Van dos confesiones:
1) El término corrección política no me gusta. Ha perdido —como pasa con términos, palabras y conceptos al paso del tiempo, con el uso constante— el sentido que lo popularizó hace algunas décadas. Ahora está pesado, le salieron grietas y parches, cosas difíciles de aprehender o de asociar con lo mismo para lo que buscó ser remedio. Pero me parece que ha probado ser necesario, que ha tenido un propósito claro.
2) Sólo puedo hablar de la corrección política —o de la versión que considero valiosa— desde el terreno del lenguaje y de algunos aspectos de la literatura y la cultura popular. Los científicos sociales tienen un sinnúmero de maneras de ahondar en los cómos, los porqués, con minuciosidad teórica a la que no podría aspirar.
Debatir la existencia del término me parece relevante, así como me parece necesario asumir las transformaciones que se han dado desde su aparición, muchas veces para bien.
NOMBRAR LAS COSAS nos permite aprehenderlas y darles un sentido personal. Pero el lenguaje se transforma porque está vivo y no es de uno, sino de todos. Habita en las personas y en sus productos culturales. Hablamos entre nosotros, nos mandamos mensajes y correos electrónicos; buscamos libros, escribimos textos con nuestros piensos, le damos vuelta a las cosas a través de las palabras. No hablamos como hablaron nuestros padres ni abuelos y sabemos que nuestros hijos, al tener nuestra edad, no usarán las expresiones que hoy nos unen en pequeñas tribus; si acaso, las recuperarán como una antigualla con encanto insospechado y un peso distinto.
La corrección política se trata de nombrar. Los términos que empleamos para designar adquieren significado con el paso de los años. Tomemos los colores: negro y blanco. La persona más “blanca” del mundo no tendrá jamás el tono del zinc depurado porque conlleva las texturas y los accidentes de la vida-piel. La persona más “negra” del mundo jamás será como el azabache, pues bajo su carne corre la sangre. Pero blanco y negro nos sirvieron para designar no sólo objetos, sino pieles. Durante un tiempo eso tuvo sólo un significado: la descripción.
¿Es Otelo “la noche”, como escribe Shakespeare, por el tono de su piel o por la oscuridad que entra a su corazón al sentirse traicionado? La obra data de tiempos previos a la trata de esclavos entre África y América, así que ni esa noche ni la oscura piel del general están asociados con lo que vino después. Otelo era un moro en Venecia, destacaba por muchas razones; también porque no era un blanco, como la mayoría. Sin embargo, su negrura era interior y la palabra, por entonces, no tenía nada que ver con el significado en verdad trágico que, años más tarde, comenzó a segregar a las personas en libres y sometidas, en dueños y esclavos. Tuvo que pasar el tiempo para que el lenguaje recogiera el tránsito de la historia: desde el arribo a Jamestown en 1619 de un barco cargado de personas atadas de pies y manos, hasta el abuso que hoy podemos ver en redes sociales, la cadena de dolor y sangre se impregnó en las dos palabras. Negro. Blanco. Para un grupo enorme de personas decir ambas, dependiendo del lugar donde se encontraran, quería decir bueno o malo. No zinc, ni azabache: bueno, malo.
Para que la asociación entre palabras simples y llanas, y juicios de valor pudiera romperse, tuvo que entrar en juego una manera de regular el lenguaje.
En las invitaciones, el consabido y señora implicaba no sólo el estatus de dominio y subyugación de uno y otra, sino lo aceptado del hecho. Las mujeres fueron de alguien
LAS NORMAS en cualquier lengua existen para que sea más fácil que las distintas generaciones y los grupos sociales diversos puedan entenderse. Un texto escrito siguiendo preceptos gramaticales u ortográficos permite que sea leído y quizás comprendido por un número amplio de personas. Las reglas no son inamovibles, no se cae el cielo si se modifican y nadie sufrirá castigo eterno por poner o quitar letras, por inventar vocablos. Puede ser que se acote la capacidad de un texto de llegar a lectores que comprendan a cabalidad todo lo vertido en una lengua —y puede ser que no. Puede ser que la disrupción sea un descubrimiento que permita mejorar las formas de comunicarse en un entorno dado. Las mismas academias de la lengua —museos lingüísticos que buscan preservar lo que está tan vivo que sólo pueden agarrarse del coletazo— tienen que adaptar sus normas y hacerse de nuevos valores, giros. Así que la regla se puede torcer y se tuerce de forma constante. Habría que ver, eso sí, la manera más sensata de hacerlo.
