“Colgaré de brillantes farolas apestosas”, pronosticó Charles Bukowski en El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco. Y la profecía se ha cumplido. Desde su muerte, su fama no ha hecho sino incrementarse.
Hacia el final de su vida atisbó lo que le aguardaba: el reconocimiento sin límites. Sin embargo, la mordacidad lo acompañó hasta la tumba. Y se burló de lo que su figura devendría. Sabía que convertirse en una celebridad significaba pertenecer a una rancia institución.
Y renegó de su futuro ingreso en el panteón de los considerados grandes.
“El mejor lector y el mejor ser humano son los que me recompensan con su ausencia”, aseguró en 1991. No hay duda, de encontrarse vivo hoy, probablemente se rehusaría a cualquier homenaje. Pero aquí estamos sus necios lectores para festejar su centenario. Para encender otra farola apestosa más.
Cuando era un imberbe mequetrefe me convertí en un fagocitador de bibliotecas ajenas. No tenía dinero ni la intención de trabajar. Tuve la suerte de conocer a José Ramírez. Quien tenía toda la obra narrativa de Bukowski publicada hasta el momento. Me quedé a dormir en su casa poco más de una semana, hasta que devoré todos los libros. El primer cuento que leí fue “La chica más guapa de la ciudad”. Y ya no pude parar.
A partir de entonces he sido un lector intermitente de Bukowski. Cuando tuve oportunidad compré todo lo que ya había leído. Porque ansiaba poseerlos. Y como ocurre con los escritores que valen la pena, perdí los libros. Unos me los robaron, otros los regalé y algunos los presté y jamás me los regresaron. Hace un par de años me percaté de que mi biblioteca tenía sólo un título de Buk. Entonces comencé a comprarlos de nuevo. No desaproveché para releerlos. Y descubrí que mi relación con su producción sigue tan sólida como desde el principio. Y que su trabajo ha envejecido más dignamente que el de muchos otros autores consagrados.
Jack Kerouac encarna el mito del poeta-novelista por excelencia. Pero Bukowski fue más allá. A mí me cautivó como cuentista. Me parece un maestro del relato. Otros lectores son atraídos por sus novelas. Pero también un gran sector de seguidores lo admiran como poeta. Pocos escritores pueden presumir de esta hazaña. De despertar el interés de distintos públicos con una intensidad que raya en la adoración frenética.
Lo que le permitió conseguir un equilibrio fue la escritura
Tras la muerte de Bukowski han aparecido algunos libros con material inédito. El último es Las campanas no doblan por nadie. El relato del mismo nombre es una pieza magistral y breve sobre el absurdo. Bukowski era un hombre de letras con un gusto por la bebida. Pero también era un borracho que escribía. Sólo siendo uno de ellos, sólo perteneciendo a la clase marginal se puede escribir como él lo hizo. Sobre los bajos fondos. Esos que hasta el día de hoy nos empeñamos en negar, pero que son el caldero donde se desarrolla gran parte de la vida de nuestras sociedades en bancarrota económica y espiritual.
La literatura le permitió a Bukowski sublimarse. Escapar de las pensiones de mala muerte y conducir un Acura del año. Pero jamás olvidó que la vida está llena de trampas. Lo que le permitió mofarse de sí mismo hasta en sus momentos de mayor intimidad. “Tenía suerte.
En el jacuzzi. Garganta irritada, dolor de cabeza, pero tenía suerte. Viejo escritor en jacuzzi, divagando. Agradable, agradable. Pero el infierno está siempre ahí, esperando para desovillarse”. Ni un solo minuto compró la falacia del hombre realizado.
Pero Bukowski también es un mito. Y si bien fue un alcohólico consumado bajó la intensidad de su ingesta. Lo que le permitió vivir 78 años. Abandonó el licor duro y su amada cerveza. Y se dedicó al vino tinto (y al blanco ocasionalmente). Lo que le garantizó no sufrir una muerte como la de Kerouac, a quien le estalló el hígado literalmente. Bukowski murió de anemia. Lo que le permitió conseguir un equilibrio fue la escritura. Fue un autor prolífico. Su voluminosa obra es una prueba de que no estaba briago las 24 horas del día.
“Mi alma está en peligro, siempre lo ha estado”, declaró al verse rodeado de comodidades. Pero no sólo su alma, también la de todos nosotros. Por eso su sabiduría sigue indemne. Su mayor triunfo fue demostrar que la senda del perdedor es al final un camino tan válido como cualquier otro.