Ray Bradbury

El hombre de Illinois

Primero se dio a conocer por su narrativa policiaca; luego ofreció relatos de la imaginación, con atmósferas seductoras. El mito del escritor comenzaría a cuajar en 1953, al publicarse Fahrenheit 451; en paralelo, divulgó anécdotas de infancia que lo señalaban como un predestinado de la literatura. En 1954, Borges hizo el prólogo a la primera edición en español de Crónicas marcianas y consignó su asombro ante ellas. Gerardo de la Cruz analiza cómo Bradbury se ocupó de añadir elementos a la percepción de su obra y de su propio personaje.

Ray Bradbury
Ray Bradbury Fuente: medium.com

La literatura produce efectos inverosímiles. Pude consignar acontecimientos reales, fidedignos y bien documentados, de tal manera que, al ser filtrados por los autores, resultan no sólo increíbles, sino inéditos; y a la inversa, lo que es absolutamente ficticio puede ser asimilado por el lector como parte de su realidad y despertarle, si no compasión, tal empatía que se le termina dando carta de naturalidad a lo que es fantasía pura. El trabajo final del autor —una de las grandes lecciones de Cervantes— consiste en sumir al lector en la fábula como si fuera la biografía de uno mismo o la de un íntimo.

La obra de Ray Bradbury, desde sus primeros relatos fantásticos y policiacos, revela esa necesaria trasmutación alquímica que parte de su personal interpretación de la realidad, que siempre es poética, con una densa carga metafórica, un trabajo minucioso en la construcción del lenguaje, lejos del realismo sucio que promovieron contemporáneos suyos, entre ellos Norman Mailer, Raymond Carver o Charles Bukowski.

Observador agudo de su tiempo, Bradbury atinó en su renuncia a retratar esa sociedad golpeada por la Gran Depresión, devastada por la Segunda Guerra Mundial, en tensión constante por la Guerra Fría, bajo el asedio macartista, dividida por un muro entre buenos y malos (como antaño se dividía entre fieles e infieles, Inquisición de por medio). Más que penetrar en la naturaleza de esos fenómenos, le interesó indagar en sus posibles consecuencias históricas y sociales para advertir sobre éstas desde la literatura, como lo hicieron Jonathan Swift, G. K. Chesterton y George Bernard Shaw.

Bradbury optó por caminar la senda que conduce a una realidad imaginaria y seductora, y construir, desde ese punto del camino, una realidad alterna que, a pesar de su atractivo, no deja de ser incómoda, como todas las verdades, como toda profecía que al final se cumple.

Ray Bradbury
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EL MITO, LA VOCACIÓN Y LA FORTUNA

Jorge Luis Borges, generoso al referirse a un hallazgo de la imaginación, advirtió el increíble potencial de la literatura de Ray Bradbury cuando prologó la primera edición en español de Crónicas marcianas (Ediciones Minotauro, Buenos Aires, 1955): “¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad?”. La respuesta la dará él mismo, pero antes de ir a ella, es necesario explorarla de manera concreta.

Cuando Crónicas marcianas llegó a manos del escritor argentino, el “hombre de Illinois”, nacido bajo el nombre de Raymond Douglas Bradbury, había escrito decenas de relatos policiacos, de terror, fantásticos y de ciencia ficción; contaba con tres colecciones de cuentos publicadas, una novela destinada a convertirse en un texto icónico del siglo XX y había aceptado la oferta de John Houston para escribir la adaptación cinematográfica de Moby Dick, la novela clásica de Herman Melville (1956).

La historia es bien conocida no sólo por sus seguidores, sino porque se ha convertido en un mito que el mismo Bradbury alimentó en entrevistas, conferencias, artículos y prólogos a su propia obra. Con plena conciencia se encargó de aportar todos los elementos dramáticos necesarios para hacer de la suya una historia extraordinaria, un ejemplo de vida. Todo comenzó con un niño que, a los nueve años, afectado por las críticas de sus compañeros, decidió romper su colección de historietas de Buck Rogers, su máximo héroe, y luego, tras ese impulso de debilidad, reaccionó, se sobrepuso a la envidia, se reconcilió consigo mismo y mandó al diablo a los demás. No iba a renunciar a lo que más amaba por el qué dirán, y en vez de bajar los brazos o lamentarse por lo que había hecho, volvió a empezar de cero su colección de Amazing Histories y Buck Rogers.