En 1853 se publicó un libro que resultó best-seller: el Manual de urbanidad y buenas maneras. Escrito por el venezolano Manuel Antonio Carreño y publicado en Lima, Perú, por Benito Gil Editor, el compendio de recomendaciones tiene un apartado que dedica al lenguaje (Capítulo 5). Aunque antes de entrar en materia, Carreño destina unas líneas a dejar claro su posicionamiento en los “Principios generales”. El número 26 dice (subrayados míos):
... los padres y los hijos, los obispos y los demás sacerdotes, los magistrados y los particulares, los ancianos y los jóvenes, las señoras y las señoritas, la mujer y el hombre, el jefe y el subalterno, y en general, todas las personas entre las cuales existen desigualdades legítimas y racionales, exigen de nosotros actos diversos de civilidad y etiqueta que indicaremos más adelante, basados todos en dictados de la justicia y de la sana razón, y en las prácticas que rigen entre gentes cultas y bien educadas.1
Las desigualdades “legítimas y racionales” operan entre los poderosos y los vulnerables. La etiqueta de Carreño (y de la época) obligaba a las personas a entregarse a estos “dictados de la justicia” y “la sana razón” a fin de acotar, como han hecho las academias de la lengua, los comportamientos no contemplados como ilegales por la justicia o que no podían ser controlados por la naturaleza humana. Por estos años, Victoria I de Inglaterra gobernaba el Reino Unido y se había autoproclamado emperatriz de la India; dominaba colonias por todo el orbe. Mary Shelley, Jane Austen y las hermanas Brontë ya habían publicado obras mayores de la literatura de todos los tiempos. Aun así, Carreño hablaba de una desigualdad legítima entre varones y mujeres. No lo hacía por ser especialmente malandrín; más bien, representaba a cabalidad un tiempo y un espacio. Las mujeres no contaban y para ello era necesario invisibilizarlas con lo que todos tenían a la mano: el lenguaje.
En las tarjetas de invitación, el señor de la casa iba primero; se ponía a un lado el consabido y señora que implicaba no sólo el estatus de dominio y subyugación de uno y otra, sino lo aceptado del hecho. Las mujeres fueron de alguien. Eran los señores quienes firmaban los documentos y llevaban los títulos relevantes. Palabras de etimologías distintas llegaron al acuerdo de que estaban puestas ahí para designar cargos de varones. El presidente y el arquitecto; lo mismo el diputado, el ingeniero, el artista. Así como las mujeres no podían heredar tierras o títulos nobiliarios, tampoco podían usar apelativos que terminaran en femenino. Si Dios era hombre, si en los textos se referían a Él, en mayúscula, ¿qué podían esperar las mujeres?
Carreño —con una transparencia que lo mismo enternece que preocupa— mostró con claridad los espacios en los que la diferencia implicaba desigualdad: jóvenes y viejos, hombres y mujeres, ricos y pobres, poderosos y desposeídos. Quienes aventajaban lo hacían por mucho y se servían de las palabras para hacerlo notar.
EL MIEDO a lo diferente nos hace tropezar una y otra vez. Casi siempre acudimos al lenguaje como escudo y herramienta para sentirnos mejor; solemos decir que hay palabras, acciones y costumbres que nos hacen “sentir seguros”. El problema es que con frecuencia esa “seguridad” aplasta los derechos de otros.
