Si colocáramos a Juan Marsé en la balanza del galardonómetro, probablemente rompería el récord o saldría disparada la aguja indicadora, porque en sus 87 años de vida y 60 de ejercicio literario, acumuló una veintena de premios, la mitad destinados a sus libros y la otra, en reconocimiento a su trayectoria. Desde el Premio Biblioteca Breve convocado por Seix Barral hasta el Premio Cervantes en 2008, pasando por el Premio Juan Rulfo en 1997 (ahora Premio FIL de Literatura), en ningún caso puede ser cuestionada la decisión del jurado. Nadie le regaló nada.
“El hecho literario es una relación muy personal entre el autor y su texto, y ahí no pueden intervenir ni premios ni dineros”, declaró al recibir el Premio Planeta en 1978 por La muchacha de las bragas de oro. Y tenía razón: qué importan los muchos premios, los cuales dicen poco del autor y menos de su obra, si al final se convertirán en obligada y vana referencia de la semblanza biográfica. Es el caso de tantos escritores que, habiéndolo ganado todo en vida, perdieron casi todo en la batalla contra el tiempo: hoy sus obras resultan para los lectores, cuando no desconocidas, completamente ajenas.
Respecto a Marsé, no sería arriesgado afirmar que su obra está destinada a superar la prueba del olvido, al menos en España y en cualquier punto del planeta que guarde memoria de lo que fue la Guerra Civil, de lo que significa sobrevivir en medio de una dictadura, porque se encargó de dotarla de un tiempo y un espacio singular.
UNA HISTORIA QUE CONTAR
Su vida parece modesta, ajena a la parafernalia de los escritores que se saben decisivos en la literatura: “Nunca imaginé verme donde ustedes me ven hoy”, afirmó con motivo del Premio Cervantes, quizá porque él siempre se restaba importancia. Nunca se apartó de su condición de orfebre de la novela y desestimaba cualquier acercamiento crítico a su narrativa. Que no lo jodieran, su única meta al escribir era tener una historia que contar y contarla bien; lo que saliera de eso, o lo que hubiera detrás, era otro asunto.
Su vida, en efecto, parece simple, como la de muchos de sus personajes, pero conforme se avanza en la historia, la cosa se complica, surgen episodios novelescos y circunstancias que él gustaba de llamar anómalas. La primera, la más relevante, en palabras de Marsé, es el hecho de ser catalán y haber crecido en una sociedad cuya lengua materna, base de su identidad cultural, fue prácticamente prohibida. No menos determinante, quizá, es el hecho de haber sido adoptado por un matrimonio de izquierda, nacionalista y, para acentuar el radicalismo, separatista.
Juan Faneca Roca, como fue registrado, nació en el barrio de Sarriá el 8 de enero de 1933, durante la Segunda República, el mismo día en que inició un levantamiento anarquista que dejó más de trescientos heridos y varias decenas de muertos en Barcelona. Cuenta la leyenda que, a los quince días de haber dado a luz, Rosa, su madre, falleció a consecuencia del parto; Domingo, su padre, que era taxista, se vio de pronto con la obligación de hacerse cargo del recién nacido y una chiquilla de cinco años. Una tarde, una desgraciada pareja subió al taxi y le refirió su tragedia: acababan de perder a su hijo y el pronóstico médico les negaba la posibilidad de tener más descendencia. Mingo vio entonces la oportunidad de colocar al pequeño, les platicó su drama personal y muy pronto quedó claro que Dios no jugaba a los dados. Juan fue adoptado sin más trámite por Berta y Pep Marsé.
Esta versión, como el mismo Juan lo hizo notar, tenía mucho de novelesco. La aprendió a los seis o siete años, como el guión de una película que se convierte en realidad a fuerza de repetirse. Porque la verdad era indecible para la familia. No se sabe de cierto, pero se supone —gracias a las indagaciones de Josep Maria Cuenca, autor de una estupenda y exhaustiva biografía de Marsé— que Mingo Faneca y Pep Marsé no se conocieron a bordo de un taxi, sino que ambos pertenecían al Estat Català, o simpatizaban con esta organización separatista, proscrita durante el franquismo. Evidenciar este vínculo clandestino en 1940 era demasiado arriesgado, de manera que Berta Marsé inventó la novela del taxi.
