El alma nos volvió al cuerpo

Con varias décadas de trabajo periodístico y literario que han afilado su oficio de narrador, reconocido cronista de Ciudad Nezahualcóyotl —o Nezayork—, Emiliano Pérez Cruz comparte un nuevo cuento donde reconocemos tanto ambientes como personajes que habitan su escritura. Es decir, la vida cotidiana de inmensas mayorías acosadas por la marginalidad, la exclusión y la violencia en los cinturones de pobreza que integran la periferia de la megalópolis chilanga.

El alma nos volvió al cuerpo Foto: Especial

Yo jugaba con mi hermana Ivana en aquella ladera que comunicaba con la colonia, por el lado de los basureros: escarbábamos y lo que hallábamos eran nuestros tesoros. En un bolso de mano los depositábamos y seguíamos rascando con nuestras manos llenas de costras de mugre, escamosas, las mismas con las que recogíamos una fruta, un trozo de pizza, dulces, granos de pozole que no estaban acedos. Cuando nos daba hambre buscábamos una lomita, en su cumbre extendíamos el hule donde guardábamos la comida y nos dábamos un atracón.

Con las monedas recogidas íbamos al jacal ubicado a la entrada del basurero. Tenía exhibidores con papas fritas, cacahuates, galletas y refrescos. Comprabamos nuestro par de cocacolas y parados en la lomita competíamos para ver quién eructaba más fuerte, como leones con catarro, roncos.

Nos gustaba ir temprano al tiradero, y cuando el sol bajaba salíamos cada quien con un costal en la espalda, que se nos encorvaba. En la mano, el trozo de vidrio filoso con su empuñadura de suela neolite, para que no nos cortara. Esto, desde la vez que nos topó el Nahuatlaca y nos quitó los trozos de cobre y bronce pepenados.

Corrimos y regresamos por puntas de vidrio para que nos devolvieran lo nuestro. De un manazo nos quitó las armas, nos agarró de las greñas: ¿Te sientes muy gallito, y tú muy gallina?, nos ladró en la cara. Yo me aplaqué, pero Ivana le siguió tirando patadas con sus zapatotes de minero, con casquillo de acero.

—Cáiganse con todo —ordenó, muy endemoniado. Quisimos alegar, pero se acercó el Mocotes y con otro grito nos aplacó:

—Tranquilos o me cojo a los dos.

—Con mi hermano no te metas, cabrón —gritó Ivana, empuñando un alambrón con la punta afilada.

El Nahuatlaca la desarmó y de las trenzas la arrastró hasta la casucha de cartón negro. Yo corrí tras ellos y cuando quise entrar el Mocotes me sentó de un cabronazo en plena cara:

—Aguántala aquí o nos cogemos a los dos

—caí entre piedras, las rodillas me sangraron.

Un rato después salió el Nahuatlaca fajándose los pantalones:

—Vas, te toca —indicó al Mocotes.

Cuantas veces intenté levantarme, el Nahuatlaca me aplastó contra el suelo. Quise gritar, me abrazó, quise zafarme, me revolqué en el terregal. Un garrotazo en la nuca me serenó y dormí un rato.

Cuando desperté, Ivana estaba acuclillada frente a mí. De su entrepierna escurría sanguaza. Tenía la cara marcada... Eran los dedos del Nahuatlaca y el Mocotes. Se llenaron mis ojos de lágrimas. Mi hermana bufaba, desparramaba coraje.

Nos abrazamos y los chillidos nos soltaron los mocos, que nos embarramos en los cachetes. Ivana me ayudó a levantarme y caminamos juntos por la orilla del bordo que separaba los basureros de las colonias. No le vayas a contar a nadie, dijo.

Cuando desperté, Ivana estaba acuclillada frente a mí. De su entrepierna escurría sanguaza. Tenía la cara marcada... Eran los dedos del Nahuatlaca

Antes de llegar al mercado vimos venir un remolino enorme. Levantaba papeles, plásticos, hojarasca, tiliches. Y crecía, crecía. Como otras muchas veces, lo perseguimos por el llano, contamos hasta tres y ¡adentro!, nos metimos haciendo la señal de la cruz y repitiendo a gritos:

—¡Cruz-cruz, que se vaya el Diablo y que venga el niñito Jesús!

