Confinado al fondo de su grieta en el muro, el alacrán escucha todos los días, antes de las siete de la mañana, a los trabajadores de limpieza sacar del edificio donde habita los botes de basura y volcarlos a su pestilente camión. Poco después se oye el ronco grito de los repartidores: “¡El gaaaaaaasssss!”. A mediodía, el arácnido repta por un Oxxo, un Seven o por el pequeño Sumesa cercano y observa a los siempre vilipendiados empleados de estos comercios trabajar sin queja. Al filo de las tres de la tarde, el escorpión pasa por la cocina económica donde ha comprado guisados caseros durante los más de cincuenta días de sana distancia. Ahí saluda a la cocinera, señora amable y animosa siempre, quien con sus hijos mantiene abierto el comedero: “Qué nos queda, trabajar más”, dice risueña y preocupada.
Una tarde, el venenoso pudo incluso escuchar al señor de la marimba —como ya se le conoce por el rumbo—, con su instrumento de cálido sabor istmeño. A lo largo de estos días de cuarentena, ha visto también cumplir con su trabajo a los empleados de farmacias, de tienditas y misceláneas, al muchacho vendedor de flores en su puesto de la esquina, al fortachón de los garrafones de agua en su triciclo de pedales, a los incontables repartidores de comida en sus motonetas, a los bicicarteros del servicio postal.
El alacrán podría hablar también de los menospreciados docentes, maestras y maestros cuyo trabajo está siendo revalorado por los padres y madres al verse obligados a batallar con los niños y niñas en casa, a esforzarse porque continúen su aprendizaje en condiciones inusitadas. ¿Y qué decir de las enfermeras, los conductores de ambulancias, paramédicos, camilleros, asistentes y otros empleados imprescindibles de la salud?
"Los nadie de siempre, tan indispensables como ignorados, siguen ahí, trabajando".
La emergencia sanitaria muestra cómo estas personas resultan esenciales para el funcionamiento de la sociedad. Los sin nombre, los nadie de siempre, tan indispensables como ignorados, siguen ahí, trabajando en el fragoroso trajín de todos los días. A pesar de ello, estos hombres y mujeres sufren la mayor precarización social y económica, y sobre todo su invisibilización en sociedades clasistas, discriminadoras, idólatras de la meritocracia.
El venenoso nunca peca de optimismo. No cree en quienes desde el privilegio de su encierro engolan la voz para solidarizarse de lejecitos con estas personas, cuando no lo han hecho nunca. Tampoco piensa en el regreso idílico a la nueva normalidad con una conciencia social más solidaria y generosa. Un mes después de esta crisis, la vida volverá a la lucha descarnada por la supervivencia, el poder, el control, el dinero. Sólo para los miles que han perdido a alguien cercano la vida no volverá a ser igual.