En otoño de 1945, Ray Bradbury conoció algunos lugares de México, estuvo en Morelos, Guadalajara y Michoacán. Lo que más le llamó la atención de nuestro país fueron los sonidos urbanos y la tradición del Día de Muertos. En 1972 publicó El árbol de las brujas (Minotauro, México, 2020) y lo dedicó a Madame Man’ha Garreau-Dombasle, a quien conoció en la isla de Janitzio, en Pátzcuaro.
El árbol de las brujas es una narración de corte juvenil, donde el autor elabora un minucioso recorrido por la historia, los mitos y las leyendas de diferentes culturas que honran la memoria de sus ancestros. El pasado y el presente se combinan para exponer una serie de elementos que dan cuenta de los lazos en común de varias civilizaciones. La muerte tiene permiso para deambular por estas páginas y enseñarle a un grupo de niños cómo se celebran fiestas entre el horror y el asombro, entre la fe y la añoranza, sin desviar el eje de una historia que es fresca y lúdica.
SU TÍA EVA era conocida como La señora de las calabazas. Ella inició al niño Bradbury en la lectura de los cuentos de Edgar Allan Poe, escritor que aparece en varias de sus obras. “Mil sonrisas calabaceras se asoman desde el Árbol de las Brujas y más de dos mil ojos torvos y mordaces guiñan y parpadean con miradas frescas recién cortadas” (El árbol de las brujas, op. cit., p. 10). En tanto, su personaje Mortajosario conduce a ocho niños que salen a pedir prenda o premio (trick or treat). ¿Qué tiene de especial esa Noche de Brujas?
El disfraz que cada niño selecciona resulta fundamental en el relato, pues terminará por ser un complemento para los coprotagonistas de estas microhistorias. Al parecer todos tienen una vestimenta diferente a la de siempre, con excepción de Pipkin, el menor de ellos, que en ese momento se encuentra rezagado del resto del grupo; esa demora en Pipkin será crucial porque acabará siendo presa de diversas deidades y espectros.
CON ESTA HISTORIA, aparentemente sencilla, el escritor da cuenta de que cualquier tradición tiene cabida en estas fechas si su propósito es conocer el origen de la Noche de Brujas, la Víspera de Todos los Santos.
Los niños construyen una cometa que utilizan como medio de transporte en otras latitudes. La primera lección ocurre en Egipto, ahí se enteran de la muerte de Osiris, rey de los muertos. Mortajosario, su guía en este periplo, les da una clase sobre cultura egipcia, en especial a Ralph, el chico que ha elegido el disfraz de momia:
“Envueltos en un capullo de hebras, esperaban renacer transformados en bonitas mariposas, en algún tiempo remoto, un mundo hermoso y acogedor. Conoce tu capullo, muchacho. Palpa los extraños lienzos”. (Ibid., p. 70).
Después asisten al Festival de las escobas de octubre. Los niños montan una escoba que los conduce a las brujas, siempre perseguidas e incomprendidas a lo largo de la historia. Para Bradbury, representan la inteligencia, el conocimiento. A su vez, Jules Michelet —en La bruja— las había visualizado como mujeres convertidas en hadas, magas por amor, lúcidas, que atraen la buena suerte y alejan las desgracias.
El próximo destino es París. Mortajosario les pide a sus discípulos que le ayuden a construir la catedral de Notre Dame, ladrillo por ladrillo, en tanto uno de ellos, Wally Babb, asegura que es una más de las feroces gárgolas:
Notre Dame estaba infestada de bestias y telarañas, de miradas maléficas y luces siniestras y máscaras [...] venían dragones persiguiendo a niños, y ballenas tragándose a Jonases, y carretas desbordantes de calaveras y huesos. Acróbatas y saltimbanquis, tironeados por demiurgos, cojeaban y caían en extrañas posturas para petrificarse en el tejado. (Ibid., p. 109).
Cuando otro personaje, Tom, pregunta qué son esos seres mitad mujer y mitad león, obtiene por respuesta de su mentor que se trata de los pecados. Le dicen que ahí “repta la carcoma de la conciencia”.
