Mis amigos muertos

El corrido del eterno retorno

Mis amigos muertos Foto: Fuente: dutchcowboys.nl

EL CABE

Maldita diabetes, me ha arrebatado a una de las personas que más he querido en la vida. Mauri, alias el Cabe, se fue hace unos días. Su cuerpo colapsó, fulminado por un ataque cardiaco. Hacía varios años que lidiaba con la diabetes. Era mi vecino. Un amigo del barrio. Desde muy joven, debía tener 19 años, se subía a beber a la barda que separaba nuestras casas. Se sentaba en el filo y se tomaba sus tragos. Y encendía un cigarro. También era un porterazo. Lo recuerdo con su uniforme fosfo, a la Jorge Campos. Quizá fue el primer adicto funcional que conocí. Y gracias a su ejemplo yo terminé por convertirme en uno también. Hacia 1988, cuando yo tenía diez años y conocí el rock & roll, Mauri ya había pasado por ahí. Tenía fotografías de su pasado rockero. Maquillado como Peter Criss. Aporreando una batería improvisada con botes de plástico que usamos para trapear el piso. Después su gusto cambió drásticamente. Se volvió uno de los más férreos admiradores de Tropicalísimo Apache. Pasé casi todas las tardes de mi infancia en su casa escuchando cumbias. Soy muy amigo de su hermano menor. Los años y la vida nos llevaron por distintos caminos pero siempre lo recordaré con mucho cariño. Fue una de las personas que siempre me trató como a un igual. Desde muy morro, él me acogió como a otro hermano más. Y ni volviendo a nacer le pagaría todo lo que hizo por mí.

CAROLINA

La conocí en los años noventa. Era una mujer que debió enfrentar muchas adversidades. Muy fuerte. Tuvo dos hijos, de distinto padre, y ella los sacaba adelante con su trabajo como modelo. Carolina era muy guapa. Una persona inocente, pero luminosa. Nos quisimos mucho.

Yo la adoraba. Era una gran amiga. Antes de su segundo hijo pasamos muchas tardes juntos. Iba a mi casa y pedíamos una pizza de cuatro quesos y nos quedábamos platicando hasta el anochecer. Era una criatura sumamente hermosa.

Desde que nos encontramos nos buscábamos todo el tiempo. Nació en nosotros una necesidad de contacto que no sé bien de dónde provenía pero era automática y real. Era más alta que yo. Y me encantaba su tamaño. Recuerdo esas tardes que estábamos echados en la cama. Se descalzaba y saltaba a la cama como una tigresa. Días antes de morir me escribió. Me contó que realizaría un viaje. Era una mentira piadosa. Se fue a Monterrey a hacerse una lipoescultura. No le hacía falta. Era perfecta. Pero al idiota del anestesiólogo se le pasó la mano y quedó en la plancha. Tenía treinta años. Me cuesta tanto creer que no voy a volver a verla jamás. Extraño mucho su presencia. Cuando falleció yo no estaba en la ciudad. No pude despedirme. Pero atesoro el recuerdo de la última vez que vino a mi departamento. Siempre pensé que llegaríamos a viejos siendo amigos. Vaya que ha dejado un vacío en mi vida.

Tenía treinta años. Me cuesta creer
que no voy a volver a verla jamás

EL GORDAN

Pinche Gordo, había estado en mi departamento dos o tres meses antes. Le regalé unos Jordan. También era diabético. Le habían amputado dos dedos. Lo sermoneé. Le rogué que se cuidara. Lo que no impidió que nos metiéramos unos 1,500 varos de coca. Lo quería mucho. Era un pinche corazón alegre. Nunca voy a entender a ese tipo de personas, pero qué bueno que existen. Como Carolina, el Gordan era feliz con lo poco que tenía a su alcance. Ésa es una cualidad que yo no poseo. Siempre estoy renegando, soy remilgoso, pero esos seres son cristalinos. Aceptan el mundo como se les presenta. Y no sufren. Al Gordan lo conocí en una cancha de basquetbol. Era un fanático de Jordan y ahí nació nuestra amistad. Él vivía en lo que era la antigua zona de tolerancia. Desde niño estuvo muy ligado a la putería y el desmadre. Visitarlo era divertido. La zona ya había dejado de funcionar, pero su barrio seguía lleno de prostitutas y travestis. Y de dílers. Dejó una hija. De ocho años. Pensaban que era Covid. Pero no. Su cuerpo colapsó igual que el del Cabe. Un infarto lo despachó. Nos habíamos dejado de ver desde que salí del barrio. Él continuó unos años en el poniente. Después se mudó. Nos reencontramos en un bar pseudorocker de la ciudad. Y quedamos en que iríamos a echar canasta. Pero nunca lo hicimos. Siempre que nos veíamos era para embriagarnos. Escuchando el Versus de Pearl Jam.