El bulevar”, dice Walter Benjamin, “es la morada del flâneur [...] Los muros son el pupitre en el que apoya su cuadernillo de notas. Sus bibliotecas son los kioscos de periódicos, y las terrazas de los cafés [son] balcones desde los que, hecho su trabajo, contempla su vivienda”. Después de tantos meses de encierro, extraño ser peatona, experimentar la ciudad como caminante. Hace algunos días hablaba con Luisa Valender, dueña del café El Olvidado en Coyoacán, sobre lo que ella llama los límites de la virtualidad. Uno de ellos, comentábamos, es la convivencia, pues cómo podemos estrechar lazos significativos con otros sin vernos las caras, o entablar conversaciones profundas sin compartir la mesa. Para ello, necesitamos rehabitar el espacio público. Los cafés, históricamente, han sido el lugar desde donde lo experimentamos. Para los flâneurs del siglo XIX, éste era una extensión de la calle, otro espacio desde donde observar y aprehender el mundo. Desde sus sillas, a veces en compañía y otras resguardados tras las páginas de un periódico o libro, los intelectuales, escritores y artistas del París decimonónico inauguraron un nuevo modo de ver la realidad, inspirado por la creación de una urbe moderna, para la cual también era indispensable una mesa de café.
El programa Ciudad al aire libre, que el gobierno de la Ciudad de México ha lanzado como respuesta a la emergencia sanitaria, establece un nuevo reglamento que permite a los restauranteros reabrir sus puertas utilizando las banquetas e incluso facilita extenderse hasta la calle. Esto ha suscitado controversias entre vecinos —particularmente de los míos—, pero ante las recomendaciones de salubridad, como la sana distancia y la buena ventilación, no parece haber otra forma de recuperar la convivencia y el consumo. En este sentido, las nuevas medidas no sólo son de celebrarse desde lo económico, sino porque nos permiten, precisamente, rehabitar el espacio público. Es necesario que los cafés vuelvan a tomar las calles.
LA CALLE HA SIDO escenario de protestas, un espacio en constante pugna, pero también el lugar donde se discuten las ideas, donde germina la lucha social y las grandes obras de la historia; todo eso ha sido posible porque que en las aceras hay mesas y sillas. Desde la segunda mitad del siglo XIX, los cafés han sido semilleros de movimientos literarios y artísticos; incluso podemos estar seguros de que el arte moderno no hubiera nacido sin la cultura de ese espacio. Sus orígenes son, por supuesto, más antiguos. Podemos trazar la genealogía del café como espacio de la intelectualidad hasta el siglo XVII y cobró una gran importancia con el realismo, pero a mediados del siglo XIX los impresionistas irrumpieron en la escena de ese lugar de reunión, brindándole una renovada vitalidad. Y esto no pudo haber sucedido sin antes haber entablado una nueva relación con la ciudad.
En 1853, el barón Georges-Eugène Haussmann inició una ambiciosa remodelación de París que incluía, entre otras cosas, la ampliación de calles y banquetas. La remodelación de Haussmann fue más que sólo un cambio de fisionomía; transformó el espíritu de su época, pues creó un nuevo tipo de espacio público. El paseo se convirtió en un pasatiempo y era igual de importante salir a la calle para ver a otros que para ser visto. El pintor que mejor representó ese espíritu fue, sin duda, Gustave Caillebotte. En sus obras evoca el aire de modernidad que se respiraba en la capital francesa e impregnaba cada aspecto de la nueva cotidianeidad. En “Calle de París” (1877), un lienzo monumental (2.12 x 2.76 m), muestra precisamente una calle haussmanniana: estamos frente a un amplio bulevar que se bifurca ante un edificio que pareciera venir hacia nosotros como un barco. Un farol divide la composición, brindándole una perfecta simetría que refleja el trazo racional y delimitado de la nueva ciudad. Los faros con luz de gas fueron otra de las importantes innovaciones de Haussmann que impactaron la vida cultural de París: de pronto, la noche era habitable.
Las nuevas medidas permiten rehabitar el espacio público.
Es necesario que los cafés vuelvan a tomar las calles .
DE ACUERDO CON CAILLEBOTTE, la calle está poblada de paseantes, entre los cuales seguramente hay varios flâneurs, y entre las vitrinas empañadas por la lluvia quizá asome la puerta de un café. Fue en gran medida gracias a las novedades urbanísticas presentadas en sus lienzos que esos lugares lograron dominar la vida citadina e intelectual de París. La conjunción de amplias aceras, iluminación y una burguesía ávida de convivir en el espacio público hizo que estos se convirtieran en los nuevos centros culturales, pues al fin era posible poner mesas en la calle. Ello también se debía a nuevas preocupaciones sobre la salubridad urbana en una época azotada por la tuberculosis —y que resuenan con gran fuerza en nuestro contexto actual.
EDGAR DEGAS representa esta nueva vida urbana en “Mujeres en la terraza de un café”, pintado en el mismo año que “Calle de París”. La escena se desenvuelve en mesas sobre el emblemático bulevar Montmartre, epicentro del impresionismo. El auge de estos espacios coincidió con el nacimiento de una generación de artistas rebeldes, que se oponía a las acartonadas prácticas de la Academia. Rechazados por su acercamiento experimental a la plástica, sustituyeron la escuela por el café, llevando los debates del taller académico a las mesas del Guerbois y La Nouvelle Athènes, inmortalizados por los pinceles de Manet y Renoir. Poco a poco, y como los artistas no podían participar en los salones oficiales, estos también se convertirían en espacios de exhibición, como el Café Tambourine, que operaba como galería y cuyo nombre surge de su peculiar mobiliario: tamborines intervenidos por artistas, entre ellos, Paul Gauguin. Como tantas otras, estas mesas también fueron personaje del arte de su época, como vemos en “Agostina Segatori en el Café Tambourine” de Van Gogh.
En el espíritu del impresionismo y su relación con el espacio público quizá podamos encontrar algunas claves para nuestro regreso a las calles.