MÉXICO ES LA ÚLTIMA escala de su periplo. La cometa de otoño se detiene en la isla de Janitzio en Día de Muertos. Lo primero que observan es que hay botes que se mueven como insectos acuáticos, así describen a las barcas de los pescadores michoacanos, con redes que parecen alas de mariposa. La barca los transporta a un cementerio y ahí observan, perplejos, cómo la gente coloca las ofrendas. Escuchan que tocan la guitarra y cantan. Cuando asimilan que la fiesta es tanto para vivos como para muertos, Tom exclama, entusiasmado:
¡El Día de Brujas mexicano es mejor que el nuestro! [...] Allá, en Illinois, hemos olvidado de qué se trata. Quiero decir los muertos, allá en nuestro pueblo, esta noche, diantre, nadie piensa en ellos. Nadie los recuerda. A nadie le importan. Nadie va a sentarse a conversar con ellos. Eso sí que puede llamarse lealtad. (Ibid., pp. 127 y 129).
Bradbury compara la celebración del Día de Muertos en México con el Día de Acción de Gracias, y le añade, a través de la voz de los niños, que se trata de una sesión espiritista en donde unos comen, mientras varios familiares ya no están. El guía aprovecha para mostrarles cómo son los diferentes tipos de calaveras de dulce que los niños pueden saborear: de azúcar, chocolate... Quedan atónitos al encontrar calaveras con sus respectivos nombres.
Los sonidos de México —escriben en el vino del estío—, en un cálido y amarillo mediodía, entraron por la ventana y llegaron al teléfono. El coronel no podía ver a Jorge que sostenía el aparato, apuntando en la embocadura hacia el día brillante
Cada lugar que visitan los niños y Mortajosario es una revelación, menos para Pipkin, quien padece una serie de complicaciones: raptos, hechizos, apariciones, persecuciones de los dioses, monstruos y brujas que deambulan a lo largo de la historia. En la última estación, una vez que han conocido la tradición del Día de Muertos, deben romper piñatas que hallan en el Árbol de las Brujas: diablos, fantasmas, calaveras, brujas que se mueven con el viento. Pero no está Pipkin, y para salvarlo aceptan un pacto que les propone Mortajosario: cada uno le dará el último año de su vida, a cambio de que su amigo regrese con ellos y no permanezca prisionero en una catacumba, desde donde lo escuchan llorar. Ellos aceptan el trato, ahora tienen entre diez y doce años; están advertidos de que cuando llegue a sus vidas el señor D del Destino o el señor H de Huesos, deberán pagar lo prometido.
Desde el punto de vista del escritor, la celebración es siempre la misma, sólo cambia de nombre según el año y el lugar: Fiesta de Samhain; Día de los Muertos Queridos; Todas las Almas, Todos los Santos; Día de los Muertos; Día de Todos los Santos; Fiesta de las Brujas.
OTRA NOVELA JUVENIL es El vino del estío (hay reedición en Minotauro, México, 2020). Se publicó en 1957, cuatro años después de Fahrenheit 451. La narración transcurre en 1928, describe las aventuras de Douglas Spaulding (12 años) en compañía de su hermano Tom (de 10) en una ciudad llamada Green Town (que en realidad es Illinois, la ciudad donde creció el novelista). La mirada de Douglas es precisa, se maravilla de las cosas que lo rodean (grandes y pequeñas), de plantas, animales y objetos innovadores. Puede parecer una novela surrealista:
La hierba murmuraba bajo el cuerpo de Douglas. Bajó el brazo, con su vaina de pelusa, y sintió, muy lejos, allá, los dedos que crujían en los zapatos. El viento suspiró en los caracoles de las orejas. El mundo se deslizó brillantemente por la superficie vidriosa de los ojos, como imágenes centelleantes en una esfera de cristal. Las flores eran de sol y encendidos puntos celestes, esparcidas por el bosque. Los pájaros aleteaban como piedras que golpeasen la superficie del vasto e invertido cielo. El aire pasaba con violencia entre los dientes, entrando como hielo, saliendo como llamas. Los insectos removían el aire con una claridad eléctrica. Diez mil cabellos crecieron un millonésimo de centímetro en la cabeza de Douglas. (Ray Bradbury, El vino del estío, Ediciones Minotauro, Buenos Aires, 1961, p. 15).