Existe una diferencia enorme —dice Robin DiAngelo, especialista en educación multicultural y profesora de la Westfield State University— entre seguridad y confort. Los sujetos de su estudio son personas blancas que se sienten amenazadas por los afroamericanos. Durante un tiempo, ella y otros colegas se referían a la ceguera frente a la problemática racial en Estados Unidos como privilegio de los blancos (white privilege), pero han dejado ese término porque al menearse tanto perdió su sentido original. En un principio, se empleaba para denominar la abismal diferencia entre la aceptación social de unos y otros. Los blancos, sobre todo los rubios, veían abrírseles las puertas sin problemas. Los mejores empleos y la mejor educación estaban dispuestos para ellos. La idea que predomina aún hoy en muchos estratos sociales en Estados Unidos y en buen número de países es que las personas de tez oscura tienden a cometer más crímenes, ser menos fiables, presentar adicciones y llevar una vida no necesariamente proba. De forma conveniente, se excluyen las difíciles condiciones de quienes tienen, en un país con predominio blanco, la piel morena.
DiAngelo, en entrevista con Sam Adler-Bell para la revista digital Salon,2 elabora un poco sobre los retos de su trabajo que pasan, necesariamente, por el lenguaje:
Para las personas blancas su identidad descansa en la idea del racismo como algo que divide a las personas en buenas y malas, en actos individuales que son morales o inmorales; si somos personas buenas, morales, no podemos ser racistas: no nos involucramos en esos actos. Y ésta ha sido, en el tiempo, una de las adaptaciones del racismo más efectivas: que pensemos en él como algo que los individuos “hacen” o “dejan de hacer”. En buena medida, [lo que yo llamo] “fragilidad blanca” —estar a la defensiva, tener miedo al conflicto— se enraíza en esta dupla bueno / malo. Si tú le descubres a una persona blanca que fue racista, piensan para sí mismos: “Lo que acabas de decir es que soy una mala persona y eso es intolerable para mí”. Es un reto profundo para el centro de nuestra identidad [blanca] como gente buena, moral.
Este reto identitario no se da sólo en el terreno racial. Existe en casi todos los ámbitos en los que hay un grupo dominante, hegemónico, al que podemos señalar ahora sin miedo: los varones, blancos, de cierta edad y una condición social acomodada se han hecho a sí mismos los dueños de todo privilegio. Señalarlo puede mover a la risa porque parece una caricatura y porque ponerlo en esos términos borra de un jalón la red de negociaciones, subyugaciones, abusos y aprendizajes que nos han puesto donde estamos.
Una de las mejores formas de subrayar las desigualdades, de llevarlas al frente de la discusión, es trastocando las palabras que consideramos inamovibles, porque a partir del cambio en el discurso pueden cambiar los hechos. Este ejercicio problematiza lo que consideramos “bueno y moral” para discutirlo en forma.
La necesidad de las personas de reafirmarse en su piel ha resultado costosa para quienes están en desventaja.
La corrección política obliga a revisar estos excesos
En 1970, Toni Cade Bambara seleccionó y publicó el libro The Black Woman: An Anthology. En él, corrección política adquirió el uso que hoy es más comúnmente aceptado. Cade Bambara lo usó un poquillo como chanza. Su frase original reza: “Un hombre no puede ser políticamente correcto y un macho chauvinista a la vez”.3 Desde ahí comenzó también a usarse como un juego de autoparodia, pero significó algo más. La gente entendió que existía en las personas y, por tanto, en el lenguaje, lo que hoy llamamos disonancia cognitiva. Quedó claro de forma obvia que no es posible ser un macho abusivo y ser, a la vez, un caballero, según escribió Cade Bambara. O se es una cosa o se es otra porque, como decía mi abuela, todo no se puede. En lo que dijo DiAngelo se lee que todo el tiempo hacemos interpretaciones equivocadas de lo que somos: nos vemos en un espejo sin reconocernos. Nos pensamos siempre mejores de lo que somos, incapaces de error o maldad. Creemos ser excelentes, sin atender la masa inamovible de creencias y prejuicios de la que formamos parte, aun sin quererlo.
Esta confianza ciega se tambalea ante la diferencia. Ahí sí nos sentimos amenazados. Los hombres no se reconocen en el cuerpo de las mujeres ni en los problemas y accidentes femeninos, por ejemplo. Y las personas no se reconocen en pieles de distinto color y no parece haber más que vacío entre generaciones, países, estaturas, volúmenes, capacidades, ideologías políticas, religiones.
