Diálogo nunca interrumpido con Manuel Felguérez

En arte, dar es recibir

El pasado lunes 8 de junio trascendió la noticia de la pérdida del artista zacatecano Manuel Felguérez (1928-2020), en su casa de la Ciudad de México, víctima del Covid-19. Alberto Ruy Sánchez evoca su amistad, así como sus andanzas compartidas, viajes, paseos, celebraciones. Además, indaga en los elementos que incorpora —de la geometría a la biología, de la naturaleza a la ciencia— y los recursos que componen el lenguaje visual de Felguérez: pintura y escultura que ampliaron de manera extraordinaria el horizonte de la plástica en México y el mundo.

Andrómeda, madera y metal, 2015.
Andrómeda, madera y metal, 2015. Foto: Fuente: artsy.net

En estas primeras horas de su ausencia, me visita insistente su contagiosa sonrisa. Y en ella siempre, una idea inteligente que compartir, una actitud empática y simpática. Todos saben o se enterarán estos días de la importancia mundial de su obra, su larga historia profesional llena de luchas y finalmente de reconocimientos.

Muy pocos podrán enterarse en cambio, estos días, de que esa sonrisa también estaba lista para acompañar a los jóvenes que se iniciaban al mundo del arte. Manuel dio clases sobre su oficio en varias universidades, pero más allá de ese magisterio, en el que introdujo una reflexión profunda sobre los lenguajes del arte, se atrevía a aconsejar actitudes vitales prácticas. Más de una vez lo escuché decir a un joven artista: “Nunca pretendas vivir de tus cuadros porque eso lleva a la frustración y al hambre. Vive de otra cosa, pero persevera en la calidad de tu obra. En su experimentación y en su duda: buscar lo tuyo tercamente es empecinarte en dudar”. Manuel aconsejaba terquedad y eterno aprendizaje, pero también invitaba a descubrir la plenitud del instante creativo. “Mientras pintas dedícate totalmente al ahora y a la superficie del cuadro. Pero cuando exhibas, mira más allá, sin ansiedad: la humildad ante lo que has hecho es una ambición más grande o por lo menos más larga en el tiempo”. “Además, si tu arte se vende bien o finalmente es respetado y reconocido, podrás inventar con mayor libertad maneras de compartir tu conocimiento del oficio o de invitar al goce de tus ideas con otras personas. En arte, dar es recibir”.

Tenía una idea muy clara de que su obra se acompañaba de un muy completo proyecto editorial. Y muchas veces hablamos sobre ese tema y le gustaba intercambiar ideas sobre sus ediciones en marcha. A los jóvenes artistas les decía directamente la semilla de su proyecto: “Trata de hacer siempre catálogos de cada exposición para romper la limitación de lugar y de tiempo de cada muestra. Imprimir tu obra es hacer que viaje en el tiempo y en el espacio”. Su sonrisa estaba llena de buenas ideas, de goce de la vida, de generosidad y sabiduría.

Fue creador y a la vez guardián de un universo irremplazable en el arte contemporáneo. En su obra se mantiene vivo el fuego de las inquietudes de radical libertad formal que animaron el arte del siglo XX en el mundo  .

Me cuesta trabajo desenredar todos los hilos de emociones que se abalanzan al enterarme de la muerte de Manuel, víctima del virus. El ansia inmediata por abrazar a Meche, por estar con ella, saber cómo está y la ominosa imposibilidad de hacerlo. En contraste, se me llenan de imágenes sonrientes los ojos con el recuerdo reciente, muy poco antes de confinarnos hace tres meses, de la risa y el ajetreo con el que estuvimos bailando al ritmo de una orquesta cubana en el cumpleaños número 90 de nuestra amiga Celia Chávez de García Terrés, un grupo numeroso en el que una buena parte oscilaba entre los 70 y los 90 años. Todos sabíamos que nos reuníamos por última vez en varios meses. En el grupo había un número considerable de médicos, además de escritores y artistas. Y aunque no había señal oficial de tener que guardarnos todos sabíamos que de cualquier modo en unos días tendríamos que hacerlo. Algunos regresábamos apenas de Monterrey, el mismo día que allá se reportaba el primer contagio y se cerraba anticipadamente la Feria del Libro a la que asistíamos. La alegría en la fiesta de Celia era inmensa. Y el sentido del humor, el de siempre. Alguien dijo sonriendo: “Nos vamos a encerrar ya todos, pero en unos meses o un año todos nos vamos a estar riendo del virus”. Y añadió con profundo humor negro: “Bueno, no todos”. Reímos sabiendo que esa ironía nos interpelaba muy hondo.

