Normalidad y goce del autoesclavismo

¿Qué necesidades profundas satisface ir a comprar ropa a Zara tan pronto como alguien puede dejar la cuarentena? ¿Cuánto revela sobre la sociedad global ese acto de consumo aparentemente fútil? ¿Realmente ejercemos nuestra libertad al decidir llevarnos a casa tal o cual producto? ¿De qué modo esas conductas hallan eco en el capitalismo voraz y la vigilancia extrema que, todo indica, serán signo de los tiempos por venir? La crisis del Covid-19 lleva a Bibiana Camacho a ensayar algunas respuestas.

Normalidad y goce del autoesclavismo
Normalidad y goce del autoesclavismo Foto: Fuente: webespacio.com

Mucho se habla en estos días de que la situación mundial no puede seguir así, que seguramente al terminar el encierro a nivel global —punto que, por lo demás, no se ve próximo—, la vida tendría que ser distinta, mejor, más amable, menos agitada, más sencilla, menos pretenciosa. La nueva normalidad ha surgido como un tema recurrente derivado de la pandemia y las dudas respecto a cómo será ésta se disparan cuando en Francia, una vez que se aligeraron las medidas de contingencia y algunas tiendas abrieron, muchas personas corrieron a formarse en sucursales de la franquicia española de ropa Zara. El linchamiento mediático y superficial no se hizo esperar: ¿cómo es posible que lo primero que hagan sea ir a comprar ropa? ¿En serio?

UNA RECOMPENSA EMOCIONAL

Hace veinte años o quizá más, mi hermano y yo fuimos a una tienda Zara en temporada de rebajas. Los pasillos eran una locura, la gente arrebatándose prendas, aventándose e insultándose por quedarse con un producto. Nosotros escogimos un par de prendas y nos dirigimos a las cajas. En cuanto vimos la fila impresionante volteamos a vernos, entre divertidos y avergonzados. Devolvimos las prendas a un montón que estaba cerca y sin dudarlo salimos para ir a tomar unas cervezas. Nunca regresamos. Detesto las aglomeraciones, hacer fila y esperar.

¿Qué motivos emocionales provocaron que precisamente esas tiendas se abarrotaran? ¿Qué necesidad interna de la clientela atendían? ¿Lograron satisfacerla? En El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital (Anagrama, Barcelona, 2017), la escritora y ensayista española Remedios Zafra afirma que no se puede exigir a los sometidos un comportamiento heroico. Me pregunto cuántas de esas mujeres que abarrotaron los almacenes tan pronto como salieron se habían dedicado afanosamente las semanas previas a los cuidados de la pareja y/o los hijos, al trabajo a distancia y la limpieza.

En particular este último, el terrible “mal del ama de casa”, como le dice Doris Lessing, afecta sobre todo a las mujeres, que cargan con la responsabilidad casi exclusiva de mantener la casa limpia y ordenada, más aún ahora que el virus se ha revelado como particularmente peligroso en ambientes que carecen de una limpieza más profunda y frecuente de lo acostumbrado hasta antes de esta crisis sanitaria global. ¿El comportamiento de esas mujeres representaba una especie de recompensa, un gusto, un instante de felicidad? Me gustaría saberlo.

LOCURA POR EL LABIAL

Hace aproximadamente cien años, tanto durante la epidemia de la influenza como en la crisis de la Gran Depresión, se dio un fenómeno llamado efecto pintalabios. En ambos casos la escasez económica fue severa, por lo que los objetos lujosos estaban fuera del alcance de la mayoría de la población. Quizá precisamente por lo anterior, la venta de productos labiales se disparó en Estados Unidos. La historiadora de la cultura Ruth Brandon afirma en su libro La cara oculta de la belleza. Helena Rubinstein, L’Oréal y la historia turbia de la cosmética (Tusquets, Barcelona, 2013), que este fenómeno se repitió en Nueva York después de los ataques terroristas de 2001 y una vez más durante la profunda recesión en el invierno de 2008-2009. En la época actual el cubrebocas, artículo indispensable que se usará de manera indefinida, cancela la posibilidad de mostrar distintos tonos de color en los labios. Entonces, ¿quizá ahora la opción sea acudir a una tienda de ropa fast fashion, de precio bajo y poca calidad?

