David Maawad se hizo en el Mezquital. En el pedregal y en los minerales de este valle aprendió a deletrear las formas de su naturaleza desapacible, a medirlas también, a establecer el margen del encuadre un momento antes de oprimir el obturador, a encontrar el claroscuro y el tono más propicio. Y de estar ahí desde el inicio de los novecientos ochenta, de remontar los tejuelos del periodismo político de temporal y hasta la estética de las notas que en el mismo valle levantó Etnocidio, Maawad se puso a recoger la luz fría del amanecer, las líneas del horizonte, la cara oscura de las montañas, el silencio de las nubes, los poros abiertos del desierto, las mazas engastadas de púas en el cardonal, con la disciplina y deliberación del antropólogo en su trabajo de campo, del narrador concentrado en la naturaleza, del paseante solitario.
Del otro lado del tiempo* pertenece al Mezquital. Se trata de un libro al que anima una clara vocación documentalista, no tan visible por el tiempo invertido en su construcción como por el sello de las fotos que reúne, y en cuyas páginas las más de las veces se congrega la evidencia inapelable de la vida de otros. Ahí aparecen los jornaleros en la criba de arena, los niños en la faena de pastores, los cardadores de lana ante los rodillos de la máquina, los adolescentes músicos, las familias congregadas alrededor del pozo de agua, los tlachiqueros con sus acocotes de calabaza, las mujeres que secan el ixtle al sol antes de preparar con él estropajos o de hilarlo en huso grueso para formar ayates y mecates en el telar o la rueca. ¿Es tan difícil dejar de contar vidas ajenas? Al menos eso es lo que parece, en particular al trabajar con la fotografía en espacios tan insólitos como el Mezquital, dijérase dinamitados por la historia, que de hecho saltan a la vista como la negación absoluta de cualquier forma de vida.
Carlos Martínez Assad recordaba el antecedente del trabajo del fotógrafo Raúl Estrada Discua para el libro de Lucio Mendieta y Núñez. En el caso de Del otro lado del tiempo cualquier prueba de vida entre las nopaleras y magueyales del Mezquital es un gesto social que vuelve visible el conjunto de la existencia vivida de los indios ñähñu, por una parte, pero por otra, tal prueba de vida es capaz de reducir al espectador a un mero deseo de observar. La obertura del libro, resuelta en cuatro imágenes a doble página tomadas en el Cardonal, el Nandho, Yolotepec y el Espíritu, apremia a indagar en el sentido de insistir en ver la piel de lo real. Siempre como un discípulo más, nunca como maestro, Maawad se plantó ante el Mezquital, algunas veces en compañía de Alicia Ahumada Salaiz, para levantar el testimonio de cuanto les fue dado ver que entonces ocurría en este erial.
De las fotos que Maawad realizó entre el inicio de los novecientos ochenta y noventa quedan en el libro las imágenes de la seca infancia en todas sus etapas, de mujeres y hombres con la piel trabajada por el jornal cumplido al sol y contra el viento, así como panorámicas de los despeñaderos de peñascos y montañas rocallosas. Los ñähñu aparecen aquí como lo que podían alcanzar a ser entonces: tejedoras y jornaleros, artesanas y cargadores, comerciantes y pastores, costureras y desfibradores, criadas y macheteros, parteras y albañiles que al caer la tarde buscaban refugio en casas formadas con pencas de maguey y delimitadas con cercas hechas de nopales, mezquites, huizaches. A un lado de ellas Maawad registró el alto, erecto y espinoso cactus columnar, o las pencas desmayadas de un maguey desmedrado, inútil, seco, o la extensión de cereus, biznagas, cardones. Ya son notables en estas imágenes el dominio técnico y los intereses estéticos de Maawad, lo mismo su obediencia profunda a la gente del Mezquital,rasgos que comparte con su compañera fotógrafa. Y el mismo asedio antropológico de Maawad a la realidad es tan versátil que por momentos admite el lirismo escenográfico de una cinta de Miklós Jancsó, si bien la mayor parte del tiempo su registro es crudo, cercano, sin abreviar la evidencia, siempre en reclamo de más imágenes, como lo haría cualquier documentalista, llamándose Teoberto Maler, Nicolás León, August Sander, Paul Strand, Manuel Álvarez Bravo, Walker Evans.
La continuada investigación en el Mezquital formó en Maawad una suerte de aversión por el acoso del instante, siempre fugaz y rara vez casual, y lo llevó a trabajar de manera más lenta y deliberada en pos de la imagen necesaria y de privilegiar el sentido narrativo en la sesión. Desde ahí ensayó una idea sobre la vida de los ñähñu al final del siglo XX en un escenario creado a lo largo de varios siglos de depredación y expolio.
Del otro lado del tiempo admite varias lecturas. Fernando López Aguilar descubre en sus fotos la huella de una Pequeña Edad de Hielo, concluida hacia mediados del siglo XIX, y los saldos del posterior calentamiento global. Eugenio Landesio recorrió los campos del estado de Hidalgo cien años antes que Maawad y Ahumada se asomaran por ahí con sus cámaras y rollos de 35 milímetros de película en blanco y negro. Ésta es la lectura que ahora se me impone. A Landesio le interesaba el paisaje, fue maestro de grandes paisajistas en la Academia de San Carlos, como Luis Coto y José María Velasco. Ranchos, haciendas y minas operaban entonces a pesar de los estragos causados en el campo a raíz de la lucha por la independencia. Pero ni los óleos de Landesio ni los de sus discípulos lograron que sus contemporáneos siquiera se plantearan una discusión sobre cómo se deseaba que fuera el paisaje mexicano en el futuro. Aparte de José Antonio Alzate, a finales del siglo XVIII, nadie lo hizo. El tema del paisaje está tocado por la idea de la belleza y por la estética, pero como el campo mexicano nunca salió del espacio de los rendimientos y los cultivos terminó arrumbado del otro lado del tiempo, tal y como lo propone Maawad. Algo muy semejante convocan las pinturas de Ignac Tris sobre el campo y el litoral de la Antigua California en el siglo XVIII ante el opulento desierto de la península. Lo visto y registrado poco antes por Maawad en la palma árida del Mezquital empezó a desaparecer a la vuelta del nuevo siglo y a sus fotos les ha ido cayendo encima el peso de la historia. Las cosas ya no se ven exactamente así en el valle del Mezquital, pero se vieron.
Ahora mismo, de igual forma, nadie se plantea en serio el futuro del paisaje mexicano. Y me temo que eso ocurra, si ocurre, cuando el tiempo se muera en nuestros brazos y ya no haya nada más que hacer. Esto es, cuando de la vida vivida, como en el Mezquital, sólo quede el testimonio de un petroglifo, como el que Maawad colocó en la portada de este ensayo fotográfico y en el que nuestros ojos tan habituados al etnocidio apenas alcanzan a distinguir un par de figuras humanas como suspendidas, invisibles, encadenadas a los márgenes de la historia en un paisaje. Ya del otro lado del tiempo.
* David Maawad, Alicia Ahumada Salaiz, Del otro lado del tiempo. Ensayo fotográfico sobre el Valle del Mezquital, en colaboración con Carlos Martínez Assad y Fernando López Aguilar, Secretaría de Cultura, Instituto Nacional de Antropología e Historia, Instituto de Investigaciones Antropológicas (UNAM), Secretaría de Cultura del Estado de Hidalgo, Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo, México, 2019, 236 pp.