Uno quiere que los suyos, los hombres y las mujeres sabias que nos enriquecen la vida con su presencia, sean centenarios, por lo menos. Y ahí estaban, tomados de la mano, brincoteando con todo y bastón, Manuel Felguérez y Meche Oteyza, Elena Poniatowska, Margarita De Orellana, Carlos Pellicer, Guillermo Soberón, Vicente Rojo y Bárbara Jacobs, Toño Lazcano, Coral Bracho y Marcelo Uribe, Brian Nissen y Montse Pecanins, Abel Quezada y Meche Pesqueira, Teresa Vergara y muchos más, amigos muy cercanos, hijos, nietos y otros familiares de Celia.

Serie 1, serigrafía, 1984.
Serie 1, serigrafía, 1984. ı Foto: Fuente: arteposible.com

Tres semanas antes estuvimos con Meche y Manuel en Tequila, inaugurando la sala espléndida dedicada a su obra en el Centro Cultural Juan Beckman Gallardo. Recibió además, de manos de Juan Beckman Vidal, la distinción que otorga la Fundación. Pudimos escuchar a Manuel hablar de su relación vital con Tequila y sus alrededores, una zona no demasiado lejana de la región donde él nació en Zacatecas. Un puente geográfico inesperado que él nos hacía lógico señalando una vecindad de paisajes vueltos geometría en sus cuadros y de gente con caracteres y costumbres comparables. Además y sobre todo, tienen en común el color de la tierra. Ocres y rojos que como un secreto depositó en su paleta.

Y ahí nos saltaban a los ojos, ahora evidentes, los tonos predominantes en las obras de su arte seleccionadas para compartir con el público a unos metros de donde nos hablaba, en este Centro Cultural lleno de sorpresas vitales. Como si la tierra y el color se encendieran al fuego del Tequila y cristalizaran en esa sala color de luz y de tierra, de fuego y de viento, geometría encendida por una llama vital que ahora ni la muerte del artista puede apagar.

Entrar al mundo de Manuel Felguérez es abrirse paso entre las formas que juegan y que en el azar de su juego parecen llegar irremediablemente a completar el trazo de su destino dentro de su obra . 

EL VÉRTICE ORGÁNICO

Manuel Felguérez fue creador y a la vez guardián de un universo irremplazable en el arte contemporáneo. Y no solamente el de México y América Latina, donde su nombre es referencia clave. En su obra se mantiene vivo y cambiante el fuego de las inquietudes de radical libertad formal que animaron el arte del siglo XX en el mundo bajo el signo de las vanguardias y que, en México, varias décadas después tomó la forma de una ruptura con el realismo oficialista. Décadas más tarde, Manuel y todos los de su generación prefirieron ver más bien aquello como una Apertura. El nacionalismo abrupto los encerraba, además de volverlos adversarios sin serlo. Pero el valor en la manera de Felguérez de estar en el mundo del arte no es solamente su oposición a aquello sino su forma de mirar más lejos y en otra parte.

Los horizontes de la obra de Felguérez no sólo eran y son más cosmopolitas, están aún más allá, en el confín de las formas enigmáticas del universo y sus posibilidades combinatorias. En la astronomía y las matemáticas, en la entonces naciente cibernética de los sesentas y setentas y en la biología. En la geometría, por supuesto. En la teoría del caos y en la física cuántica. Ciencias marcadas por la historia, es cierto, pero muy lejos de la ya entonces claustrofóbica historia oficial.

Su obra rápidamente tomó la dimensión de una desmesurada ambición de conocimiento de eso que se llama, tanto en geometría como en biología, la vida de las formas. Las conversaciones con Manuel regresaban siempre a ese tema, al que él llegaba con los últimos indicios interesantes de los avances científicos del momento. Partía del principio de que si uno quiere comprender la vida y sus avatares eso se vuelve posible por las matemáticas y por las formas geométricas que toman los seres vivos. Incluyéndonos con todo lo que hacemos. Cada obra de arte es única y a la vez forma parte del orden y desorden del universo, de su lengua combinatoria y universal de formas.

