penitencia eterna de que un águila le devore el hígado, lo cual aquí se traduce en una gaviota que le come los intestinos. Por su parte, Thomas es Proteo, el dios oceánico, cambiante y profético, capaz de enloquecer a cualquiera. Así, la lucha del hombre por la libertad, por la protección o simplemente por satisfacer su curiosidad se muestra como el hecho imposible de confrontar a las fuerzas de la naturaleza, las cuales son tan concretas y abstractas como el mar y la tormenta. Un recordatorio oportuno en tiempos de inquietante cambio climático.