Dispepsia cowboy

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Foto: larazondemexico

Como adicto a la farlopa siempre he considerado mis bienes más preciados el corazón, el hígado y la nariz. No vaya a terminar como el colombiano que se extirpó la nariz para parecer calavera. El mito de que usando billetes puedes contraer una infección puede convertirse en realidad.

Una ocasión alguien me advirtió que el perico jodía el aparato digestivo. Lo ignoré como si de un vendedor de biblias se tratara.

Cuando eres un reconocido cocainómano te está prohibido rechazar un pase. No puedes negarte. Es como si Messi se rehusara a meter un gol. El problema es que aquellos que te alientan se meten cuatro, cinco rayas o un gramo y se marchan a casa. El adicto consumado no. Va a seguir por días. Conseguirá más coca y se encerrará a solas con los audífonos puestos a esnifar y beber hasta que salga el sol. Entonces un día estás en una fiesta y levantas la jeta y observas a la gente que te rodea y te percatas de que eres quien más consume.

Aquella noche, después de 72 horas de periquear, beber, periquear, beber, periquear, estaba dormido cuando tres sujetos de esos que llaman las narices más violentas de la frontera, más una amiga de ellos, me despertaron al ponerme coca en las fosas nasales como si fuera a esnifar por reflejo condicionado. Es una experiencia bonita, no voy a negarlo, como cuando tu chica te despierta mamándotela.

Aspiré una línea y un láser de dolor instantáneo me dobló por la mitad. Así que aquí termina el siglo XX, me pregunté. El cocainómano es un ser acostumbrado al dolor. Tu umbral debe ser alto para ser un yonqui. Nunca escucharás a un adicto quejarse de un padecimiento físico a menos que sea una dolencia que necesite de la intervención de opiáceos. Aquello era nuevo. Uno no conoce de verdad su cuerpo hasta que no experimenta esos aguijonazos insospechados.

"Es ahora, me dije. Y se los solté. No me siento bien, tengo que ir a urgencias".

Cuando la crisis ataca al adicto sólo tiene dos salidas: desquiciarse o mantener una calma zen que no posee. Decidí ignorar el cuchillazo en las tripas con terapia de choque. Es decir: otra raya. A las dos de la madrugada es demasiado tarde para recomponer el rumbo. El día que renuncie a la cocaína perderé mi personalidad, me desvaneceré, dejaré de ser yo. La gente que me rodea me retirará su amistad.

Si en algún momento la colitis no te hace su cliente fracasaste como cocainómano, pero aquel episodio gástrico pronosticaba una paralización del intestino.

La chica no consumía, pero traía una peda tan calamitosa como las de los editores indies en las ferias de libro.

No me atrevía a decirles a los presentes que no soportaba el dolor. No contaba con la sapiencia moral suficiente para pedirle a alguno que por favor me llevara al hospital. Las bestias no tenemos derecho a sentir dolor. Ignoro cuántos minutos transcurrieron. De repente la habitación comenzó a dar vueltas. Me subió la presión, pensé alarmado. Me va a dar un stroke.

Justo cuando me iba a abrir de capa y confesar que estaba a punto del colapso, la chica casi se desmayó de borracha. Uno de los presentes se apresuró a pedirle un Uber. Me odié con toda mi alma. Nada me repatearía más que tener que lidiar con un cabrón a punto del pasón cuando yo me drogaba tranquilamente.

El taxi llegó y uno de mis amigos acompañó a la chica. No es que me salvara la campana, porque uno puede hacerse pendejo unos segundos pero luego viene el siguiente round. Entonces me comencé a terapear. Hablar consigo mismo es uno de los performances ineludibles del adicto. Me comencé a injuriar por mi nivel de aburguesamiento. Carlos, por favor, me reprendí, te has metido un siglo de sustancias y ahora te van a tumbar unas rayas de cocaína. Componte, con una chingada. Tienes una reputación que mantener. Pero el autoregaño no surtía efecto. Me destapé otra cerveza.

Rechacé la siguiente línea. Los tres seguían drogándose como profesionales. El celular de uno sonó. Era el chofer del Uber. La chica había conseguido bajar del coche, pero había perdido el sentido en la puerta de su casa. Es ahora, me dije. Y se los solté. No me siento bien, tengo que ir a urgencias.

Qué tienes, me preguntaron. Siento que me está dando un infarto. Cálmate, trataron de tranquilizarme, no tienes nada. Llévenme al hospital, rogué. Pero no me hicieron caso. Mientras hacían otras rayas me dieron una benzodiazepina y apagaron el fuego de mi estómago con varios sobres de Riopan. Conseguí recuperar el temple. No, no me estaba dando un infarto. Era un ataque tan fuerte de colitis que el dolor me hacía ver estrellitas como en los dibujos animados. La noche había terminado para mí.

Días después acudí al médico. Había sufrido un episodio gástrico monumental. Lo que nunca me esperé, que la coca me madreara el intestino. Colitis, esofagitis, dispepsia, gastritis, las tenía todas.

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