Colgante con esferas, madera dorada, 2015.
Colgante con esferas, madera dorada, 2015. ı Foto: Fuente: UNAM

Vicente Rojo, su contemporáneo y cómplice estético, lo formuló muy claramente en su indispensable Diario abierto. Un libro que no deja de iluminarnos sobre el arte y su tiempo:

Aunque por caminos diferentes y a veces opuestos, los dos nos apoyamos en la geometría. Pero, mientras yo me baso en las formas originales, cuadrado, círculo y triángulo, y en sus versiones en volúmenes, cubos, esferas y conos, Manuel lo hace en la geometría que indaga y encuentra en la naturaleza (supongo que desde que fue boy scout y atravesó México a pie a lo largo de diez años al lado de su inseparable Jorge Ibargüengoitia). Sus obras, sean pinturas o esculturas, parten de la perfección de la naturaleza que a él le proporciona tanto el sol, que es el círculo, como los triángulos, que surgen de la estructura de los cristales y los minerales, como los rombos basálticos y los cubos de pirita. Nunca ha dejado de asombrarme que él pueda hacer de los elementos naturales abstracciones tan poderosas...

Manuel llevaba el fuego de una aguda curiosidad científica al borde del futuro, convertida en clave de una dinámica muy original de las formas artísticas. Así, su obra es a la vez creación de hoy, informada por el pensamiento científico más actual, y testimonio de un tiempo creativo que se extiende por más de un siglo, desde las vanguardias hasta nuestras puertas y más allá. Aunque no me atreva a decir nada sobre su futuro porque no sabemos todavía cómo serán leídos y usados sus descubrimientos por las nuevas generaciones.

Hay en la obra de Manuel Felguérez un misterio que seduce inmediatamente a la mirada. Algo así como una adivinanza dentro de otra adivinanza, o una escena que nos lleva irremediablemente hacia otra escena: una invitación a entrar cada vez más, con la sensibilidad y la razón, en la lógica peculiar de su arte. Porque sin duda la obra de Felguérez es un mundo de formas que se combinan de manera rigurosa e incisiva siguiendo las leyes de su creación. Leyes naturalmente cambiantes en su desarrollo y versátiles en su materia pero, a la vez, asombrosamente fieles a la obsesión (u obsesiones) que, como un hilo de un collar, sostienen y guían a las piezas. Un hilo que no se ve directamente pero que se adivina al mirar las formas diferentes que unidas dibujan un círculo (o el arco que enmarca a un cuello), por ejemplo.

Sin título, bronce, 2012.
Sin título, bronce, 2012. ı Foto: Fuente: artehoy.com.mx

Entrar al mundo de Manuel Felguérez es abrirse paso entre las formas que juegan y que en el azar de su juego parecen llegar irremediablemente a completar el trazo de su destino dentro de su obra. ¿Y cuál es el destino de las formas? Justamente es aquel que el artista intuye y sabe mostrar. Un triángulo difícilmente podría tener el mismo destino de un círculo. El artista lo sabe y juega con las posibilidades de cada forma hasta detenerse. Porque el suyo es un arte combinatorio que respira una lógica muy diferente. Un rigor lógico contenido, o más bien atravesado, por una traza peculiar que llamamos destino. No en balde, en varias religiones y creencias se ha pasado al destino como una forma de geometría combinada: nuestro destino está, se dice muchas veces, en el dibujo móvil de las estrellas.

La obra de Felguérez se nos presenta en cada cuadro, en cada escultura, como un conjunto combinado de elementos dispares, de unidades geométricas y, en general, plásticas, que al entrar en relación de manera especial llegan a formar cada obra. Estos elementos individuales cobran vida y más que formas se vuelven seres, entes vivos, seres forma.

Algunos de estos seres en la obra de Felguérez parecen nacer como los cuerpos más elementales: círculos, triángulos, rectángulos, derivaciones de ellos, volúmenes simples, gamas de colores que se degradan lentamente. Pero a partir de ellos surgen seres forma más orgánicos: gotas que contienen manchas, caligrafías expresivas más que secretas: entre firma y garabato, entes moleculares que recuerdan cosas conocidas o anuncian cosas por conocer, arrebatos que salen de la geometría y vuelven a ella demostrando su obediencia a las leyes secretas de la creación en Felguérez. Con las que sabe hacer del rigor una poética capaz de asimilar incluso el caos.