La romántica historia de la adopción los puso a salvo de ese pasado que seguía muy presente, pero signó en cierta medida la vida de Juan. No porque ser hijo adoptivo fuera traumático para él, sino por la mixtificación del hecho, la simulación y lo fantástico del asunto. No es casual que Marsé hiciera pública esta historia en 1961, cuando comenzaba a hacerse de nombre con Encerrados con un solo juguete (1961), su primera novela. Quizá le serviría, en su momento, para desviar la atención de algún tema que no deseaba abordar con la prensa, con la cual era renuente. Después de todo, él venía de abajo, representaba a los marginados, a la clase trabajadora derrotada y venida a menos tras la guerra.
Fábulas al margen, la relevancia de su adopción estriba en el ambiente en el que se desarrolló, desde su infancia en el barrio de Guinardó, hasta el hecho de ser parte de una familia nacionalista, de izquierda y, para colmo, marginal, lejos del bienestar social que prometía la Segunda República, plantada, para bien y para mal, en el bando de los perdedores de la Guerra Civil. Hay que recordar que, tras la derrota republicana, España se dividió entre vencidos y vencedores. Los Marsé no sólo estaban entre los vencidos, sino en la permanente resistencia contra el Caudillo, situación que los obligó a desarrollar un alto grado de resiliencia. Como los personajes más entrañables de sus novelas, como el Pijoaparte de Últimas tardes con Teresa (1962), Juan sabía que tenía todo por ganar porque todo, de hecho, estaba perdido.
BARCELONA EN LA POSGUERRA
Los recuerdos que guardaba de la Guerra Civil, que empezó un 18 de julio como el día en que murió, eran vagos: los bombazos, el desconcierto que seguía, los simulacros, las carencias, la tristeza generalizada, la rabia y la injusticia de la derrota, el llanto de su padre cuando las tropas franquistas ocuparon Barcelona. Luego, la carestía y el traslado a Tarragona, a casa de los abuelos maternos y católicos, a donde fue a parar; la certidumbre de que aún se podía hacer algo, porque renunciar a la posibilidad del exilio era una forma de no claudicar, de continuar luchando por quién sabe qué, al costo de la miseria que los primeros años de la posguerra deparó a la familia. Marsé evocaba cómo de noche, en su casa, entraban y salían hombres misteriosos con portafolios bajo el brazo, sobre los cuales nunca hizo preguntas. Quizá no significaban nada, lo cierto es que su padre se convirtió en un sospechoso común para la guardia civil en Barcelona.
A pesar de todo, no era Pep a quien admiraba Juan, sino a Berta, quien le proveyó sus primeras lecturas: historietas o tebeos (así llamados en España), a los que Marsé les reconoce su afición por la literatura y el desarrollo de su instinto narrativo, la convicción de que lo central es tener una buena historia que contar. No obstante, le atribuía a su padre la afición al cine, que marcó su técnica narrativa, por la feliz circunstancia de que gracias al trabajo de Pep —en el Ayuntamiento de Barcelona, como exterminador de ratas e higienizador de las salas cinematográficas— pudo ver durante la adolescencia un sinfín de películas sin pagar un céntimo. Hay un homenaje al cine en una de sus mejores novelas, El embrujo de Shanghai (Premio de la Crítica y Premio de Europa de Literatura Aristeión, 1994), que toma el nombre de la versión castellana de The Shanghai Gesture (1941), aunque la historia podría partir de una versión ligeramente sórdida del escocés Robert Louis Stevenson, mezclada con algo de El halcón maltés y otros clásicos del cine negro. Es la inmensa nostalgia de lo perdido (“Los sueños juveniles se corrompen en boca de los adultos”, arranca la novela), de lo que no sucedió, que destila la obra de Marsé en sus barrios barceloneses, tan ficticios como el París cortazariano de Rayuela.
Y como muchos protagonistas de su hijo adoptivo, Pep Marsé tenía problemas con la justicia un día sí y otro también; incluso pasó un tiempo en la cárcel en 1954, por una acusación “poco clara” de fraude, según el biógrafo Cuenca. No se piense, sin embargo, que Pep es un personaje trágico como el que parece inspirar a Jan Julivert Mon en Un día volveré (1982), entrañable novela señalada como “western intimista”, una épica de la derrota dedicada a su padre, quien le “enseñó a combinar la concienciación con la escalivada”, es decir, que la conciencia social y la buena vida podían compartir la mesa. “En la Barcelona de la posguerra” —como suelen comenzar las contraportadas de Marsé—, un chico llamado Néstor se encuentra con su tío Jan Julivert Mon, excombatiente y boxeador que acaba de purgar una condena por asalto a mano armada. Néstor, huérfano de padre, ha convertido al tío en su máximo héroe, convencido de que cobrará venganza a quienes destruyeron su vida; el héroe, sin embargo, regresa molido por la realidad, con la pobre esperanza de rehacer su vida, cosa que obviamente le estará vedada.