Salimos del remolino sudorosos, con las greñas sobre la cara. ¡Los costales!, recordamos al mismo tiempo. El corazón nos saltó, des-

bocado. Miramos a todos lados. Ahí estaban, el alma nos volvió al cuerpo. Nos abrazamos riendo a carcajadas y fuimos a la casa de don Miguelón, quien nos daba unas monedas por los fierros y alambres de cobre y bronce.

El dinero nos quemaba las manos. Salimos del expendio de don Miguelón escondiendo los fierros que levantábamos de su patio, escurridos de los montones que acumulaba. Por la tarde se los venderíamos. Dimos vuelta a la manzana y llegamos a la casa donde Adelina ponía leña debajo del cazo de cobre donde preparaba el azúcar para cubrir las manzanas y los tejocotes que su marido, don Doro, vendía por las calles armado con un espantamoscas hecho con tiras de periódico.

—Acomídanse, traigan acá el bote del azúcar y les ofrezco un taco, pero hay que ganárselo, no se los voy a dar de oquis.

Llevamos el bote, arrimamos cada quien una piedra y nos sentamos cerca del fogón.

—Se van a enroñar con este solazo y el calor de la lumbre, escuincles —vaticinó Adelina y puso un paraguas atado al tendedero, sobre nuestras cabezas.

El sol quedó detrás de una nubecilla negra. Adelina acercó el tascal con tortillas recién hechas y el molcajete con salsa de chile verde y tomatillo.

—Hubieras llegado antes, para hacer la salsa —me dijo—. Te queda mejor que a mí. El chile de hombre es muy sabroso —agregó y sentí que las orejas me ardían por la vergüenza.

Muy quitados de la pena saboreábamos nuestro plato, hasta que Adelina reparó en las costras resecas en la entrepierna de Ivana.

—¿Qué te pasó ahí? —quiso saber.

—El Nahuatlaca me hizo la cochinada —dijo Ivana como si nada.

—Vete a lavar. Luego te llevo a tu casa. Lávate bien, hasta mero adentro.

Adelina se veía muy enojada.

—¿Tú por qué no la defendiste? —reclamó.

Le conté lo sucedido y le puse la mano en el chichón que me dejó el garrotazo en la cabeza. Y luego, entre risa y risa, le contamos que el remolino nos tragó y luego nos dejó libres ya muy cerca de la laguna.

—Nomás les gusta andar de vagos, por eso les pasan cosas. Ora habrá que esperar hasta que te llegue la luna, muchacha: quiera Dios no te haiga preñado ese cabrón, ¿ya qué edad tienes, tú?

—Doce, tengo doce años cumplidos en febrero apenitas... Y no me ha cornado la luna todavía —dijo Ivana, muy seria—. ¿Eso ayuda?

—Yo creo que sí —aseveró Adelina—. De todos modos, ora que venga tu mamá de trabajar le contamos, por si llega a ser la de malas... Yo creo que te dará una chinga, porque les ha dicho que no anden de vagos. Miren a lo que se exponen...

—Mejor no le diga nada —dije.

—¿Y que se dé cuenta cuando le empiece a crecer la panzota a esta mensa? Mejor que se entere, por si necesita espantar a la cigüeña...

Ivana se quedó en silencio. Luego estuvo mordiéndose el labio de abajo, como cuando le entra la preocupación. Se levantó y llevó su plato al lavadero. La vi tomar el cuchillo filoso con el que Adelina desuella a los conejos, y la vi acomodarlo entre su blusa, donde las chichis comenzaban a crecerle. Me hizo señas para que la siguiera.

—Al rato venimos, Ade. Vamos a buscar remolinos —dijo.

Yo le creí. Agarramos rumbo al bordo.

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