Conocedor de la filosofía, narrador y editor, Guillermo Fadanelli ha abordado varios campos de las humanidades. Por su columna de opinión y sus ensayos se ha vuelto un referente en el pensamiento contemporáneo. En esta entrevista nos centramos en su nueva novela, El hombre mal vestido, donde retoma la experimentación técnica y asoma a la literatura conceptual.
Es poco sabido que fuiste finalista del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino, y en tu estilo subyace lo poético, al punto que recuerdas un concepto de Lukács, el de “poeta novelador”. ¿Qué tanto tomas en cuenta la eufonía o la estridencia de las palabras en tu narrativa?
Obtuve un segundo lugar, pues en ese entonces se otorgaban tres premios, y era yo lo suficientemente joven y cándido como para mandar mis oprobios a concursos. De todas maneras gané 40 mil pesos y con ese dinero fundamos la revista Moho. El libro que envié, Aquí se construirá un moderno edificio, ya prefigura mi horror a las ciudades colmadas de edificios y calles exclusivas para automóviles.
Mi primera afición literaria fue la poesía, y todas las frases, los párrafos o las páginas que escribo deben enfrentarse a mi oído y a la crítica de su contenido. Mis escritos deben sonarme bien, aunque eso no tiene nada que ver con algún dogma sonoro o una poética determinada. La poesía es prosa a la que se le añade un valor o una valencia ontológica. Por ello me alejé de escribirla: quise distanciarme de todo lo que se presentara como una obra trascendental y hundirme en el lodo prosaico del realismo. Fue un gesto más que una decisión razonada. El respeto que me despertaba el escrito poético me intimidaba. Sin embargo, antes de morir volveré a ella (nunca dejé de leerla y buena parte de mis escritores preferidos han sido y son poetas). Escribiré prosa y la llamaré poesía. Creo que será un acto hasta cierto punto natural. La puerta que alguna vez se cerró volverá a abrirse, pero despreocúpense: no la publicaré.
Construyes una realidad ficcionada, pero que ayuda a formar una visión del mundo real. ¿No es así?
Sí, pienso que la novela es un fenómeno que teje realidad a partir de la ficción. Por ejemplo, un economista como Thomas Piketty acude a la literatura de los siglos pasados para hacerse una idea más amplia de la economía; el viejo Adam Smith escribió una teoría de los sentimientos morales que bien pudo ser una novela. También la filosofía acude constantemente a la literatura para construir sus ideas o conceptos. Quiero decir que la novela es realidad en el sentido más puro de la vivencia. En muchos casos nos muestra las reglas, el comportamiento o las aspiraciones de una sociedad y nos ayuda también a comprenderla.
En El hombre mal vestido retratas a los Humpty Dumpty, esos personajes que usan el lenguaje sin ningún rigor, creen que las palabras dicen lo que a ellos les plazca, y no les importa la idea de que el idioma se rige por una congruencia entre el lenguaje y la realidad. ¿Qué tanto responde tu novela a esa clase de personas que encontramos en la vida cotidiana?
Sin una especie de confabulación o pacto íntimo con el lenguaje no hay buenas obras. Debes habitar su desmesura y convivir con su gramática hasta que sus reglas o limitaciones se tornen un obstáculo de la expresión y haya que modificarla, como hizo, por ejemplo, Anthony Burgess en La naranja mecánica. Hoy se escribe y publica mucha frivolidad a causa de la exasperación mercantil y la ausencia de crítica peleonera. Entre más lectores sean seducidos por la buena literatura, las sociedades atorrantes en las que vivimos mejorarán y resistirán la manipulación de que son objeto. Serán menos brutas.
Por otra parte, la necesidad de exclamar un sentimiento, contar una historia, ganar un poco de fama o autoafirmarse utilizando la literatura como terapia o vehículo, es más bien decepcionante y soso. Pero cada escritor toma sus riesgos y se expone a ser leído y pateado en el trasero, o exaltado hasta la deformidad.
Es posible que la literatura sea un aliento vital inmejorable para edificar una realidad menos oprobiosa que la de la pantalla y la imagen impuesta. La ficción tiene que ser verosímil respecto a la realidad que experimentan nuestros sentidos. Lograr esa verosimilitud requiere pericia, técnica y también suerte; creo que se fortalece cuando se aleja de la fantasía o los cuentos de hadas. Ya tenemos demasiado de esas acrobacias ilusionistas, aunque —por supuesto— existe una literatura fantástica verosímil y congruente en sus propósitos de excitar al público y que posee una calidad fuera de duda. El fantasma de Canterville, de Oscar Wilde, es un ejemplo perfecto. También los cuentos de Roald Dahl.
El lenguaje, además, construye metafísicas y puede encerrar los hechos en teorías de moda, ideologías que buscan confinar al mundo en una retícula. ¿Qué postura tomas ante esa intención de encasillar la realidad?
No existen metafísicas o ideologías valiosas que no hayan sido construidas desde un lenguaje o entendimiento complejo. Esto no significa que sean complicadas o incomprensibles, sino que su sencillez es producto de la sabiduría, más que de la ignorancia o la necesidad de imponer opiniones. Eugenio Trías escribió —cito de memoria— que la filosofía es metafísica o no es filosofía. En el caso de la literatura es diferente, pero estoy seguro de que no es ideología, sino dispersión creativa del espíritu o acto de la imaginación.