Esta anécdota infantil es la primera de muchas que describe como definitivas en su carrera como escritor, las cuales reunió en Zen en el arte de escribir (1978). La segunda, también la más conocida e increíble, es la del Señor Eléctrico. Sucedió a principios de septiembre de 1932, durante la celebración del Día del Trabajo en Estados Unidos, con la instalación del Show de los Hermanos Dill a las afueras de su pueblo natal. Una feria de poca monta tenía entre sus atracciones principales a un mago que, tras recibir una descarga de “diez billones de voltios de pura energía azul y restallante”, se paseaba entre el público blandiendo una enorme espada como Excalibur con la cual transmitía, en alta voz, una consigna: “¡Vive para siempre!”. Ray, que acababa de cumplir doce años y tenía la cabeza llena de Edgar Rice Burroughs e historias efervescentes que escuchaba en la radio, interpretó el acto como un mandato. Al día siguiente fue en busca del Señor Eléctrico con cualquier pretexto y pasó la tarde con él, conversando. Eléctrico reconoció en el muchacho a la reencarnación de su mejor amigo, muerto en 1918 en la batalla de Las Ardenas, en Francia. Y como por arte de magia, unos cuantos días después, Ray comenzó a escribir como desaforado con una meta precisa: mil palabras al día y un cuento por semana, disciplina que se prolongó al menos por una década.

La Gran Depresión alcanzó a la familia y, en 1934, los Bradbury se vieron en la necesidad de cambiar de residencia a Los Ángeles, California. Apenas concluyó la high school en 1938, Ray tuvo que trabajar como repartidor de periódicos para mantenerse. Todos los días iba a la biblioteca pública a leer y a escribir porque no había manera de pagar sus estudios; pero la educación que él necesitaba, la que él deseaba, estaba justamente allí, en los pasillos de la biblioteca. Le bastaba navegar entre los estantes, tomar un libro de Historia, de Física, de Herman Melville, de Marco Aurelio, de lugares extraordinarios, para abstraerse de la miseria y del horror de la guerra y viajar sin que sus problemas de visión lo inhabilitaran para cualquier cosa, empezando por el servicio militar. Allí nacieron los cuentos que reunió en Dark Carnival (1947, depurado en 1955 como El país de octubre), El hombre ilustrado (1951) y Las doradas manzanas del Sol (1953); allí vislumbró la conquista de Marte y trazó esos chispazos de genialidad que dieron origen a “El bombero”, el relato que, a petición de su agente literario, transformó en Fahrenheit 451. Y por si fuera poco, en medio de todo esto, un viaje a México en 1946, que sólo pudo financiar cuando salió de su zona de confort (los fanzines de bajo presupuesto y la revista Weird Tales) para vender bajo seudónimo sus primeras historias fantásticas y de ciencia ficción a revistas de prestigio: Charm, Mademoiselle y Collier’s. Convencido de que su futuro estaba en la escritura, tuvo el valor de casarse y, como regalo de bodas, recibió esa misma semana una llamada de uno de los agentes literarios más sagaces del siglo XX, Don Congdon, a quien el autor dedica Fahrenheit 451.

Quién sabe cuánto exista de calculada ficción en la biografía de Bradbury, pero la historia de su vocación literaria y los obstáculos que sorteó para que despegara su carrera como narrador corresponden con el viaje del héroe. El coraje del niño de nueve años que se rebela y enfrenta a los suyos; la misión que un desconocido le asigna en el escenario de una precaria feria; su inmersión en la biblioteca pública, su lucha o sacrificio para educarse por cuenta propia, escribir y pasar en limpio sus relatos, con las innumerables coincidencias afortunadas que le sucedieron en una de las historias de superación más perfectas, en espera de su adaptación al cine.

Quién sabe cuánto exista de calculada ficción en la biografía de Bradbury, pero la historia de su vocación literaria y los obstáculos que sorteó para que despegara su carrera como narrador corresponden con el viaje del héroe .

TERRÍCOLAS MARCIANOS

¿Qué había hecho Bradbury para que sus Crónicas marcianas llenaran de terror y soledad a Borges? Él mismo intuyó la respuesta en su prólogo: “Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo ‘fantástico’ o a lo ‘real’”.

