Como todo mujeriego, yo vivía frustrado. No por escasez. Por exceso. Yo quería tener sólo una mujer, pero no lo lograba, tuve cuatro mujeres al mismo tiempo y me pareció poco. Me queda claro que es por obra de los demonios, y en las pocas ocasiones en que me encontraba solo pensaba necesito terminar con esto, pero —mierda, luego me conseguía otra.
Acudí al psicoanalista. Siempre consideré a los psicoanalistas como unos expertillos que ilusionan a los pacientes ignorantes poniendo caras pensativas cuando en verdad ni siquiera escuchan lo que les dicen, el caso es que ahora tenía ganas de consultar a uno de esos astutos embusteros.
Una de mis... de mis... mis amigas me pasó una tarjeta con un nombre, J. Adler. Investigué el apellido, Adler. Era el nombre de un psiquiatra judío (me caen bien los judíos. Por lo general son inteligentes, competentes, honestos) que había colaborado con Freud, pero después de algún tiempo se apartó de él considerando que sobrestimaba el factor sexual. No me gustó saber eso, pero aun así decidí buscar al doctor Adler.
Le pedí una consulta a su secretaria.
El consultorio del doctor Adler estaba en un edificio casi todo ocupado por médicos. En el pasillo del vigésimo piso comprobé el nombre en la puerta, J. Adler. Toqué el timbre.
Una voz contestó, “¿Diga?”
“Tengo una cita con el doctor Adler.”
“Su nombre, por favor.”
Le di mi nombre.
La puerta se abrió con un pequeño ruido. Debió ser del control remoto.
Entré. La sala de espera era amplia y confortable, con sofás y sillones.
“Buenos días”, dijo la secretaria, una mujer joven y bonita, rubia. Mirando su blusa imaginé sus senos, después, aun sin verlas, sus piernas, y luego —¡mierda! ya era una persona enferma.
Me senté en uno de los sillones. A un lado había una cesta con revistas en diferentes idiomas. Tomé una en inglés, me gusta el idioma inglés, por su simplicidad. Nuestro idioma está lleno de verbos intransitivos. Me puse a pensar en los verbos de ambos idiomas, en los adjetivos, etcétera.
Mis elucubraciones fueron interrumpidas por la secretaria, que me dijo, abriendo una puerta:
“Pase, por favor.”
Entré. Una mujer joven me recibió.
“Busco al doctor Adler”, le dije.
“Soy yo, la doctora Jéssica Adler”, respondió.
No quedé boquiabierto porque cuando me quedo estupefacto —como en aquel momento, al verificar que la J. no era de Jacob, ni de Josué, ni de Jeremías, ni siquiera de José, sino que era de Jéssica—, cuando quedo pasmado no abro la boca, por el contrario, cierro la boca y aprieto los dientes.
Entré. La doctora Jéssica, se prestaba a la imaginación, tenía senos pequeños, nalgas firmes, rodillas... ¡mierda! Cerré los ojos. Tropecé con una silla, con algo, no sé qué era, tenía los ojos cerrados. La doctora Jéssica me tomó del brazo y me sentó en un sillón. Yo seguía con los ojos cerrados.
“¿Está usted sintiendo algo?”
“Debilidad, debilidad, doctora...”
Seguí con los ojos cerrados y, al abrirlos, vi que estaba sentada frente a mí.
“¿Cuál será la causa de su debilidad?”, me preguntó, subrayando de manera casi imperceptible la palabra debilidad. ¿Era desdén? ¿Menosprecio? ¿Ironía?
LA DOCTORA JÉSSICA se levantó y se sentó en la silla del escritorio, escribió varias recetas y me las entregó.
“Debe usted hacerse estos exámenes y traerme los resultados, por favor.”
Tomé la orden de los exámenes, que metió en un sobre, y salí apresuradamente del consultorio, creo que ni me despedí.
