Torcido como un cheto

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Foto: larazondemexico

No vuelvo a ser escritor.

Si reencarno, si tal cosa existe, me dedicaré a cualquier otro oficio, vendedor de cobertores en las ferias de pueblo, chamán de ceremonias de ayahuasca, profesor de buceo, lo que caiga, menos a teclear.

Ser escritor significa sufrir dolores de espalda. Pasa uno demasiado tiempo en determinada posición que alcanzado cierto tiempo, el cuerpo comienza a cobrar factura. Entonces comienza la danza para acallar dicho tormento.

Traumatólogos, fisioterapeutas, quiroprácticos, hueseros, curanderas, se recurre a todo con tal de procurar alivio. Pero las cosas se complican especialmente porque es una lesión que se muerde todo el tiempo la cola. El estrés te va a causar dolor de espalda. Es un círculo vicioso. Porque a su vez el dolor de espalda te va a causar estrés.

El escritor es una bestia de carga. Pero lo que soporta en el lomo es estrés. El estrés de luchar contra lo que escribe. Y cuando las cosas no suceden como él lo planea, la espalda sufre más.

Sólo existen dos tipos de escritores que no sufren dolor de espalda. Aquellos que no le invierten demasiado tiempo a la hora-nalga son los que publican los peores libros, y los que han conseguido domar al maldito toro mecánico de la postura.

Ser escritor implica tener una mala postura. Al pasar demasiado tiempo sentado la gravedad comienza a tirar hacia debajo de la columna vertebral. Sin percatarse, el cuerpo comienza a vivir una vida independiente. Mientras la mente y las manos están asidas a la página.

"El escritor es una bestia de carga. Pero lo que soporta en el lomo es estrés".

Yo nací torcido. De la mente. Y del cuerpo me torcí después. Toda mi adolescencia dormí en un sillón. Desde mis inicios de escritor la mala postura ha sido mi religión. Si en mi horizonte estaba vislumbrado el dolor de espalda, la escritura se encargó de duplicarme el suplicio. Es lo que la gente llama bromas macabras de la vida. Como a Mick Mars de Mötley Crüe, que tiene espondilitis anquilosante y su profesión es guitarrista de una banda de rock.

Con el dolor de espalda vienen muchas danzas. Una de ellas es la danza de la silla. Elegir una para trabajar se convierte en el centro de tu vida. Yo he corrido con suerte. En los últimos diez años sólo he utilizado tres distintas. Pero conozco autores que cambian de silla como cambian de calcetines. En sus últimos años, Fogwill empleaba una silla en la que más que sentarse, se acostaba. Lo que conlleva cierta ortopedia. No podía ser de otra forma.

El escritor es un minusválido en cierto grado. En mis años de acudir a rehabilitación he conocido personajes memorables. Como aquel exguarro de Carlos Herrera, el exalcalde de Gómez Palacio. Quien fuera mano derecha del Chapo en La Laguna. No puedo decir su nombre, por obvias razones. En cambio diré que tenía la estatura de Luca Brasi. Pesaba más de ciento treinta kilos y tenía manos de Blue Demon. Quien me conozca en persona sabrá que no soy un cabrito recién deslechao. Pero el exguarro poseía una fuerza que podía estrangularme como si yo fuera un muñeco de trapo. Un día volví a la casa donde ofrecía masajes, pero no lo encontré. Nadie se sale de la mafia. O una de dos. Lo mataron. O está por ahí en la clandestinidad todavía dando sus masajes. Siempre me decía: no vayas a escribir nada de lo que te cuento, pinche Charly. Pero en esos momentos yo en lo único que podía pensar era en que ya acabara de manosearme.

Nunca pensé encontrar a alguna persona que fuera capaz de infligir tanto dolor. Hasta que conocí al Nazi. Un traumatólogo que me presentó Diego Rabasa. Yo no sé por qué estudió medicina. Habría tenido una carrera brillante en la lucha libre. O como madrina de la judicial.

En 2013 encontré una terapia para mi dolor de espalda. La natación. Pero en estos tiempos de cuarentena estoy pagando caro el encierro. Ya me resigné. Sé que mi dolor de espalda no desaparecerá. Que me lo llevaré a la tumba. Pero también sé que sin ese dolor no sería el tipo de escritor que soy. Que necesito estar torcido. Así como otros necesitan estar desiertos o rotos o vacíos. Necesito ser una anomalía. Y lo digo sin asomo de cursi. Los escritores o los músicos que más me gustan son una anomalía. Pero no una adquirida. No una fingida. Es una congénita.

He tratado de enmendarme. De enderezarme. Como la oveja descarriada. Pero es inútil. Necesito mis desviaciones.

Ser escritor equivale a ser una edecán. Es quitarse cada noche los tacones altos y sobarse los pies.

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