Sorprendentemente, según nota de Milenio (20 de mayo, 2020), la marca de cosméticos L’Oréal de México anunció que sus ventas por internet crecieron quinientos por ciento durante el mes de abril pasado, en comparación con el mismo periodo del 2019. Se me escapa el significado de estos fenómenos, tengo muchas preguntas y ninguna respuesta. Quizá ante el desastre, un instante efímero de felicidad sea todo lo que busquemos.

La acumulación y el consumo han sido alentados en cada etapa del capitalismo. Las estrategias ante las grandes crisis siempre han consistido, entre otras cosas, en abaratar el costo del trabajo y esconder la explotación. De por sí, empresas como Zara y muchas otras esclavizan a sus empleados por sueldos de miseria. ¿Qué podemos esperar cuando la pandemia haya sido superada?

Desistir es el verdadero instante humano. ¿Seremos capaces de desistir del consumo irreflexivo? 
Los nuevos tiempos han limitado nuestra capacidad de elección.

EPIDEMIAS Y GUERRA

La peste negra ocurrida entre 1345 y 1348 arrasó con los artesanos, campesinos, trabajadores. Las jerarquías sociales se desnivelaron y la disciplina colectiva se vio trastocada. Ante la inminente enfermedad y la muerte a la puerta, las personas dejaron de preocuparse por el trabajo, por las regulaciones sociales o sexuales; querían pasarla bien y organizaban fiestas sin pensar en el futuro que ya tenían negado. La mortandad fue terrible; se calcula que la peste diezmó al sesenta por ciento de la población europea, por lo que la mano de obra disminuyó drásticamente. La gente que tuvo conciencia de esta carestía se fortaleció y rompió las ataduras del dominio feudal.

Como señala la historiadora y feminista Silvia Federici en Calibán y la bruja (Traficantes de Sueños, Madrid, 2014), la escasez de mano de obra causada por la epidemia modificó las relaciones de poder en beneficio de las clases bajas. Mientras los cultivos se pudrían y el ganado caminaba sin rumbo, los campesinos y artesanos se adueñaron de la situación y se negaron a aceptar por más tiempo su condición de esclavos, a seguir las crueles costumbres impuestas por los señores feudales y, sobre todo, a pagar el excesivo tributo que se les exigía.

La gripe española, en cambio, coincidió con la Primera Guerra Mundial y resulta imposible contabilizar a las víctimas de uno u otro suceso. Las similitudes con la pandemia de ahora no son pocas: ataque brutal a las vías respiratorias, fácil propagación, medidas de emergencia, aislamiento e higiene, ignorancia científica, escasez de personal sanitario, acumulación de muertos en cantidades estratosféricas.

Aquella pandemia llegó a nuestro país durante la Revolución Mexicana. Inició en el norte del país y se propagó rápidamente. La prensa de la época criticó al gobierno por no tomar a tiempo las medidas necesarias. Desde octubre de 1918 hasta diciembre del mismo año, el número de fallecidos era escandaloso y difícilmente se podía identificar cuántas muertes eran imputables al conflicto armado y cuántas a la influenza. Ante la gravedad del asunto se cerraron lugares de encuentro social y se suspendió el tráfico de once de la noche a cuatro de la madrugada, cuando brigadas de fumigación patrullaban las calles. Las consecuencias de estos dos eventos fueron desastrosas para la población y la economía nacionales. El país, sin embargo, siguió su rumbo. No hubo cambios sustanciales en la sociedad ni se modificaron el rampante capitalismo y la desigualdad social que marcaban a México.

Normalidad y goce del autoesclavismo
Normalidad y goce del autoesclavismo ı Foto: Fuente: fee.org

EL MUNDO AUTOESCLAVIZADO

A últimas fechas se ha hecho evidente que el funcionamiento del mundo globalizado está destruyendo a pasos acelerados el planeta. La sociedad ya lleva tiempo analizando, proponiendo, filosofando acerca de un cambio de rumbo porque la Tierra no puede más, la destrucción del ecosistema es brutal, como las consecuencias del cambio climático. Además, la desigualdad ha crecido a niveles escandalosos y esta forma de vida zombificada por y desde los medios y la virtualidad nos está llevando de regreso tanto a la ignorancia como a las actitudes fanáticas propias del oscurantismo. En aquella época, los fenómenos naturales —incluidas las pestes— eran atribuidos a castigos divinos y el conocimiento científico se consideraba una blasfemia. Se parece a lo que ahora ocurre con la gente que está en contra de las vacunas o no cree que exista el bicho que ha desestabilizado al mundo y resaltado las carencias, los errores y las infamias que la mayoría de los gobiernos han cometido contra sus ciudadanos.