En la calle me detuve cerca de un bote de basura, arranqué las órdenes de examen del sobre, rompí el sobre y lo tiré en el basurero, un recipiente de metal fijo a un poste. En seguida doblé las hojas de las solicitudes para que entraran fácilmente en la abertura del bote, pero no lo conseguí. Mi mano se paralizó. Finalmente, en una lucha tan intensa que me hizo perder el equilibrio, me alejé del basurero con los papeles en la mano.
UNA SEMANA MÁS TARDE, con los resultados de los exámenes, volví al consultorio de la doctora Jéssica Adler. Llevaba lentes oscuros que no permitían que mi interlocutor viera mis ojos.
Ella examinó las varias hojas del laboratorio.
“Señor José, los resultados de sus exámenes indican que su salud es perfecta.”
“Doctora Jéssica... yo... yo...”
“¿Sí?”
Nos quedamos callados, yo indeciso, ella expectante.
“¿Sí?” dijo Jéssica.
“Sufro de... sufro de...”
Me callé otra vez.
Los dos nos quedamos en silencio.
Una semana más tarde volví al consultorio de la doctora Jéssica Adler a la hora en que me citó. Llevaba lentes oscuros que no permitían que mi interlocutor viera mis ojos.
Después de sentarnos, me preguntó.
“¿Y entonces, señor José?”
“Sufro de satiriasis, doctora Jéssica. En la mitología griega, Sátiro era considerado un semidiós sensual, libertino, con la mitad del cuerpo de hombre y la mitad de cabra, con cuernos, habitante de los bosques. Así es como me siento últimamente. Quiero un medicamento para quedar impotente. ¿Conoce usted a Luis Buñuel?”
“Sí, vi varias de sus películas. Mi preferida es Ese obscuro objeto del deseo. Por motivos freudianos, claro.”
“¿Sabía usted que decía que el momento de mayor felicidad en su vida fue cuando quedó impotente?”
“No...”
“Quiero sentir esa felicidad. Mi vida personal y profesional se han perjudicado, sólo voy a la oficina para satisfacer mis compulsiones, en vez de clientes, recibo mujeres para cóger-
melas, duermo mal, tengo pesadillas, por favor, doctora Jéssica, deme una medicina.”
“Señor José” —olvidaba decir que mi nombre es José—, “señor José, la impotencia es un síntoma patológico como la satiriasis”.
“Pero seguramente no es tan estresante.”
“Quiero hacerle una propuesta. Como usted sabe, soy judía, y nosotros, los judíos, tenemos una sed insaciable de conocimiento.”
“Sí, lo sé”, respondí.
“Me gustaría investigar su síndrome. No va a ser muy tardado, unas tres sesiones semanales por algún tiempo. No le voy a cobrar las consultas, en realidad seré yo quien estará en deuda con usted. Le garantizo que quedará curado...”
La promesa de cura me hizo aceptar lo que la doctora Jéssica me proponía.
En nuestras reuniones —llamémoslas así—, la doctora Jéssica no se quedaba callada, como yo suponía debe ser el comportamiento de los analistas. Después de algún tiempo, me quité los lentes oscuros y por primera vez pude ver el rostro de una mujer, siempre veía senos, nalgas, vaginas, ahora conseguía ver los ojos azules de la doctora Jéssica, su nariz, su pelo. Después de algún tiempo, ya me decía José, sin el señor, y yo le decía Jéssica, sin el doctora. Y después de más tiempo todavía, fuimos juntos al cine. Y después de más tiempo nos casamos.
Volví a trabajar. Contraté a dos asistentes. Mi oficina está siempre llena de clientes.
¿Satiriasis? ¿Impotencia? Eso es cosa de enfermos. Tengo una mujer, sólo una, soy feliz y nuestra vida sexual es maravillosa.
Los psicoanalistas no son expertillos. Ni los pacientes son ignorantes.
“Satiríase e impotência”, en Calibre 22, Editora Nova Fronteira, Rio de Janeiro, 2017.