Como si fuera poco, Manuel hizo construir en la parte más alta del edificio una inmensa sala dedicada a uno de los momentos culminantes de la creación pictórica del siglo XX mexicano: la gran sala de Los murales de Osaka .

GEOMETRÍA SECRETA EN EL BARROCO

Cuando en 1997, cuarenta años después de su primera exposición, Manuel recibió la oferta de hacer en Zacatecas un museo dedicado a su obra, en su mente comenzó a funcionar aquella “humildad que ve lejos y es una ambición más larga”. Aceptó, pero con la condición de que fuera más bien un museo dedicado al arte abstracto. Mercedes Oteyza y Manuel se dieron a la tarea de convertir una sección de un edificio virreinal muy deteriora-

do, que había sido seminario diocesano, escuela y luego prisión por tres décadas, en un lugar ideal para exhibir arte abstracto y resguardarlo. Con la complicidad de Meche, la pulsión constructora de Manuel hizo maravillas. Y el plan mismo de operaciones convertía al Museo en un centro cultural fundamental para valorar el arte abstracto, conservarlo con inteligencia, incentivar y educar a los jóvenes y a los niños de la comunidad. En lo que fue la capilla y en las crujías semiconservadas había una retrospectiva selecta de cuatro décadas de la obra de Felguérez. Búsquedas, rompimientos, hallazgos, renuncias y piezas culminantes de su obra, todo en unos cuantos golpes de vista. Las obras de otros artistas abstractos, más numerosas en la colección del Museo, demostraban que se puede ser altamente inclusivo y a la vez mantener un gran rigor.

Coincidiendo con el setenta aniversario del artista, fuimos con ellos a visitar la Hacienda de San Agustín, donde nació, al lado del pueblo de Valparaíso, y asistimos a la inauguración del ya entonces excepcional Museo de Arte Abstracto de Zacatecas. Resultó ser en realidad una preinauguración, porque ese mismo día el gobernador de Zacatecas se dio cuenta de la tremenda importancia cultural de lo que Manuel establecía en aquella ciudad de museos y decidió otorgarle el uso de todo el edificio. Una ampliación considerable. Pero como si fuera poco, Manuel hizo construir en la parte más alta del edificio una inmensa sala dedicada a uno de los momentos culminantes de la creación pictórica del siglo XX mexicano: la gran sala de Los murales de Osaka.

Es un conjunto de obras de 1969 que forman un núcleo significativo en el Museo. Fueron realizadas por una docena de artistas en un formato de gran tamaño (aproximadamente cinco por ocho metros), para una exposición universal en Japón, Expo 70, con un tema específico vinculado a la tecnología y al progreso. Los artistas respondieron a la invitación del curador, Fernando Gamboa, con un conjunto de obras de gran fuerza expresiva. En sus títulos integraron una evidente crítica a las paradojas de ese progreso, a los peligros deshumanizadores de la tecnología, a la destrucción ecológica, etcétera. El mismo tipo de señalamiento que está presente desde muchos años antes en los títulos de las obras de Manuel Felguérez. Los murales de Osaka se volvieron una muestra temprana de la preocupación de los artistas mexicanos por el asunto del cambio climático y el deterioro ambiental, hoy de extrema actualidad. Gracias a este rescate museográfico de Manuel, Artes de México pudo dedicar su edición 99 al tema de Arte y cambio climático, con la cooperación activa de dos eminencias mexicanas sobre el tema, Mario Molina, Premio Nobel, y Rodolfo Lacy, actual director de Cambio Climático en la OCDE. El rescate de los doce cuadros inmensos conocidos como Los murales de Osaka (que por cierto nunca pudieron ser montados en Japón, por un error en el cálculo de sus dimensiones y de las del espacio donde se exhibirían) es fundamental para la historia del arte pero también para ofrecer públicamente una demostración sensible de la permanencia del arte de calidad y de la vigencia de la sensibilidad que anima al Museo. Es muy interesante notar que mientras algunos edificios modernos de México que son contemporáneos de estos murales se han vuelto viejos (años sesenta y setenta), la gran mayoría de estos cuadros siguen ofreciéndonos su actualidad estética con gran frescura. Estaban dispersos o tristemente almacenados y fueron recuperados por la voluntad de Manuel y montados como nunca habían podido ser vistos, en su plenitud y para nuestro asombro. La sala se abre con un cuadro muy impresionante de Lilia Carrillo, La ciudad desbordada, contaminación del aire, que es visitado con veneración por amantes del arte de todo el mundo. Lo mismo que el conjunto que incluye cuadros de Brian Nissen, Arnaldo Coen, Gilberto Aceves Navarro, Francisco Corzas, Fernando García Ponce, Antonio Peyrí, Rafael Coronel, Roger Von Gunten, Francisco Icaza, Vlady y Felguérez.