Desde Lodo, has escrito que la novela y el ensayo son muy semejantes. También has expresado tu admiración por Enrique Vila-Matas, un autor cuyo tema es la escritura y los problemas que de ella dimanan. Por lo cual te pregunto dos cosas: ¿La relación entre novela y ensayo radica en la expresión de un punto de vista? Y la segunda: ¿El hombre mal vestido es, en realidad, una novela sobre la mirada y sus implicaciones?
Enrique Vila-Matas es un escritor admirable; su capacidad para relacionar la filosofía, la ficción y el comentario está fuera de lo común. Respecto a tus preguntas, diré que el ensayo es una opinión, un nudo o un encuentro de visiones y pareceres: la gran prostituta, el grado cero de la escritura, donde se funden todos los elementos. Pero el ensayo propiamente literario no es explicativo, sino un devaneo, un paseo, el recorrido que hace un ser humano dentro del mundo que lo afecta. En El hombre mal vestido podríamos hablar de la visión de un hombre incurable, Esteban Arévalo, a través de la interpretación de otro hombre que quizás sea el mismo Esteban. El tema es el quebrantamiento del yo, pero no me gusta explicar mis novelas; prefiero que se impongan y peleen ante el ojo de los lectores más críticos o bien plantados. Esta novela es mi mayor intento de fundir ambos géneros y que cada uno de ellos sea espejo distorsionado del otro. Lo único que no deseo es que aburra, pues entonces sí estamos jodidos.
En El mundo como representación y voluntad, Schopenhauer afirma que el conocimiento es imposible porque está determinado por el propio sujeto, como una conciencia envuelta en sí misma. Un siglo después, Sartre definía la conciencia como “pura exterioridad”: no hay nada dentro de ella y por eso somos arrojados en el mundo. Arévalo es un caminante, ¿crees que su perspectiva puede ser afectada, o ve las cosas sin que lo afecten y sólo refuerzan su perspectiva?
Esteban Arévalo sería más un pesimista que un existencialista porque, como Schopenhauer, cree que jamás podrá escapar a la soledad de sus sentidos o de sus ideas. No es posible comunicarse con los demás. Y el lenguaje muestra esta incapacidad, porque con las palabras no se resuelve el asunto de la comunicación ni del ostracismo subjetivo. Por ello Schopenhauer es un filósofo y no, además, un escritor de ficciones, como sí lo es Sartre. Pensar que hemos sido lanzados al mundo sin ninguna intención o finalidad es comprensible; sin embargo, es posible otorgar un sentido a nuestros actos, inventar y fingir que poseemos objetivos. Sartre creía en las palabras hasta un extremo que nos hace dudar de su resignación a la caída, al sinsentido. Schopenhauer, en cambio, prefería la música y el arte para consolarse o atenuar el hecho de que provenimos de una funesta cosa en sí, un origen que es malvado y perturbador.
Proust hablaba de la multiplicidad de los personajes, compuestos por tantas contradicciones que desarman los prejuicios de los otros. ¿Tenías esta intención al crear a Esteban Arévalo y Ángela?
Ni el argumento formal, ni la lógica causal rigen una vida humana; por lo regular, se halla compuesta de contradicciones, mentiras, abusos de la retórica, accidentes, traiciones, deslealtades, placeres efímeros... Por ello Esteban y su prima Ángela se entregan al sexo, a la lujuria inclusive. Hacen bien, ¿qué es más importante que el sexo? A su lado todo lo demás parece vacuo, frágil, innecesario. “Enamorarse es crear una religión cuyo dios es falible”, decía Borges. Pero el sexo no falla, incluso cuando es sólo imaginado. Norman Mailer, Carlos Fuentes, Juan García Ponce y tantos escritores han expresado lo ligada que estaba su imaginación al placer sexual. Esteban tiene en el sexo con su prima su mayor redención: una salida a la brutalidad que significa haber sido escupidos al mundo.
En El hombre nacido en Danzig ya habías experimentado con la dualidad de los personajes (protagonista y alter ego). ¿De dónde proviene esa inquietud que continúa en El hombre mal vestido?
De la duda de ser siempre uno mismo, claro. Uno es varios, y a veces todos estos yoes se enfrentan a muerte entre sí. ¿Esteban Arévalo es un asesino? ¿O es la creación de quien narra su historia, Blaise Rodríguez? No tengo la menor idea. Lo que sí sé es que en mi mente habitan varias personas y todas ellas se empujan para escapar de la unidad, de la conciencia sosegada. Tanto en Malacara como El hombre nacido en Danzig, Fandelli y El hombre mal vestido hay una dualidad mental, o más bien una representación heterogénea de la realidad mental, como quería Antonin Artaud. No sé por qué no aceptar que somos unos locos potenciales y que la normalidad es un esfuerzo extraordinario que debe agradecerse en sociedad, aunque se repudie en privado.
