En 1918, un joven suizo decidió encerrarse en su departamento parisino con una generosa dosis de coñac y suficientes cigarros para sobrevivir en casa la epidemia de influenza española. A los pocos años, ese joven cambiaría su nombre de Édouard Jeanneret a Le Corbusier y revolucionaría el mundo de la arquitectura, en gran medida gracias a las reflexiones que nacieron durante esos muy largos días de confinamiento.
Hace unos días, una amiga me contaba que su padre le llamó con una revelación; según el señor, los japoneses habían descubierto que el whisky es un remedio contra el coronavirus. Había caído en las garras de la charlatanería y las fake news, aunque me dio gusto pensar que, como Le Corbusier, el padre de mi amiga seguramente se salvará, no por la bebida, sino por inadvertidamente hacer cuarentena para sobrellevar las crudas. De igual forma, el ideólogo del funcionalismo no se quedó en casa para evitar el contagio. No, él estaba seguro de que la clave para evitar contagiarse del virus era beber coñac y fumar. Mientras las mentes más creativas del momento sucumbían a la enfermedad, Le Corbusier sorbía la copa coñaquera y observaba los cuatro muros de su casa. Y ese confinamiento transformó la forma de vivir —y construir— hasta hoy.
"El hacinamiento había convertido a los barrios antiguos en focos rojos de influenza… se creía que se propagaba en el aire".
DURANTE LOS SIGUIENTES AÑOS, Le Corbusier se obsesionaría por la relación entre espacio y enfermedad. Entre 1920 y 1921 publicó una serie de artículos en la revista L’Esprit Nouveau, en los que proponía las nuevas formas de la arquitectura, bajo la premisa de que “Existe un espíritu nuevo”. Para Le Corbusier, esas formas y ese espíritu debían responder, sobre todo, a una visión fresca sobre la higiene en las ciudades. En 1923, estos artículos se reunieron en el libro Hacia una arquitectura; sobre su publicación, el arquitecto afirmó en 1928 que “es el testimonio de un espíritu limpio”. Así, vemos cómo limpieza, suciedad e higiene son los hilos conductores de su libro-manifiesto, entre los cuales se tejen también ideas sobre la geometría, la plástica y la emotividad de la arquitectura.
En sus momentos más radicales, Hacia una arquitectura propone destruir ciudades enteras para poner en su lugar modernos rascacielos. Hoy nos resulta completamente inverosímil pensar que alguien quisiera demoler construcciones históricas en orbes de tal riqueza patrimonial como París para poner en su lugar ciudades-torres —o, como las conoceríamos después, unidades habitacionales. Sin embargo, la propuesta no resultaba descabellada en su contexto, pues la insalubridad y el hacinamiento habían convertido los barrios antiguos en focos rojos de influenza y tuberculosis, y se creía que estas enfermedades se propagaban en el aire.
Ya es hora de repudiar el trazo actual de nuestras ciudades, mediante el cual se acumulan los inmuebles arracimados, se enlazan las calles estrechas y ruidosas, que hieden a gasolina y polvo, y donde los pisos de las casas abren a pleno pulmón sus ventanas sobre estas suciedades —declama Le Corbusier, quien por cierto se nacionalizó francés.
Y continúa, “a partir del piso catorce reina la calma absoluta, el aire puro”. Dos años después de la publicación de su primer libro, el suizo tramaba el Plan Voisin, un proyecto urbano que suponía sustituir el barrio parisino Le Marais por un proyecto urbano de torres con superficies limpias, áreas verdes y sistemas de circulación para automóviles. Se trataba de un modelo para La ciudad del futuro, como titularía su siguiente publicación; en ella afirmaría que “La higiene y la salud moral dependen de la traza de las ciudades”.
LA PREOCUPACIÓN por el aire puro continuaría ocupando a Le Corbusier a lo largo de su carrera, pero el suizo no era el único arquitecto que se preguntaba por el impacto de la arquitectura en la salud pública. Mientras escribía sobre cómo “la suciedad infecta los alrededores” y diagnosticaba cirugías reconstructivas para todas las ciudades de Europa, otros observaban detalladamente los nuevos sanatorios y tomaban nota. En Light, Air and Openness, el historiador de la arquitectura Paul Overy detalla cómo estos tres conceptos (luz, ventilación y espacios abiertos), esenciales para la arquitectura moderna, fueron importados del ámbito hospitalario y aplicados en la vivienda.
La tuberculosis había sido una preocupación sanitaria aun antes de la llegada del virus de la influenza española, pero tras la epidemia comenzó un auge en la construcción de hospitales para tratar enfermedades respiratorias. Estos nuevos complejos tenían tres ejes conceptuales: buena circulación del aire, presencia de luz natural y superficies fáciles de limpiar. La noción de que la tuberculosis podía ser tratada con aire fresco no era, por supuesto, una idea de vanguardia. Desde el siglo XIX se enviaba a quienes contraían la enfermedad a pasar temporadas en el campo; lo novedoso ahora era poner la ventilación al centro del programa arquitectónico, como medida para combatir el contagio.
LA ESTÉTICA de estos nuevos hospitales tendría un enorme impacto en los arquitectos modernos, quienes vieron su potencial para transformar la vivienda. En las casas se rompieron muros para crear el famoso plan abierto y las ventanas se convirtieron en protagonistas de la fachada. Y la revolución higienista no se detuvo en la arquitectura, también habría de cambiar por siempre al diseño. Los muebles adquirieron formas más sencillas, sin recovecos donde se pudiera esconder el polvo. Por otro lado, los materiales industriales —fáciles de limpiar— tomaron por asalto las casas de todo el mundo, con salas de mobiliario tubular y cocinas de acero, como el de las mesas quirúrgicas. Al mismo tiempo, los clósets y las cocinas integrales fomentaban el orden, en tanto las revistas de moda enfatizaban sin descanso el mal gusto de la decoración exagerada.
Cien años después de aquella experiencia de confinamiento y enfermedad estamos de nuevo en casa. Ojalá volvamos a reflexionar sobre nuestras ciudades, de nuevo inhabitables por su movilidad insostenible y la rapiña inmobiliaria, para que no regresemos a una normalidad que no tenía nada de normal.