Observando a la osa, madera y metal, 2015.
Observando a la osa, madera y metal, 2015. ı Foto: Fuente: durbansegnini.com

Hablábamos con Manuel sobre la importancia de que esto suceda en una ciudad barroca, de una rica historia estética que pareciera ir a contracorriente del arte abstracto: con una catedral con una notable fachada barroca, calles y edificios de acentuado espíritu virreinal pero en gran parte de origen decimonónico y de principios del siglo XX.

El carácter innovador de lo abstracto se enfatiza aquí por evidente contraste. Pero eso no es todo: algo muy importante sucede al mismo tiempo. El arte abstracto nos permite mirar la lógica formal que es intrínseca al arte de todos los tiempos y de manera imperativa dentro del barroco. Llega incluso a enriquecer nuestra percepción del paisaje austero de la zona.

Sus esculturas del final de los años cincuenta son ya abstracciones, masas de sorprendente movimiento. El cuerpo humano se ha convertido en su gesto... para ceder su lugar al volumen dinámico .

Este Museo incide en un ámbito urbano de gran belleza mostrando completamente otra dimensión de ella. Multiplica la ciudad hacia adentro, hacia el ahora y hacia el mundo: hacia sus posibilidades estéticas más profundas. Y ofrece esas posibilidades recién abiertas al espíritu creador o simplemente gozoso de sus habitantes y de quienes la visitamos.

Marca también a la ciudad, aunque tiene otros museos muy diferentes, extendiéndola y actualizándola en la oferta del arte que se puede ver en ella. Y además la conecta con otros ámbitos del mundo a través de los hilos secretos pero candentes de la experiencia estética. El arte abstracto, más como una sensibilidad abierta que como un movimiento circunscito en el tiempo.

Una ciudad volcada formalmente hacia su historia barroca puede de pronto salir de las líneas de esa larga sombra fértil de su biografía urbana y explorar, al sol del presente, también otras maneras de creatividad. Manuel añadió así a la ciudad un rasgo radicalmente nuevo en su complejo carácter. Y eso no es poca cosa. Son contados en la historia los artistas que como Felguérez llegan a ejercer tal transformación subterránea y profunda en su entorno cultural urbano. Toledo lo hizo, de otra manera, en Oaxaca.

Hay en Zacatecas una triple ecuación de originalidades: un arte, un artista y una ciudad entrelazan en este museo único la fuerza de sus peculiaridades para crear la excepción de excepciones que ahora públicamente podemos gozar. Esta triangulación me hace pensar en el ámbito de resguardo fundamental, sugerente y liberador que es este museo, creado por Meche y Manuel:

Cuando la vida

sea un vértigo de formas,

entremos sin más

al liberador

triángulo fugaz:

él, en su arte, y su ciudad.

Sin título, óleo sobre tela, 2016.
Sin título, óleo sobre tela, 2016. ı Foto: Fuente: durbansegnini.com

EL ARQUERO DEL CAOS

Antes de ser artista abstracto Manuel Felguérez comenzó su carrera como escultor figurativo. Pero desarrollando una figuración nada convencional y muy marcada por las búsquedas artísticas más osadas del siglo. Cinco años antes, a los veintiún años, en 1949, fue discípulo del artista ruso Ossip Zadkine, en su taller de la Grande Chaumière, en París. Y su huella es visible en esas primeras esculturas. El osado Zadkine había pasado por todos los movimientos importantes de la primera mitad del siglo XX. Nacido a finales del siglo XIX en Smolensk, la bellísima ciudad rusa que te corta el aliento porque todo en ella es estético, el río, el conglomerado único de iglesias y conventos ortodoxos, una bizantina ciudad de madera en la colina, Zadkine se convierte rápidamente en un joven vanguardista en búsqueda de lo nuevo y emigra a Londres y a París.

