La primera vez que aplaudimos fue en una función de seis a ocho; era un filme impresionante, aún descreo del poder de la nota. Hicieron el amor hasta el cansancio, era un actor parecido a Ruy. En la pantalla todo bailaba en rumores. El ambiente era siniestro. Entrabas, pagabas el boleto y ya que hacías gambetas para no pisar a nadie, ni chocar con sus rodillas, te sentabas sin mayor escándalo; quizá el filme ya había comenzado, tal vez acababan de eyacular, cosa que no nos importaba. Pero siempre era sano entrar al cine de porno, así le decían algunos compañeros de butaca.
Puedo decir que la primera vez fue la mejor, pero tenemos que admitir que es porque ignoras todo lo que pasará, la oscuridad te deslumbra al entrar, y escuchar el jadeo lánguido de una mujer, a quien no le abochorna que la vean ni la oigan, hace temblar al más pintado.
LAS SIGUIENTES ocasiones fueron más objetivas, debo admitir: entrabas y empezabas a analizar a la heroína, podía ser “Rebequina”, “Dany Cheeks”, “Marlette”, “Silvia Saint”, “Shanna McCullough” o “Rebbeca Wild”. No sé si sólo yo me fijaba en esos detalles, pero veía el filme como si estuviera en la sala de Cannes. Me daba placer analizar como un crítico riguroso. El mejor acto —la primera vez— fue una película donde un tipo alto, de nariz aguileña, arremetía contra una chica de senos hermosos. Bajo una palapa seguía penetrando a esta hermosa morena, sus senos podrían ser réplicas en el Louvre —justo en esa sala de los sótanos, en donde no admiten visitas y que está resguardada para la élite del mundo del arte. Después de un rato gritaba como loca. Hacían el amor como felinos, con fuego, el centro de ella brillaba dilatado; pensé que era fingido..., pero puedo asegurar que no era así. Esto era como oro molido, en nuestro fuero interno sabíamos que era real, los estertores no se fingían. Yo notaba claramente cuando lo hacían, lo cual sucedía pocas veces; éste no era el caso. Los cuerpos se friccionaban, y vibraban desorbitados. Ya para entonces el tipo estaba abocado a la copa de los senos. Y de pronto la piel se ruborizaba, las piernas resplandecían, el cuerpo dentro del cuerpo alimentaba las convulsiones. Qué gran coito, qué vibrar de senos al andar sobre el miembro. Y ahí, ¡de pronto!, les dolía, y la petite mort les llegaba silenciosamente. De momento, la mujer se elevaba, y el filme languidecía, la película parecía convertirse en un suave vapor azul, ahí estaba todo, el cine representado por una cámara espía. La cópula terminó, así, catabín-catabúm, y de momento, tras la noche, en la oscuridad había un gran silencio.
La piel se ruborizaba, las piernas resplandecían, el cuerpo dentro del cuerpo alimentaba las convulsiones. Qué gran coito, qué vibrar de senos al andar sobre el miembro
NO PUDE NEGAR las palmas a ese actor, matador de angustias, sembrador de placeres; y así, justo así anduvieron cuerpos capaces de deslizarse sobre las pantallas de nácar. Se rompió el silencio con un aplauso que fue como un destello, me hizo palidecer, pues fue mío, muchos hombres sonrieron descubriendo dientes amarillentos, hasta los sodomitas que hacían fellatios se irguieron volteando hacia mí. Empecé a aplaudir, lo merecían, de plano sonreí hasta las lágrimas y los demás me siguieron, poniéndose de pie. Reí al aplaudir, me brillaban los ojos, todos me siguieron, aplaudían, llegó a ser tanto el barullo que detuvieron la película pues no se escuchaba nada del siguiente coito. Era un hecho, estábamos complacidos. Era una gran fiesta, aplaudimos hasta el cansancio.
Parecía el Festival de Cannes, o el de Berlín en la “Fassbinder Salt”. Y de pronto dije al de al lado, “La crítica la avala”, aunque no sé si me escuchó. Después de varias sesiones, ya aplaudíamos con toda naturalidad, no necesitábamos decir nada más. Si era buena, la Crítica la avalaría. De no ser así, el silencio trastornaría al proyector. Todos los viernes a las seis, la Crítica se reunía, la mayor suerte eran las palmas, otras eran golpeadas con el silencio, todo esto el proyector lo padecía o festejaba. No lo había notado, pero ahora el cine estaba lleno, no sabíamos nuestros nombres, pero la fama de la Crítica había crecido de forma desproporcionada, de tal manera que los boletos se vendían desde el lunes, agotándose el mismo día. Las sesiones en el Cine Afrodita parecían no acabar nunca. Quizá fue conformada por algo más, pero esperábamos una suerte de comunión aleatoria, quizá fue sólo la casualidad, pero qué felices fuimos. Algunos señores se acercaban, otros sólo aplaudían desde el antifaz que les brindaba la penumbra, y otros llegaban hasta a gritar, algunos silbaban jubilosos, mientras los cuerpos yacían o andaban deslizándose por la telaraña de cera que era la pantalla.
¿CÓMO LLEGÓ a su fin? No lo sé. Quizá algunos se hartaron, otros, se casaron, otros —lo podría jurar— murieron de viejos. He quedado yo, que no soy nada, jamás pagué boleto, y así, siempre, he estado en el cine, butaca tras butaca, esperando el sol de otros días.
¿Vendrán? Lo ignoro, aquí, sólo sigo aguardando un buen filme, y otro cuerpo que me deje entrar en él y dominarle.