La prosa fluye y recrea paisajes, momentos inolvidables en Green Town, un pueblo de tecnología e inventos curiosos como la máquina de la felicidad de Leo Auffman; la máquina verde de la señorita Fern y la señorita Roberta; y la máquina del tiempo, la más apreciada por Douglas. Los chicos disfrutan la compañía de los vecinos y de sus abuelos porque les cuentan historias que les permiten viajar y recorrer lugares. Puede leerse como una bitácora que marca el paso de la niñez a la adolescencia, sin sufrir descalabros, ya que Douglas es arropado entre peripecias y juegos entrañables. Ni oruga ni mariposa, como menciona Melville en Moby Dick.
Las vacaciones de verano le otorgan al protagonista la posibilidad de vivir lo habitual como si fuera algo extraordinario. ¿Qué es la infancia para Bradbury? Una etapa perceptiva, llena de impulsos para movernos por el mundo, la materia de la que surgen deleites y, al mismo tiempo, la esencia que forja la imaginación. En la narrativa bradburiana hay varios relatos cuyos protagonistas tienen doce años, una edad en la que los chicos empiezan a adquirir conciencia de sus actos; sin embargo, aún no parecen haber perdido lazos con la ficción.
De junio a agosto, el abuelo embotella vino, y cada botella es la esencia destilada de un día en verano. Su nieto Douglas lo ayuda pacientemente a seleccionar las flores de cabeza dorada, dientes de león, que serán usadas para preparar el vino. Eso es precisamente la historia, como cuando alguien toma un diente de león y al menor roce se deshace en mil fragmentos.
México aparece ahora como un espacio de resonancias:
Los sonidos de México, en un cálido y amarillo mediodía, entraron por la ventana y llegaron al teléfono. El coronel no podía ver a Jorge que sostenía el aparato, apuntando en la embocadura hacia el día brillante. [...] El ruido de un tranvía verde que doblaba una esquina, un tranvía cargado de gente morena, extraña y hermosa, y los ruidos de otras gentes que corrían y llamaban alegremente mientras subían de un salto y desaparecían detrás de una esquina sobre rieles chirriantes, perdiéndose a lo lejos bajo el sol enceguecedor, dejando sólo el ruido de las tortillas que se freían en las cocinas del mercado, o quizá eran los zumbidos y crujidos estáticos que subían y bajaban continuamente a lo largo de tres mil kilómetros de alambre. (Ibid., pp. 133 y 137).
La marimba es un instrumento que también llama la atención de Bradbury y la incluye como otro de los sonidos característicos de la Ciudad de México.
Tanto El árbol de las brujas como la novela El vino del estío emplean el mismo recurso narrativo para que el lector tenga la certeza de que nada se ha extraviado en la historia y todo embona donde debe ser; las anécdotas, las descripciones, los personajes, los sitios visitados resurgen como un acto simbólico de ciclos que se cierran. Hay quienes han dicho que Bradbury escribe cuentos y novelas que en apariencia son para niños, pero que en realidad no lo son; o en tal caso, están destinados para lectores no primerizos, considerando la serie de referencias literarias que hay en ellos.
En la película La librería (2017), dirigida por Isabel Coixet, Florence Green (Emily Mortimer) envía libros de Bradbury al señor Brundish (Bill Nighy), primero Fahrenheit 451 y luego Crónicas marcianas. El señor Brundish está muy agradecido con Green porque lo introdujo a la narrativa de Bradbury. Y aguarda a que llegue la remesa con El vino del estío. No obstante, cuando entregan la novela a la librería, Green llora mientras toca lentamente la portada del ejemplar y lamenta no poder entregarlo a su cliente: la muerte lo sorprendió hace unos días.
En una ocasión cuando entrevistaron a Bradbury, le preguntaron cuál de sus libros le gustaría que fuera memorizado y respondió que El vino del estío, porque trata de su niñez. Italo Calvino alguna vez dijo que la infancia es como un pequeño muro de las lamentaciones, por lo mucho que nos duele haberla perdido.