Cuando Felguérez lo encuentra, Zadkine está cerca de sus sesenta años de edad y ha pasado por varios movimientos de vanguardia como uno de sus protagonistas. Una parte de su obra está marcada por un interesante primitivismo que más tarde y hasta ahora es uno de los recursos constantes del arte contemporáneo. Después practicaría de lleno un rigor geométrico y un cubismo poético ensamblados. Más tarde cultivaría las líneas fluidas y los volúmenes marcados por cortes que enfatizan la geometría del cuerpo humano y luego la borran. No muy lejos de cierto aspecto de la obra de su amigo Amadeo Modigliani. Es una figuración lírica, fugaz, casi signo más que retrato del cuerpo humano. Después, el abstraccionismo estaría también entre sus más intensas búsquedas.

Cuando Manuel Felguérez estudia con él, Zadkine es la imagen misma dela libertad formal y de la vitalidad creativa. Una década antes había sido protagonista de la Bienal de Venecia y del Salón de Artistas Independientes en París. Exiliado en Estados Unidos durante la guerra, regresa a Francia y en 1949, el mismo año en el que el joven Felguérez lo encuentra, el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de París le dedica una gran retrospectiva. Felguérez regresaría para trabajar de nuevo en el taller de su maestro en 1954. El joven artista mexicano obtiene allá algunos de sus primeros reconocimientos internacionales: un Primer Premio de Escultura, una exposición individual en la residencia de estudiantes de la Ciudad Universitaria y una exposición colectiva en el Petit Palais.

Sus esculturas del final de los años cincuenta son ya abstracciones, masas de sorprendente movimiento. El cuerpo humano se ha convertido en su gesto y luego ha desaparecido para ceder su lugar al volumen dinámico, a la forma que genera su mundo, su ámbito dentro y fuera de la escultura arremolinada con gracia infinita sobre sí misma. Un cuerpo abstracto que parece encorvarse y mientras lo hace, danza.

Varias décadas después y muchos cuadros de por medio, en las escultu-

ras más recientes de Felguérez un elemento de tensión se vuelve protagonista. Como si el tema del arquero convertido en abstracción, es decir en arco tenso, se hubiera posesionado de su monumental escultura urbana. Y sus versiones pequeñas. Esta tensión dinámica de piezas enormes que en realidad resultan inamovibles nos recuerda un mito antiguo, que aparece en varias culturas. En todas ellas, un arquero nos salva del caos matando o fijando los espejismos que nos acechan. Finalmente, dando sentido a la vida: tal vez, la última vocación con plenitud del arte.

En esa antigua leyenda, los creadores del universo provenían de todos los horizontes y sus ojos eran físicamente muy distintos. Como pensaban con los ojos, sus creaciones resultaban fieles a sus pensamientos. Había cuatro creadores mayores y un millar de creadores diminutos.

El que venía del Norte, donde el invierno era eterno, todo lo veía muy obscuro o muy claro y se ocupó de crear la noche. Y, más difícil aún, crear la noche dentro de la noche. De paso creó las sombras y la nieve. El que venía del Este con prisa, todo lo veía difuso y fue encargado de crear el movimiento, el tacto y también el paso del tiempo. El que venía del Sur parecía salir de una llama colorida y se ocupó del fuego en todas sus variantes y de poner colores encendidos en las cosas. También se le atribuye la creación de la luz.

El cuarto creador, que venía de una región llamada Extremo Occidente, miraba todo a través de la inteligencia y de una mezcla de todos los sentidos. Y sus ojos detectaban antes que nada formas geométricas que danzaban y se reproducían.

Fue el creador de las montañas, de las pirámides por supuesto, de los árboles, las torres, los muros, las pelotas, el sol, la luna, la órbita de los planetas y todo lo que tuviera que ver con eso que ahora llamamos las artes. Incluyendo las artes marciales y muy especialmente la cetrería. Fue el encargado de dar al caos del universo el refugio paradójico del arte para ser conjurado. Es evidente que este creador fue el encargado de poner en este mundo el arte abstracto. Y tal vez su último avatar haya sido Manuel Felguérez. Y el diálogo con él, con lo que creó, no cesa.