Una noche, mi madre decidió no abrirle más la puerta a mi padre, su alcoholismo y su violencia nos estaban destrozando.
Cuando mi padre la escuchó terminar con él, la amenazó desde el otro lado de la puerta con quitarle a sus hijos. Esos hijos éramos mis hermanos y yo. Ocho criaturitas. Entonces ella abrió la puerta, nos puso en fila y le dijo: llévatelos.
Desde luego él dio dos pasos atrás, luego tres, y luego cuarenta años de pasos que lo mantuvieron bien lejos de nosotros.
Ella sabía que él no tendría los tamaños para hacerse cargo de ocho niños, estaba tan clara de cómo reaccionaría mi padre que, sin dudar, ejecutó la estocada final para liberarse de todos esos años de tortura.
Las pasamos negras, pero nunca volvimos a vivir el espanto de un padre que llega a la casa a intoxicarlo todo con su violencia.
Con los años me hago consciente de la valentía de mi madre, de su capacidad para hacerse cargo; muchas veces me he dicho que no sé cómo fue capaz de lograrlo. Hoy lo digo sin titubear: es que es mujer y esa valentía sólo puede ser resultado de la resistencia del sobreviviente.
Sobrevivir es un entrenamiento de guerra por el que hemos pasado todas las mujeres. De diferentes formas, pero sé que no me equivoco cuando digo que todas somos sobrevivientes de un sistema violento y patriarcal. ¿Cómo no vamos a tener hoy la entereza de un ejército de fuerzas especiales?
Es domingo 8 de marzo, tengo la boca seca y me escuecen los músculos de las piernas, luego de que por la mañana corrí nueve kilómetros en el bosque y más tarde caminé seis horas durante la marcha de las mujeres. Vi tantas cosas, sentí tantas emociones atravesándome el pecho que no sé por dónde empezar.
La primera fue comprender el poder indestructible de la tribu, lo que somos juntas. Cuando salí de mi casa rumbo al metro iba sola, con mi playera violeta y mi pañuelo verde. Me sentí observada por los hombres con los que me topé en el camino; pensé en quitarme el guante pero me dije que no, que de eso se trataba, de resistir. Y apenas entrar al metro la sensación fue otra, incontables estudiantes vestidas de violeta, juntas, emocionadas. No recuerdo haber visto el metro tan lleno en mi vida y llevo veinte años transportándome por toda la ciudad en ese medio.
Cuando llegué a la explanada del Monumento a la Revolución el corazón me dio un vuelco. Llevo al menos 18 años saliendo a marchar por diferentes causas, no recuerdo una tan nutrida y que conjuntara tan diversas clases sociales, la transversalidad vestida de violeta me retumbó en el esternón al grito de Ni una más, ni una más, ni una asesinada más.
Como pude llegué al Frontón México, que era el punto de reunión con mi gente. Éramos miles que nos ofrecíamos disculpas por los empujones mientras sonreíamos y nos ayudábamos a pasar al otro lado.
"Cada vez que una mujer tiene acceso a decidir por sí misma, que una mujer puede pelear por su vida, todo el sistema alrededor suyo se mueve".
Me trepé a un ventanal para mirar desde arriba. El infinito no estaba en el cielo, sino bajo mis pies. Todas esas mujeres vestidas de morado, de todas las edades, de todos los colores de piel, todas esas melenas alborotadas o cubiertas por un sombrero, todas gritando: Se va a caer, se va a caer, el patriarcado se va a caer.
Desde ahí pude reconocer a mi hermana, se nos iluminó la cara al vernos; salté y me uní a ellas. Lo que siguió fue una fiesta: grité, bailé, canté, corrí, tuve miedo, aplaudí, seguí gritando. Cuando llegué a la plancha del Zócalo comprendí exactamente por qué estaba ahí, cuál es el corazón de este movimiento, y eso me reconectó con aquella imagen de mi madre decidiendo ponerle un alto a la violencia de mi padre. Reparé en cómo nos cambió la vida esa decisión suya.
La primera en hablar fue la señora Irinea Buendía, madre de Mariana Lima, asesinada por su esposo, un policía judicial que manipuló los hechos para que se creyera que Mariana se había suicidado. La señora Irinea peleó hasta conseguir que el caso de su hija llegara a la Suprema Corte de Justicia de la Nación y se atendiera con perspectiva de género. La escuché contar su dolor en el Zócalo y lloré de tristeza, de vergüenza y de esperanza.
Siguió la madre de Mayra Abigail Guerrero Mondragón, la hermana de Sara Abigail Salinas Sandoval, la señora María Patricia Becerril, quien remató preguntando: Yo quiero saber, querido México, cuántas muertas más necesitas para darte cuenta del problema.
Mientras las escuchaba, me pregunté: ¿y dónde están los padres, los hermanos? ¿Por qué son siempre las madres las que se dejan la vida pidiendo justicia para sus hijas?
Quizá es porque nunca les hemos importado. Porque se han acostumbrado a que seamos seres humanos de segunda, ciudadanas por complacencia de ellos.
De regreso a casa vi cientos de fotos de esta marcha intergeneracional, mezcla de tantas clases sociales, transversal. Niñas, ancianas, estudiantes, ahí estábamos todas. Si hay un movimiento aglomerador es éste: las mujeres compartimos una historia común, la de la violencia de género en sus múltiples formas.
Pero cada vez que una mujer es capaz de poner un alto, cada vez que una mujer tiene acceso a decidir por sí misma, cada vez que una mujer puede pelear por su vida, todo el sistema alrededor suyo se mueve.
Faltan muchas batallas que dar, pero sé que hoy somos otras. Estamos en las calles, evidenciando a los abusadores en nuestros trabajos, al interior de la familia, estamos diciendo basta. Y si las mujeres somos otras, el mundo será otro. Tengamos eso por seguro.
Así que amigo, hermano, ilustre desconocido, ciudadano imberbe o experimentado, hombre, le traigo un mensaje: el mundo tal y como usted lo conoce va a cambiar, la sistémica desigualdad de género que le favorecía se va a derrumbar desde sus cimientos. El proceso es irreversible. Le convendría mucho empezar ya un camino de entendimiento, adaptación y transformación.
Si no quieren, señores, no cambien. Porque les tengo noticias, el cambio no se trata de ustedes, sino de nosotras. Y nosotras ya somos diferentes pero las que vienen, lo serán más.