La percepción de Borges sobre el joven Bradbury es amplia: reconoce su talento, lo dota de una genealogía literaria que alcanza a los clásicos y remata con esa revolución imaginativa y gozosa llamada H. G. Wells. Finalmente, reviste de un carácter shakespeariano su espíritu visionario al recordar el momento en que Próspero, en La Tempestad, le pregunta a su hija: “¿Qué más ves en el oscuro fondo abismal del Tiempo?”. Borges estableció con amplitud las pautas de aproximación crítica al genio de Bradbury; sin embargo, es una visión incompleta que dejaba deliberadamente al margen su lado moralista, quizá para no incurrir en una obviedad, pues la literatura de anticipación es, en el fondo, moralista.

Tampoco es casual que Borges recurra a Luciano de Samosata y a Kepler para orientar al lector respecto a las Crónicas; le interesa enfatizar las posibilidades del relato de Bradbury, el dictamen pesimista del destino de la humanidad. La bala de cañón con laque el barón de Münchhausen alcanzó la Luna había sido reemplazada por Verne con un poderoso proyectil adaptado como pullman; Wells sugirió la destrucción de la Tierra a manos de los marcianos. Bradbury operó con rigor histórico en sus Crónicas marcianas y trasladó al terreno de lo probable lo que hacia finales de la década de 1940 se planteaba como una posibilidad: los viajes espaciales y el fin de la humanidad. La poderosa artillería alemana había demostrado, durante la Segunda Guerra Mundial, que un cohete como el V2 podría alcanzar el espacio, y la capacidad destructiva de la energía nuclear hizo manifiesto lo que ya se sabía: que la humanidad tiene en sí misma a su verdugo. La conquista de la Luna era cuestión de tiempo; en cambio, la colonización de Marte ofrecía la posibilidad de poner al lector frente a un espejo y advertirle sobre el futuro.

La bitácora de Bradbury devuelve al lector una visión amarga de la civilización moderna. No dista mucho del afán de los cronistas de Indias por consignar el descubrimiento de un nuevo mundo y que termina regodeándose en su destrucción. Un afán de historiar el enfrentamiento de dos civilizaciones que, paradójicamente, son la misma, sólo que una intenta renunciar a sus raíces destructoras. Desde la primera estampa, que describe el abrasador despegue de un cohete en enero de 1999, hasta la historia de octubre de 2026, donde un padre de familia enuncia el propósito de esta migración interplanetaria: “Estoy quemando una manera de vivir, esa misma manera de vivir que ahora se quema en la Tierra”. Una manera de vivir donde el hombre, cegado por la ciencia y los avances tecnológicos, ha hecho a un lado lo más importante: la felicidad espiritual.

Ray Bradbury
Ray Bradbury

INTELIGENCIA EN LLAMAS

Pero a Bradbury le importaba poco la vida en Marte; lo que en realidad le interesaba era cambiar la vida aquí y ahora, por ello los verdaderos marcianos son los terrícolas que aspiran a una vida ética y feliz; son los que han escapado del asfixiante mundo de Fahrenheit 451.

El papel arde, sin ningún agente externo, a 233° Celsius; pero basta con acercarle un fósforo a un libro para que sus páginas se incendien y quede reducido a cenizas. Esto lo comprobaron los egipcios tras la destrucción de la Biblioteca de Alejandría; lo constató el nefasto Savonarola, quien no se conformó con alimentar su hoguera de las vanidades con libros, sino con toda obra de arte que consideraba inmoral; lo confirmaron inquisidores, protestantes, comunistas, nazis, puritanos y, sin embargo, pareciera que Ray Bradbury patentó la quema de libros como estrategia para impedir el acceso al conocimiento y a cualquier forma de felicidad en Fahrenheit 451. Cuando llegan noticias actuales de quemas de libros, se comenta con asombro que el episodio “parece sacado de una novela de Ray Bradbury”, cuando él simplemente llevó al límite la experiencia histórica en una época que, hoy en día, sigue viendo la cultura como un agente peligroso, y para muestra los talibanes que a martillazos destruyen el patrimonio de la humanidad.

Hacia los años noventa, Bradbury emprendió una batalla contra el sistema educativo estadunidense. En el prólogo a la edición del cuarenta aniversario de Fahrenheit 451 se lamentaba de que “no hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe... no se necesitan Beattys que prendan fuego al queroseno o persigan al lector”, y defendió a capa y espada el libro impreso y las bibliotecas como motores culturales. Murió el 5 de junio de 2012, consciente de que esa última batalla en favor de la lectura libresca estaba perdida, pero con la certeza de que Fahrenheit 451 y Crónicas marcianas permanecerían en pie de guerra durante muchos años.