Lo más fácil es etiquetar la diferencia para así borrar la amenaza; al etiquetar justificamos los prejuicios y nos sentimos eximidos (al menos un poquito) del pecado original, del rechazo y del miedo que nos provoca lo distinto a nosotros. En ese momento sucede algo similar a lo que nos ocurre cuando aplastamos una cucaracha, destruimos una colmena o cazamos un tigre. Ese acto de dominación, por pequeño que sea, nos permite sentirnos superiores al resto, incluso a nosotros mismos o a la idea que de nosotros tenemos. Somos nuestros propios héroes, inyectados con adrenalina momentánea. Aunque quizá un subidón eventual no sea grave, tenemos que revisar los excesos que se han cometido a lo largo de los siglos. La necesidad de las personas de reafirmarse en su propia piel ha resultado muy costosa para quienes están en desventaja. La corrección política obliga a revisar estos excesos, a corregir el discurso para corregir el rumbo.
“HAY QUE DECIR las cosas siempre por su nombre”, decía uno de mis abuelos o algún tío o algún jefe o colega. Lo decían los hombres de mi entorno e implicaba aceptar una serie de injusticias que se vendían, diría Carreño, como legítimas y racionales. Términos que hoy erizan la piel eran cotidianos hasta hace muy poco: indio ( patarrajada), pinche vieja, marica, puto, puta, lencha, gata, naco, charro, fofa, botija, guacalona, miserable, muerto de hambre, perra, enano, tácuaro, mongol, retrasada, prieto... La lista no se agota. Sólo de escribirla siento escozores, en parte porque entiendo que lo dramático no es que nos hayamos acostumbrado a escuchar estos términos para designar a individuos o grupos de personas, sino que hayamos aprendido a asociarlos con juicios de valor en donde el distinto es menos, peor, despreciable en uno o más de sus rasgos. El distinto es el que tiene menos accesos y posibilidades, menor capacidad de decisión, reacción o acción, menos recursos en todo sentido. Esta asociación aprendida sí se transformó en hechos concretos y brutales durante cientos de años, porque desligar el discurso de los actos ha probado ser una tarea titánica en especial si las ideas se pregonan como correctas durante largos periodos de tiempo. Además de transformarse en violencia, rechazo, desigualdad y fobia, este uso del lenguaje alteró la percepción que de sí mismas tenían una y otra parte. Una se sintió empoderada, la otra se miró con vergüenza.
Dice la científica social Brené Brown que la diferencia entre culpa y vergüenza es fundamental para entender los problemas de clase, raza, género y brecha generacional sobre los que urge intervenir.4 Culpa, según Brown, es la que siento por algo que hice: tomé una decisión idiota y salió mal, así que me siento culpable por un hecho específico. Vergüenza, al contrario, es algo que siento por lo que soy.5 Me avergüenzo de mi peso o estatura, de mi color de piel o mis orígenes, de mi género o mis preferencias sexuales, de mis deseos, anhelos o historia. Las palabras que rechazan —las usadas por quienes están en una situación de ventaja— son dardos que buscan provocar vergüenza en el otro.
Por eso es importante que la Rotonda de los Hombres Ilustres, inaugurada en 1872, se llame desde 2003 Rotonda de las Personas Ilustres. También por eso es relevante que se diga presidenta para designar a una mujer en ese cargo sin que nos estrese que la etimología de la palabra resulte contravenida. Decir y escribir arquitecta, senadora, escritora o filósofa permite que en el imaginario popular quepa la posibilidad de que mujeres accedan a cargos semejantes. Esto ni las hace mejores que los hombres ni las exime de cometer agravios o delitos: sólo equilibra un poco la balanza muy desigual.
