La noche del viernes 22 de noviembre de 1963, al tiempo que el cuerpo de John F. Kennedy llegaba al Hospital Naval de Bethesda, en Maryland, para la autopsia de rigor, Bob Dylan estaba en Nueva York, en casa de Carla Rotolo, la hermana de su novia Suze, tocando la guitarra y bebiendo con amigos. Tiempo después, el poeta diría que de haberlo afectado más la muerte de Kennedy habría escrito una canción. Sin embargo, Bob Fass, que estaba con él esa noche, lo recuerda consternado. “Lo que nos están diciendo es ‘ni se te ocurra tratar de cambiar las cosas’; si llegas a desafiar a las fuerzas de la muerte, a los militares, olvídalo, estás terminado”, recuerda Fass que dijo el joven Dylan conjurando versos de su “Masters of War”, compuesta meses antes. Cincuenta y siete años tardaron en llegar las palabras y a fines de marzo de este año Bob Dylan se despachó con “Murder Most Foul” (“El crimen más infame”), una épica sobre el asesinato de Kennedy, sobre el fin del mundo y sobre el poder redentor de la música.
“MURDER MOST FOUL”, aparte de ser el primer single del flamante Rough and Rowdy Ways (el primer disco con canciones propias en ocho años) es la canción de estudio más larga que Bob Dylan haya jamás grabado (dura casi 17 minutos) y la primera de su carrera que alcanza el puesto número uno en el chart de Billboard. Es también una de sus composiciones más extrañas. La voz del Dylan anciano, ese ronroneo nasal con relámpagos ocasionales de un lirismo sorprendentemente cristalino, se proyecta sobre una melodía de piano y contrabajo creando una atmósfera en igual medida fúnebre y auspiciosa. El título de la canción es un verso de Ham-let. Así describe el fantasma del rey su propio asesinato. Como en Shakespeare, en “Murder Most Foul” el crimen en cuestión es una tragedia familiar que produce una crisis política y una fractura irreparable en la historia, al tiempo que augura el comienzo de una era oscura. Pero la canción de Dylan remite también a otro momento de Hamlet, cuando el príncipe dice: “Podría encerrarme en una cáscara de nuez y coronarme rey del espacio infinito”. Cada verso, cada frase, cada palabra en “Murder Most Foul” es la compuerta a un mundo de referencias. La evocación del magnicidio deriva en una larguísima enumeración (un catálogo de las naves) de artistas y canciones que el poeta le pide a Wolfman Jack, el célebre DJ de los años sesenta. No hace falta mucho ingenio para darse cuenta de que la lista compone un vasto playlist, un Aleph musical, el regalo perfecto de Dylan a sus fans en tiempos de excepcional desazón y desconcierto.
Pero “Murder Most Foul” es también la autobiografía de un hombre hecho de música y de palabras. La referencia tácita que recorre la canción como una corriente eléctrica es Walt Whitman, “soy enorme, contengo multitudes”. “I Contain Multitudes” se llama precisamente el segundo corte de Rough and Rowdy Ways, un melancólico espectáculo de varieté con apariciones estelares de Edgar Allan Poe y William Blake, Ana Frank, Indiana Jones y los Rolling Stones. En “Key West (Philosopher Pirate)”, el poeta se asocia con tres maestros (Allen Ginsberg, Gregory Corso, Jack Kerouac), como Dante en el limbo. “My Own Version of You” es una sardónica apostilla al mito de Frankenstein que mezcla a Marx con San Jerónimo, Freud, Marlon Brando y las Troyanas. “Black Rider” es una versión de la antiquísima leyenda del amante demonio, tropo que Dylan frecuenta desde joven, y “Mother of Muses”, una larga invocación a la musa, en la que el viejo poeta confiesa con ironía: “Me estoy enamorando de Calíope”.
Murder Most Foul es la autobiografía de un hombre hecho de palabras. La referencia tácita que la recorre es Walt Whitman
Quien relacione las referencias en que abunda Rough and Rowdy Ways con el Premio Nobel de literatura que Dylan recibió en 2016 estará obviando seis décadas de composiciones en las que distintas tradiciones literarias de las que se nutrió el poeta desde joven se entrelazan con la música formando una urdimbre impenetrable. Rough and Rowdy Ways, lejos de apoyarse en glorias pasadas, refleja la insólita vitalidad poética de un Dylan casi octogenario y confirma su lugar en el parnaso de la poesía norteamericana.
EN UNA ENTREVISTA reciente (12 de junio, The New York Times), Douglas Brinkley le pregunta a Dylan si piensa en su propia muerte. “Pienso en la muerte de la raza humana. El largo y extraño viaje del mono desnudo”, responde, y luego se refiere a la pandemia: “Acaso sea el preludio de otra cosa... Tal vez estemos en la antesala de la destrucción”. La sensibilidad apocalíptica no es novedad de la vejez; atraviesa toda la carrera de Dylan. Ese vértigo ante el precipicio del aniquilamiento, que en los primeros discos se manifestaba en una fijación con la muerte individual, adquiere una dimensión bíblica en el interludio evangelista (1979-1982) y se potencia en Rough and Rowdy Ways.
Canta Dylan en “False Prophet”: “No soy un falso profeta, sé lo que sé... dije lo que dije”. En “My Own Version of You” avisa que lo busquen en la taberna del caballo negro, en la calle del Armagedón. En “Crossing the Rubicon” se pregunta: “¿Qué son estos días oscuros que veo?”. El álbum concluye con “Murder Most Foul”, que presenta la matanza de Kennedy como el arranque de la edad del Anticristo.
TODO PROFETA ANUNCIA el fin del mundo, toda profecía es apocalíptica. De un lado es una quimera pues todo es mutación, migración, metamorfosis; la destrucción total es un mito. Del otro, el Apocalipsis sucede a diario con cada muerte, con cada instancia de disolución. Para la imaginación profética de Dylan, el comienzo del fin del mundo, 1963, coincide con el instante de su propio salto a la fama.
PABLO MAURETTE (Buenos Aires, 1979) escritor, ha publicado como ensayista El sentido olvidado, Ensayos sobre el tacto (2015), La carne viva (2018) y, como narrador, la novela La migración (2020).