Llámame el Splenda

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larazondemexico

Desde hace años estoy convencido de que soy estéril. Me he metido tantas drogas que estoy podrido por dentro. Pero de pie como cajero del Oxxo. Sin embargo, decidí cortarme los cables. Es decir: practicarme la vasectomía.

Tenía boleto para Metronomy, pero el miedo a pegar otro chicle era superior a mis deseos por ver a los ingleses. It’s now or never. Así que le marqué al Enfermero del Amor. Y movió los hilos para que me programaran. El doctor Orona me preguntó cuántos hijos tenía. Sólo una, respondí. ¿Estás seguro? Si usted me ayuda a pagar la colegiatura me aviento otro, le respondí. Me dio la orden de internamiento y una de laboratorio. Debería presentarme en ayunas y completamente rasurado. Como un bebé, enfatizó. A partir de ahí la cosa iba en serio. Ya no podía echarme para atrás.

En 2012 o 2013 tuve que entrar al quirófano. Y aunque fue una cirugía ambulatoria me prometí jamás repetir la horripilante experiencia. A menos que fuera absolutamente necesario. No se parece en nada a subirse a presentar un libro, créanme. Y ahí estaba ahora, a punto de reingresar. Y por mi propio pie. Soy bueno para no embarazar a la gente. En trece años, los que tiene mi hija, no había vuelto a procrear. Y quizá podría haberme ahorrado la molestia pero ejercer la libertad ha sido mi deporte favorito desde que nací. Y el súperpoder de que nada te pueda atar, otro embarazo por ejemplo, es seductor como cualquier droga.

"Me pegué un chagüer y con los güevos en la garganta salí para el hospital".

Los travestis no se embarazan, me dijo un compa. Pero en estos tiempos ya no se sabe. Así que mejor quemar las naves de una puta vez.

Desperté a las seis am, me pegué un chagüer y con los güevos en la garganta salí para el hospital. Sé que no vivo en el país perfecto, pero dentro de todo este desastre hay cosas rescatables, como la salud pública. Como el doctor Orona. La sala de urgencias estaba repleta de gente. El clásico retrato costumbrista del México lumpen, del que provengo y formo parte: una mujer amamantando, un sombrerudo con carraspera y una madre hincada, rezando con una imagen de la Virgen de Guadalupe.

A las ocho ya me tenían vestido como si fuera a entrar a saludar a un extraterrestre. Las dos piernas vendadas. Unas babuchas de tela. Gorro de tela. Bata diseñada para traer las nalgas al aire. Me canalizaron 250 mililitros de suero y me ingresaron a la sala de recuperación. Bueno, Carlos, ya estás aquí, me dije. Ya te la pelaste. Sin celular, qué pinches hago. No me permitieron meter un libro. Me quedé dormido. Tres horas después, en lo que entraban y salían camillas como coches del estacionamiento de Cinépolis y escuché la cháchara de las enfermeras y médicos, tocó mi turno. Pensé en rajarme. Sí, claro. En decirles ya no juego. Pero era en bien de la especie.

Estaba nervioso, agüevo. Ver el quirófano es el equivalente a ver el matadero. Me acostaron en cruz. Yo no soy Jesucristo Velázquez, pensé. En el brazo izquierdo me pusieron el baumanómetro y en el dedo derecho el aparato para leer la frecuencia cardiaca. Orona me descubrió y dijo ai va un piquetito. Todo comenzó de manera súbita. No te avisan. Pérate, cabrón, pensé. Primero dame un besito. Todavía no dejaba de sudar cuando ya me estaba agarrando el pito. Sentí la aguja sólo dos segundos. La anestesia hizo efecto al instante. Las luces del techo me hicieron pensar en E.T. En cuando lo diseccionaron al pobre cabrón.

Después no sentí nada. Sí, un jaloneo. Asumo que de mis conductos. Pero no hubo nada de dolor. Sólo escuché que el doctor decía la palabra corte y se escuchaba un chasquido de unas tijeras. Luego sentí como si pelara un cable de electricidad. Luego vino la cauterización, porque se vino un olor como a Carnitas Romo. Una pequeña sutura, un parche. Y para abajo. Chequé el reloj. Habían pasado quince minutos. Pinche doctor Orona, una pistola. Tengo una efectividad del cien por ciento, presumió.

De haber sabido que era tan fácil me la habría hecho hace cinco años, pensé mientras manejaba hacia mi casa. Me restregué cinco horas una bolsa de alitas congeladas y otra de fresas, alternándolas. Y me tiré a reposar tres días y a chupar ketoroloco, como me indicó Orona. Sentía los güevos hinchados. Fuera de eso no experimentaba molestia alguna. Ya está, güey, me dije. Ahora eres como el Splenda. Endulzas pero no engordas. Siete días sin actividad física. Veinte puñetas y entonces sí, libre soooooy, libre sooooy.