HICE UNA PRIMERA VERSIÓN de este texto que se fue a la basura. En ella ahondaba en los productos culturales que fungieron como herramientas para escindir grupos sociales. Pensé en Desayuno en Tiffany (1961) y en Mickey Rooney como un muy improbable Mr. Yunioshi; en la Cleopatra (1963) de Elizabeth Taylor, con los ojos de jacaranda en flor, la piel tostada por cosméticos y un perfecto crepé; en Tizoc (1957), con el corte de pelo de un blanquísimo y urbano Pedro Infante. Pasé por los libros leídos hace mucho y releídos hace poco, como Rayuela (1963), de Julio Cortázar, y revisé la forma como Oliveira se prefiere a sí mismo por encima de todos los demás, especialmente las mujeres. Y en Juan García Ponce y sus almas gemelas, Klossowski y Nabokov. Pensé en Dickens y su visión de Dora en David Copperfield (1850), en Tolstoi y las mujeres de su literatura. Quise incluir el Antiguo Testamento, que tal vez tenga dos versiones del Génesis para no poner a Eva en la misma categoría que Adán y que incluye castigos bárbaros para quienes no aceptan la visión única de un Padre furibundo: infieles, adúlteras, homosexuales, infértiles... Leer y ver con los ojos de hoy las creaciones del pasado no rinde fruto. Si son buenas, tendrán una belleza problemática hoy en día, pero nada más. Hagamos lo que hagamos, no se modificará el resultado ni las condiciones en las que fueron gestadas. ¿Es malo un descubrimiento, arte o invento que se concibió desde una misoginia profunda o desde un racismo sin cortapisas?, ¿desde la fobia a la diferencia y el odio a lo que se salía de las normas aceptadas? No por esas razones, no. Podemos aceptar que H. P. Lovecraft fue un supremacista blanco y muy buen escritor; que Georges Cuvier fue el padre de la paleontología como la conocemos hoy, pero también un racista consumado: expuso en un frasco los genitales de Saartjie Baartman en cuanto la llamada “Venus hotentote” murió. Antes, la había usado como objeto de estudio, la había maltratado como si ella no fuera una africana forzada a vivir en Europa, sino un bicho interesante. A pesar de eso, Cuvier hizo aportaciones a la ciencia que sería absurdo obviar. La lista de hombres que han violentado personas para lograr su cometido artístico o científico también es larguísima y forma parte de lo que hoy somos sin que exista otra cosa que hacer al respecto que conocer bien sus historias para que no se sigan reproduciendo. Durante un buen tiempo, la corrección política ayudó a que así fuera.
MUCHOS DE LOS ACTOS más ricos de creación provienen de la rebeldía. Alzarse contra lo establecido amplía los propios horizontes y permite imaginar nuevos. Uno de los primeros actos de desobediencia está en mandar a la chingada las reglas que contienen la lengua y está, también, en usar las palabras para decir lo que es importante. ¿Qué garantías personales nos da una redacción correcta, una ortografía prístina?, ¿por qué no asumir también que quienes tienen más privilegios son quienes pueden acceder a mejor educación y mejores formas de expresarse?6 Si hay que mancharlo todo, quemarlo y darle a palabras y frases un sentido nuevo a punta de neologismos, ¿qué importa? No respetar la regla gramatical es infinitamente preferible a no respetar los derechos de las personas. El discurso de unos cuantos ha servido para violentar, borrar y denigrar a muchos —y necesita ser transformado. Hay que apropiarse de los monumentos de piedra que parecen benditos y erigir nuevos, espontáneos; hay que rayar cuadernos, tachar palabras, modificar lo que pensamos intocable y exprimirle al lenguaje lo que nos puede dar desde la rebeldía para que este ejercicio se convierta luego en descubrimientos, obras, creaciones varias, otro legado.
Borges retomó a Platón y escribió, en “El Golem”:
Si (como afirma el griego en el
[Cratilo)
El nombre es arquetipo de la cosa
En las letras de rosa está la rosa
Y todo el Nilo en la palabra Nilo.
Las consonantes y vocales de una palabra hacen el juego para que compongamos después los significados a los que apostaremos con firmeza en cuanto se instalen en nuestra mente, como una parte del todo en el que nos movemos. Así pasó con blanco y negro, con hermoso y feo, con hombre y mujer, con decente e indecente. Se incrustan en el pensamiento y nos nublan la visión, porque son fragmentos de los que nos agarramos para afianzarnos en creencias y huir de miedos.