ORFEBRE Y NOVELISTA
En 1946, a los trece años, Berta consideró que su hijo debía prepararse para enfrentar la vida y, sobre todo, aportar a la casa. Consiguió que entrara como aprendiz de orfebre en un taller de joyería, al cual dedicó trece años de su vida. Dejó los estudios, pero la literatura lo acompañó por el resto de sus días.
Fue en el taller donde pergeñó sus primeras historias, “siempre a mano”, afirma, aunque no sabía qué hacer con su vida, ni parecía conforme ni resignado a hacer carrera como operario en el taller de joyería. Sus horizontes literarios habían crecido con la voracidad e inconformidad del joven que ambiciona un mundo mejor, que sólo es posible en los libros. Las lecturas juveniles de Verne y Salgari habían quedado atrás y ahora leía, por el afán de aprender, guiado solamente por su extraordinario instinto, a Cervantes, a Dickens, a Faulkner, a Baroja. Lo mejor de la novela clásica y contemporánea ilustraron al novelista en ciernes que, durante al servicio militar, emprendió el borrador de algo así como una novela: Encerrados con un solo juguete.
Fue entonces que se cruzó en su camino Paulina Crusat, una escritora y traductora catalana desconocida para el lector mexicano, punto menos que olvidada en España. Como la historia del taxi, fue algo fortuito: sucedió que la señora Marsé entró al servicio de la madre de Crusat, quien, sabedora de las aspiraciones de Juan, ya de veinticuatro años, le recomendó que le escribiera a su hija en Sevilla, que también escribía, algo saldría de eso. Y a juicio de Juan, salió todo. Paulina le brindó la confianza que necesitaba para explotar su universo personal y seguir su instinto literario, le ayudó a publicar sus primeros relatos y a someter a concurso su primera novela en el Premio Biblioteca Breve convocado por Seix Barral.
Ya se sabe cómo terminó el asunto del premio y lo que vino después: finalista en un concurso declarado desierto por falta de quórum. Sin embargo, el editor Carlos Barral detectó al narrador que había en Marsé y las posibilidades comerciales que un escritor de sus características, venido de abajo, forjado a sí mismo, tendría en su catálogo. Quizás al grupo de Barral le interesaba que se convirtiera en la voz del proletariado, pero Marsé rechazó de manera contundente la posibilidad de convertirse en cualquier cosa que no fuera el escritor que él quería ser, contenido social o no. Así que se limitó a seguir, como le aconsejara Paulina, su instinto y a jugar con sus personajes; de esa convicción y algunas anécdotas propias y ajenas nació la trama de Últimas tardes con Teresa, piedra angular de uno de los proyectos literarios más sólidos, honestos y envolventes del siglo XX en lengua española, que vendría a reforzar Si te dicen que caí (1973).
Finalmente, pensaba, “¿a quién le interesa la historia de alguien que lo tiene todo y al final no pierde nada?”. Marsé optó por concentrarse en la historia de los que viven con una mano por detrás y otra por delante, los que no tienen nada que perder. Dejar constancia de esa España dividida que cada vez sabía menos cómo acomodar su pasado inmediato. Quizá por ello fijó su universo literario en los duros años de la posguerra, en la grisura de la aceptación de la derrota, la negación de una vida mejor, la evasión y la fábula como única fórmula para resistir el paso de los días, los estragos de la realidad.
CUANDO JUAN MARSÉ recibió el Premio Juan Rulfo en 1997, Mario Vargas Llosa dijo en la FIL Guadalajara uno de los lugares comunes más verdaderos sobre el narrador catalán: “No sabe realmente cuánto talento tiene, qué importante es la obra que ha hecho, ni cuánto le debemos sus lectores”.
Y no, ya no lo sabrá, pero nosotros lo sabemos, y eso es bastante.