Julio Torri

En el acuario de su brevedad

Ya comenzaron, y continuarán durante el mes de julio, las celebraciones por el cincuenta aniversario luctuoso de Julio Torri (1889-1970), promovidas por la Academia Mexicana de la Lengua. Nacido en Saltillo, Coahuila, Torri formó parte del célebre Ateneo de la Juventud, y como editor dejó huella en su labor —auspiciada por José Vasconcelos—, al frente de la Editorial Cvltvra. Pero ante todo están sus libros: una obra tan breve como singular, pródiga en imaginación, rigor, conocimiento literario. Los encuentros en su memoria invitan a llevarlo más allá del juicio que lo ha confinado como un escritor para escritores, y las cartas que Adolfo Castañón comparte aquí refrendan sus virtudes.

Julio Torri (1889-1970). Fuente: Archivo fotográfico Capilla Alfonsina, INBAL

A la memoria de Serge Zaïtzeff

(1940-2014)

I

No parece que hace cincuenta años muriera Julio Torri. Cada día que pasa se hace mejor escritor, cada día se afina su aguda lección de libertad imaginativa y precisión. Era un duende y tenía duende, chispa y ángel. Algo de terrible animaba a este genio capaz de seducir con su silencio. Es verdad que no publicó ningún libro de poemas, pero eso no le impidió estar presente en algunas influyentes antologías, como Poesía en movimiento, organizada por uno de esos jóvenes a quienes enseñó a escribir: Octavio Paz (“Julio Torri me ayudó en mis primeros y difíciles pasos”, en “Soy otro, soy muchos”, entrevista con Silvia Cherem, Obras completas, tomo VIII, p. 944).

Es uno de los fundadores secretos de nuestra modernidad literaria, en la medida en que gracias a su escritura y decisiva tarea editorial aclimató en México y le dio público al poema en prosa que venía buscando su camino desde Amado Nervo y Alfonso Reyes, pero que con él, y luego con Gilberto Owen, Juan José Arreola y el mencionado Paz, se afirma como uno de los acantilados más firmes de la cultura literaria mexicana. En Torri y gracias a él, el espíritu corrosivo de Baudelaire y de Aloysius Bertrand se aclimata definitivamente en el suelo mexicano por el injerto afortunado de las esencias francesas con los destilados críticos de la literatura y del ensayo inglés de Charles Lamb, Robert Louis Stevenson, Walter Pater, Oscar Wilde, Lord Dunsany. Tiene Torri algo de gnomo escocés o elfo druida. No me tocó tenerlo como preceptor (aunque es sabido, y él mismo lo reconocía, que el maestro no puede enseñar al discípulo si no es su amigo), tampoco me escapé de escuchar las anécdotas que sobre él se contaban. Tuve la fortuna de descubrirlo antes de saber que él era el editor de esos maravillosos cuadernos de la Editorial Cvltvra en que leí, sin saber que en realidad y además leía a Torri, a Hans Christian Andersen, a Jules Renard, a Marcel Schwob, a Lord Dunsany, a Rabindranath Tagore, a Alfonso Reyes, a Ramón López Verlarde, a Goethe, a Juan Ramón Jiménez y a muchos otros.

Me tardé un poco en atar cabos y en darme cuenta de que ese precursor de Arreola era al mismo tiempo el carpintero que había hecho la silla en que estaba yo sentado. Yo y muchos. Me di cuenta de que a los ensayos breves, aforismos y poemas en prosa se añadían esas ediciones en que en realidad cristalizaban —como luego comprobé gracias a sus epistolarios— quién sabe cuántas conversaciones sabrosas con Pedro Henríquez Ureña, Manuel Toussaint, Alfonso Reyes y Martín Luis Guzmán, entre otros. En ese marco cobra sentido que haya dedicado a la Revista Moderna y a su historia el discurso de ingreso como miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua, que leyó la noche del 21 de noviembre de 1953. Además de su producción propia, Torri —un esteta en la Revolución Mexicana— tradujo magistralmente dos libros: Las noches florentinas (Cvltvra, 1918) de Heinrich Heine y el Discurso sobre las pasiones del amor de Blaise Pascal, publicado originalmente en la Editorial Séneca (1942).

Sabía administrar con elegancia socarrona su picardía, ser cuidadoso con la arrogancia propia y ajena, y dejar hablando solos a los pedantes para ir a acariciar esas ediciones de libros raros por las que se volvía loco

Torri, el duende y jardinero responsable de sembrar el poema en prosa en México era, no faltaba más, un gran conversador y escritor de cartas como muestra su maravilloso epistolario editado por Serge Zaïtzeff. En el enjambre de esas cartas se encuentran en ciernes y en epílogos sus fábulas y ejercicios, y se hace presente ese observador y testigo de la vida propia y de las vidas ajenas que fue Torri. Dueño de una endiablada malicia para ver y gozar el reverso de todas las situaciones, observador hecho para encantar con sus desencantos y divertir con su candorosa e irónica, corrosiva mirada atenta a disolver a la gerontocracia tanto como a la ginecocracia. Sabía administrar con elegancia socarrona su picardía, ser cuidadoso con la arrogancia propia y ajena, y dejar hablando solos a los pedantes para ir a acariciar esas ediciones de libros raros por las que se volvía loco. No lo conocí, pero la vida me compensó al permitirme asistir a la organización del Fondo Julio Torri en la Biblioteca Pública del Estado José María Pino Suárez, en Villahermosa, Tabasco. Ahí pude ver esas primeras ediciones de libros eróticos raros y esa serie de obras del erotismo universal que editó Guillaume Apollinaire a principios del siglo XX, donde por primera vez se reeditaron las novelas del Marqués de Sade.

Travieso y curioso dueño de una endiablada inteligencia, temida y respetada por los políticos, novelistas y filósofos de brocha gorda, Torri era también dueño de un infalible ojo tipográfico y de una mirada editorial, es decir, de una visión de la arquitectura y el urbanismo de las ideas. Fue, recordémoslo, el editor de la colección Clásicos verdes de Vasconcelos.

Se dice que le gustaba salir a pasear los domingos en bicicleta para respirar la fragancia de las señoras recién bañadas. No me consta. En cambio, se puede constatar por los epistolarios que era capaz de perder a un amigo que no le devolviera un libro. Exquisito, snob, políglota, irónico, sobrio y elegante, capaz de sonreír y de reírse de las adversidades. Julio Torri escribe cada día mejor. Nos escribe cada día mejor.

II

Fue un gran conversador. Escribió muchas cartas a sus amigos: Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Rafael Cabrera, Jesús T. Acevedo, Martín Luis Guzmán, Juan Ramón Jiménez, Xavier Villaurrutia, José Juan Tablada, entre otros. Éstas fueron publicadas por Serge Zaïtzeff en Julio Torri: Epistolarios (UNAM, 1995). Ahí Zaïtzeff recogió casi todo el epistolario sostenido por Julio Torri con Pedro Henríquez Ureña de 1911 y 1917, entre las páginas 205 y 294. Sin embargo, Zaïtzeff no pudo recoger ahí las cinco cartas que siguen y completan ese epistolario. A diferencia de él, he preferido no anotarlas por el momento, pues algunas de las notas pertinentes ya se encuentran en su edición. Las cartas de Torri están alojadas en el acervo del Archivo General de la Nación de Santo Domingo, en la sección dedicada a los papeles de Pedro Henríquez Ureña. Agradezco al historiador Bernardo Vega y la poeta Soledad Álvarez el acceso a dichos documentos.