La rebeldía al escribir ni es nueva ni será una solución definitiva, pero adquiriremos más flexibilidad. ¿No te gusta que alguien diga todxs o todes porque contraviene lo que conoces?, ¿no te gusta porque te parece falsamente inclusivo? O, más bien, no te gusta porque resalta diferencias, vacíos y huecos que a todos deberían incomodarnos. Hay algo de hipocresía en pensar que sólo es un grupo pequeño el que quiere cambiar las cosas a través de las palabras y que quien escribe bien debe hacerlo bajo el yugo de la norma, porque hoy —mientras discutimos si el lenguaje que busca integrarlos a todos es o no una insensatez— son venerados los autores que en su momento le dieron la vuelta a las palabras: desde sor Juana hasta Gombrowicz, pasando por Darío y una constelación de nombres que se han servido de la lengua para domarla o revolcarla.
La rebeldía al escribir no será una solución definitiva, pero adquiriremos más flexibilidad. ¿No te gusta que alguien diga todxs o todes porque contraviene lo que conoces?, ¿porque te parece falsamente inclusivo?
Existe la llamada paradoja del impotente, que explica cómo la gente que se siente con menos capacidad está menos dispuesta a cambiar su entorno. Esta paradoja se reportó en 2015 por la Universidad de Stanford y, según Robb Willer, quien la consignó, ocurre porque las personas en esa situación tratan de darle sentido a su vida.7 Quien se siente empoderado hará lo posible por mejorar sus condiciones. Así que son estas personas quienes luchan y batallan para que todo sea más inclusivo, para romper moldes, para transformar sus vidas y las del resto.
En la palabra corrección de la corrección política hay un tufillo moral. Y en los orígenes del término, previos al uso jocoso que le diera Cade Bambara, hay una historia que no es loable y que se acerca de forma preocupante al fascismo, la ortodoxia y el dogma. La suavidad groovy que se le otorgó después de los años sesenta y hasta bien entrados los noventa ha sido útil para mirar a la cara lo que las palabras ocultan. Se corre el riesgo, con la corrección política que fue groovy, de hacerla policial y persecutoria, de restarle la riqueza que pudiera ofrecer y cerrar con ella las puertas abiertas: es decir, de hacerla contraria a sí misma.
Aun así continúa siendo una alternativa para enfrentarnos al discurso hegemónico. Replantear la forma en la que nos aproximamos al lenguaje nos hará sentir descolocados, pero puede allanar el camino hacia la empatía. Puede después evolucionar y hacer que esa empatía se refleje en políticas públicas, en espacios compartidos, en una convivencia distinta, que todavía no conocemos.
Notas
1 Manuel Antonio Carreño, Manual de urbanidad y buenas maneras, Lima, 1853. Versión en PDF, sin número de páginas.
2 Sam Adler-Bell, entrevista con Robin DiAngelo, “America’s White Fragility Complex: Why White People Get So Defensive About Their Privilege”, salon.com, marzo 18, 2015. Consultado en línea en agosto, 2020.
3 Toni Cade Bamabara (ed.), The Black Woman: An Anthology, Washington Square Press, Washington, Kindle Edition, 2010. La traducción es mía.
4 Brené Brown, “Listening to Shame”, TED Talk, marzo, 2012. Consultado en línea en agosto, 2020.
5 Ver el experimento “Muñeco negro y muñeco blanco”, publicado en 2011 por Cambio Social: www.youtube.com/watch?v=YJkdEKwEv0o.
6 Son los ricos, en todos los países, quienes pueden tener acceso a la alta cultura, los libros y debates culturales.
7 Marina Krakovsky, “Robb Willer: The Powerlessness Paradox”, Stanford Business, 23 de abril, 2015. Consultado en línea en agosto, 2020.
Julieta García González (Ciudad de México, 1970) es escritora y editora. Su último libro es Cuando escuches el trueno (Literatura Random House, 2017). Dirige la revista Este País (estepais.com) y coconduce el programa de radio Acentos, junto con Philippe Ollé, en Opus 94.5.