Odio esas prácticas abominables de los antropófagos que, después de engordar, sazonar y tostar en el asador a niños apetitosos recién nacidos, de suavísima carne, se deleitan con los huesos de hombres ya maduros, también exquisitos, según dicen. Sé que algunas mujeres hierven los testículos de sus infieles parejas o rebanan los pechos de sus enemigas. Ciertos médicos aplican grasa humana para cubrir lesiones y curan la epilepsia con coágulos del periodo menstrual. Allá en Japón, los brujos recomiendan consumir cerebros humanos para adquirir sabiduría, y recuerdo el caso de los supervivientes de los Andes, que consumieron los restos de sus compañeros, a fin de poder sobrevivir. Durante siglos nos hemos comido partes de nosotros mismos: uñas, pellejos, mocos, costras, la delgada piel de las ampollas, su líquido salado, tan similar a las lágrimas, las escamas de los labios, gotitas de sangre fresca de una herida, una lagaña. Quien diga que no lo ha hecho está mintiendo.
Lo mío es diferente a todo lo anterior, una alternativa más profunda al consumo aprobado o no por la tradición occidental. No fue por apetito o narcisismo: yo quería ingerirme, engullirme para desaparecer si no para siempre, por momentos. La autofagia daba la impresión de ser el mejor y más efectivo método para combatir la angustia: comerme los padecimientos, en vez de que ellos me carcomieran a mí.
Fui mordisqueando los senos, mamé pezones, ingerí areolas… desenredé un nudo que me hacía llorar y lo tragué sin problema
DICEN QUE EL ALIMENTO entra por los ojos; me paré frente al espejo, desnuda, para mirar lo que iba a tragar. Lo hice tras un prolongado ayuno; me purgué con laxantes y me produje el vómito para vaciarme y no llevar nada ajeno, que no me perteneciera. Comencé a dentellear las uñas, antes solía hacerlo, sin éxito, para liberar el estrés; machaqué con los dientes los trocitos de queratina que tragué después de arrancar los suaves padrastros y saborearlos. Seguí con los dedos, chupé el pulgar como cuando era niña, añadiendo los demás hasta hidratarlos, y de un mordisco los separé y mastiqué. Las líneas de la vida y mi destino se perdieron al deglutir las palmas de las manos. Lamí las muñecas, muñones sangrantes, cual perro hambriento y con sed, consumí ambos brazos, ansiosa, igual los cartílagos del codo. Elevé los hombros y les hinqué los colmillos, primero un lado, luego el otro. Me gustó pensarme como una Venus de Milo que no puede abrazar ni abrazarse, pero sí comerse, que es casi lo mismo. Ya engolosinada, me senté sobre el suelo. Crucé las piernas, encorvé la espalda lo más que pude hasta que la cara alcanzó los pies. El esqueleto tronó. Me embutí los dedos, guardando el sabroso meñique hasta el final; levanté la piel del empeine, delgada, exquisita, desmenucé pantorrillas, troceándolas por partes. Subí por los muslos, pasé la lengua por mi hendidura interglútea y terminé con las nalgas, carnosas, redondas, en tres bocados. Me atraganté. Hice un esfuerzo por enroscarme aún más hasta tener la vagina enfrente para poder penetrarme y catar mi sexo, ya para entonces bien humedecido. Brotó de él un fluido blancuzco y viscoso que saboreé vorazmente, luego una especie de líquido mezclado con orina, tibio, con un sabor almibarado y un olor extraño. Exploré surcos, paladeé pliegues y texturas. Mis labios besaron mis labios. Tuve varios orgasmos, lo que quedaba de mí se convulsionó. No me saciaba. Me sumergí en el estómago, separé tejidos, devoré entrañas, deshebré vísceras cual bestia salvaje atacando a su presa sin hambre. La grasa del hígado me causó náuseas, pero seguí. Me comí la vesícula, pequeño saco insípido, luego las tripas sobrantes. El útero, suspendido en la pelvis, me supo amargo. Seguía insatisfecha. Roí la columna vertebral con todos sus discos, embebí la médula y le saqué todo el jugo. Descuarticé el corazón, parecía piedra, duro y un poco frío. Paladeé mis pulmones, respiré su aire, succioné la sangre que irrigaban las arterias bronquiales. Fui mordisqueando los senos, mamé pezones, ingerí areolas. Me detuve en el cuello. Hallé ligamentos, desenredé un nudo que me hacía llorar y lo tragué sin problema.
Mi boca abarcó mi propia boca, mis dientes trituraron a mis dientes, reconocí mi aliento. Hilos de baba cayeron, y enmudecí aunque no estaba hablando. Contemplé ojos, degusté iris, comí pupilas, sorbitos de lágrimas. Dejé de ver.
La mente tiene su lugar en sí misma, y la dominé antes de atacar. Rumié opiniones, cuajé delirios, deglutí impulsos e ideas obsesivas. Las fantasías me hicieron cosquillas en el hipotálamo.
EL SER HUMANO, en su totalidad, es algo que se engulle. Pero algo quedó, un pensamiento permaneció o una noción mínima de mí que no fue absorbida, un concepto no asimilado. Aún seguía sintiendo mi cuerpo al poco tiempo del atracón.
UNA CUTÍCULA REPOSABA sobre el suelo, traslúcida, célula frágil, semimuerta. Un ligero viento, ¿mi respiración?, la meció. La estructura convexa se fue regenerando hasta conectarse con la yema de un dedo meñique recién moldeado. Las falanges se fueron reproduciendo hasta contar cinco, unidas a un trozo de piel que formó la planta y el dorso de un pie derecho. De éste salió la pantorrilla, los músculos gemelos bien integrados. La rodilla, redonda, sostenía el muslo que fue creciendo hasta integrarse con la pelvis y dos músculos glúteos. Del lado izquierdo se replicó pero en sentido opuesto, rematando en otra pierna con pie. Se asomó una vagina en medio de las ingles, con un orificio goloso y vivo, con ganas de devorar lo que fuera. La piel fue expandiéndose hacia arriba, en la cara inferior del tórax pude ver el estómago vacío haciendo ruidos raros. El útero se sostuvo por algunos ligamentos, las trompas semejaban raíces de flores carnívoras, se conectaron con dos ovarios llenos de quistes, los culpables de que sangre en abundancia mes con mes. Brotaron un par de mamas redondas, casi simétricas. Por los hombros, un brazo y un antebrazo se desenfundaron. El cuello largo creció, seguido de la barbilla, la boca con labios y lengua, y una nariz un poco grande y desproporcionada. Los ojos se inflaron, se coloreó el iris de verde claro, casi azul, al centro una pupila negra recobró la vista de nuevo. Flotó el cerebro en un líquido transparente. Los lóbulos en cada hemisferio se movieron inquietos dentro del cráneo, como partes de un mapa, hasta integrarse.
Miré al espejo. Ahí estaba Yo.
De nuevo tuve hambre, y me empecé a comer una uña.
KARLA ZÁRATE (Ciudad de México, 1975) es doctora en Letras Modernas, psicoanalista en formación y autora de las novelas Rímel (Suma de Letras, 2013) y Llegada la hora (Dharma Books, 2019).