En Cervantes, Nabokov y Onetti hay narradores que se delatan en el cuadro, a la manera de Velázquez en Las meninas, o de Gustave Courbet en El taller del pintor. ¿Tenías presente este recurso cuando concebiste a Blaise Rodríguez?
No tenía en mente esos casos, pero los conozco bien. Yo diría que la existencia de Blaise Rodríguez en la novela es necesaria, pues no había otra manera de matarme como escritor, ponerle fin a mis obsesiones y a esa personal resistencia que opongo a la hora de marcar una distancia definitiva entre mis personajes y mi yo consciente. Blaise me ayuda en este caso, y alguien tenía que narrar los crímenes cometidos en la novela. ¿Son muertes reales? Cada vez que la novela no sabe a dónde ir recurre al periodismo —decía Mailer—, o a un asesinato —digo yo. Pero en el caso de esta novela el crimen no fue planeado; si no existe el bien, ni quien lo represente, entonces todo está permitido y asesinar se convierte en un acto de libertad. Sin el pacto social que imaginó Rousseau quedaríamos en manos de locos, como de hecho ya lo estamos.
Es una novela desorbitada, caótica... una novela punk y, a la par, una trama sobre la concepción de la novela...
Sí, es punk porque no posee futuro ni principio: se expresa y ya. Es digresiva, dispersa y va de una escena a otra como si cada capítulo fuera un accidente. Yo diría que en eso consiste para mí el vivir: tratar de darle sentido a lo que no lo tiene. Por esta razón el punk, en esencia, es pura expresión, caos y un sin futuro evidente; no una moda de pelos tiesos y santones muertos por exceso de drogas. Y sí, mi novela también es una obra desorbitada, como bien dices, puesto que ha perdido la gravedad, el piso, la tierra firme. Y flota en busca de un centro de atracción, de un hoyo negro, de una tumba con la cual congraciarse.
Gloria y Tarántula —personajes absurdos— recuerdan un poco a Pozzo y Lucky de Esperando a Godot, de Samuel Beckett. ¿Pensabas alternar recursos como el diálogo o el monólogo dramático?
No precisamente. Son personajes que he conocido a lo largo de mi vida, jóvenes extraviados en una urbe que los mastica y escupe: lo más cercano a la realidad cotidiana, a la tragedia ordinaria. Quizás los dibujé demasiado reales —de carne y hueso— y por tal razón parecen absurdos a la hora de ser expuestos en una novela. Viven porque son carne que muere, o que no sabe que está muerta. El Tarántula, Ángela y Gloria son, desde mi particular punto de vista, personajes literarios reales; en cambio, Esteban y Blaise son aberraciones divertidas. Una especie de risa metafísica que se burla de nosotros. En fin. Yo qué puedo decir. Yo sólo la escribí.
En tu novela hay una secuencia, un hilvanado teórico que sobrevuela las ideas y los acontecimientos. Como si quisieras estar seguro de dejar ciertas cosas en claro… ¿Echaste toda la carne al asador?
Siempre lo hago. Sucede que hoy estoy más viejo y, por lo tanto, tengo mayor pericia. En El hombre mal vestido está lo mejor que puedo hoy ofrecer como escritor de novelas. Mas como no soy simpático, tengo fama de intratable y no me da por hacer publicidad o negocios con el mainstream literario —además de que cada vez hay menos lectores avezados que puedan hacer la crítica—, me doy cuenta de que mi obra quedará sumergida un buen rato en el pantano. El hombre mal vestido es, quizás, una novela en el sentido estricto de la creación de ficciones, pero se aproxima en alguna medida al ensayo o, más bien, a la especulación existencial.
En Lodo, Fandelli y El hombre mal vestido hablas con burla de la pretensión de entender a los grandes filósofos y de que la filosofía está en la calle, no en las aulas. Sin embargo, ¿qué hubiera pasado con el joven Fadanelli sin ese impulso vital, un tanto inconsciente y que quería entenderlo todo? ¿Tienes aún ese impulso?
Sigo teniendo curiosidad y también impulso. La curiosidad, la amistad, el sexo y el arte son, por decirlo de manera burda, los cuatro puntos cardinales que me han orientado para llegar a esta edad sin haber sido un mártir. Sólo que me aburro más seguido; el futuro resulta menos misterioso. No creo que la filosofía se encuentre sólo en las calles o en las aulas: está en todos lados donde se reflexione a fondo y exista la necesidad de conocer a los filósofos que antes han pensado ya para nosotros, no por nosotros.
No pretendo saber de todos los temas, no me interesa especializarme en nada. La literatura continúa siendo para mí un oficio agradable; no la sufro; no la odio todavía, aunque espero hacerlo pronto. Por ejemplo, no quiero saber nada del golf, del automovilismo, de las novedades de Apple, de la historia de Suiza o de los nutrientes de una buena alimentación; tampoco creo en promesas políticas, sino en actos benéficos y eficaces cometidos desde el servicio público. Y no estoy interesado tampoco en ser un conocedor de literatura japonesa. Pero me gusta el futbol y leer, la risa de los pocos amigos que me quedan, beber hasta tirarme en cama inconsciente, el sexo y el misterioso pasado de mis años jóvenes.