Hacia finales del siglo XIV, aldeas enteras se negaron a pagar multas, impuestos y rentas estratosféricas: los esclavos decidieron rebelarse. En cambio, ahora la sociedad se ha autoesclavizado, la hiperproductividad es una especie de credo no escrito que lejos de mejorar la calidad de vida la compromete, mientras la precariedad laboral aumenta sin parar.

La narradora brasileña de origen ucraniano Clarice Lispector decía que renunciar tiene que ser una elección. Desistir es el gesto más sagrado de una vida, el verdadero instante humano. ¿Seremos capaces de desistir del consumo desaforado, irreflexivo? Los nuevos tiempos han limitado nuestra capacidad de elección. Ya no es necesario que los países se invadan mutuamente para mostrarse superiores; ahora sólo basta con expandir, como una plaga, tiendas, estilos de vida, fantasías de originalidad, necesidades de consumo. Estamos inmersos en una sociedad que desde niños nos desvincula de la libre elección y nos induce urgencias absurdas y superficiales, de modo que las opciones entre las que creemos elegir libremente son aquellas que nos ofrecen a toda hora por todos los medios posibles.

¿Con qué cara el capitalismo va a seguir ofreciendo la promesa de libertad e individualidad frente al hecho objetivo de la coacción universal? ¿Y la promesa de prosperidad frente a lo innegable de la penuria generalizada? Seguramente lo hará con la misma cara de siempre, pero ahora apelando también a nuestro miedo. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han afirma que el capital es enemigo del ser humano: ya no producimos para las personas, sino para el capital. A partir de ahora nos dirán que se produce para nuestra seguridad y utilizarán el miedo irracional, alimentado por un exceso de mala información que se propaga a mayor velocidad que el virus, no sólo para que continuemos con la absurda línea de producción de cosas que no necesitamos. También querrán someternos a una vigilancia extrema.

De por sí ya conocen nuestros gustos, niveles de consumo, preferencias de entretenimiento, antojos e intimidades. Así, la vigilancia biopolítica se centrará en nuestro cuerpo y en nuestro estado de salud, como ya ocurre en varios países en Oriente. Ahora más que nunca es acertada esta reflexión de Remedios Zafra:

La digitalización del mundo ha ido acompañada de la conversión del individuo en registros y datos que nos definen a nivel económico, profesional e incluso biológico y social, en todas las dimensiones medibles del individuo, actuales y por venir. (Op. cit., p. 42).

CUANDO PUEDA SALIR DE CASA

A pesar de lo mucho que se especula sobre un cambio profundo en la sociedad, tengo pocas esperanzas. La gente parece estar ávida por volver a sus hábitos anteriores, al consumismo como modo de vida y vehículo de satisfacción efímera. No sabemos cuál va a ser el costo de la pandemia, no sólo económico —que es ya sin duda alarmante—, sino incluso a nivel psicológico. ¿Qué tipo de sociedad seremos cuando el virus se haya debilitado lo suficiente como para intentar volver al mundo como lo conocíamos? ¿Qué tipo de traumas y temores contagiados sufriremos? ¿Qué tanto estaremos dispuestos a someternos todavía más a una vigilancia extrema que controle nuestras preferencias y nuestros cuerpos a través del estado de salud?

Varios científicos y filósofos, entre ellos Emanuele Coccia y Byung-Chul Han, coinciden en que la pandemia es resultado de la crueldad y la arrogancia con la que hemos tratado a la naturaleza —destruyendo el ecosistema sin considerar que somos parte del mismo—, y que cualquier cosa que hagamos nos afectará, de un modo u otro. Recuerdo una escena de la película de dibujos animados La espada en la piedra, en la que dos brujos se enfrentan y mutan constantemente en seres cada vez más grandes y letales; al final gana el que se convierte en un ser diminuto e invisible: el virus del sarampión. Qué fácil se nos olvida que muchas veces lo inconmensurable es un ser microscópico, mutante y caprichoso.

La nueva normalidad se gesta sobre la avidez de los capitalistas, la ignorancia de una mayoría y el endurecimiento de los controles sobre la sociedad. En definitiva el mundo no será como antes y los pronósticos que conozco resultan aterradores. No tengo idea del lugar al que iré cuando finalmente pueda salir de casa, tengo muchas dudas respecto al futuro, pero de lo que estoy segura es de que iré a un sitio sin aglomeraciones, donde no tenga que esperar ni hacer fila. De preferencia, donde pueda tomarme un trago.