Paul Leduc, unos apuntes

El pasado 21 de octubre murió el cineasta mexicano Paul Leduc (1942-2020), autor de una filmografía tan personal como contestataria, política y heterodoxa. José Woldenberg revisa en esta página cuatro realizaciones decisivas en su trayecto. Éste inició hace medio siglo, con Reed, México insurgente, que se distanció por completo de una industria cinematográfica ausente de propuestas, agotada. Desde entonces, su cine avanzó a contracorriente y ensayó una búsqueda distinta en cada cinta.

Frida, naturaleza viva (1983).
Frida, naturaleza viva (1983). Foto: Fuente: twitter.com

Paul Leduc fue un cineasta singular.

Y la frase hecha tiene en su caso una pertinencia cabal. Refractario a las modas, renuente a incorporarse a la industria, realizó películas innovadoras, arriesgadas, sobre temas diversos, con tratamientos radicalmente distintos entre una y otra, y siempre rodeadas de un aura contestataria, militante, desde una izquierda heterodoxa, irreverente y marginal. A continuación, apenas unas notas sobre cuatro de sus películas.

Hace exactamente cincuenta años, Leduc inició la filmación de Reed, México insurgente, largometraje producido de manera independiente en blanco y negro y en 16 milímetros que estalló como una bomba a la mitad de un cine inercial y acomodaticio. Un cine que irradiaba melodramas convencionales, historias edificantes más bien moralinas, comedias insulsas, remembranzas de una revolución no sólo petrificada sino vacía, westerns que seguían los pasos perdidos de Hollywood e historias juveniles narradas por los prejuicios de sus abuelos. Un cine congelado, previsible, que extravió su aliento creativo.

Pues bien, Leduc regresaba al país luego de estudiar cine en París y demostró que otra opción era posible. Con escasos recursos, convocando a amigos y conocidos, a probados actores profesionales (Claudio Obregón, Eduardo López Rojas, Ernesto Gómez Cruz) junto a sus cuates (Eraclio Zepeda, Carlos Fernández del Real), logró un acercamiento a la vorágine revolucionaria con ojos imaginativos, renovados, de cara a la historia de bronce. Una recreación libre y encantada de los revolucionarios, y sobre todo del periplo de John Reed por estas tierras, que luego lo llevaría a dar cuenta de los días decisivos de la revolución soviética (Diez días que conmovieron al mundo). El monólogo de Villa (Zepeda) era, y lo es en mi memoria, como una inyección de vitalidad en un bosque de películas carcomidas por la inanidad. Reed tenía la frescura de lo novedoso, lo experimental, y palpitaba en ella la posibilidad de un cine adulto, capaz de acercarse a la historia de manera comprensiva e incluso lúdica.

Luego, con la asesoría del entonces joven antropólogo Roger Bartra, filmó un documental memorable: Etnocidio: notas sobre el Mezquital (1976). En aquel entonces el Mezquital era sinónimo de pobreza extrema y la película construía un abecedario como un caleidoscopio de dimensiones que daban cuenta de "antecedentes", "burgueses", "clases", "democracia", "etnocidio". Miseria, desnutrición, despojo, analfabetismo, tierras precarias se conjugan con la explotación política de los más pobres. Campañas electorales en las cuales son parte de la decoración, acarreados se decía y se dice. El documental narra de manera panorámica la larga historia de los otomíes, sus conflictos con los caciques y la represión que han padecido. También su vida cotidiana, bailes, ceremonias, migraciones y su devoción hacia la virgen. Desolación en un México que no atendía demasiado (ni atiende) eso que en los setenta se denominaba el subdesarrollo dentro del subdesarrollo.

Fue una cinta, para el momento, excepcional. Daba voz a los sin voz. Los filmaba con respeto y empatía. Era una denuncia, algo que en el fondo o en la superficie de los filmes de Leduc nunca faltó. Su vocación cinematográfica jamás se disoció de sus resortes políticos bien aceitados por su antiimperialismo y antiautoritarismo.

Quizá Frida, naturaleza viva (1983) sea su película más conocida y una de las más logradas. Con un guión suyo y de José Joaquín Blanco, y con Ofelia Medina como Frida Kahlo, teje una serie de estampas que reproduce el ambiente y la vida de la pintora. Confiado en la capacidad expresiva de la imagen, Leduc le dio la espalda a posibles diálogos y elaboró un fresco vivo recreando una época y, de manera caprichosa, las estaciones de la vida pasional, política y las desgracias de Frida.

Daba voz a los sin voz. Los filmaba con respeto y empatía. Era una denuncia, algo que en sus filmes nunca faltó

Es una obra cuidada para irradiar una plasticidad y un colorido intensos, un mural plagado de anotaciones políticas que forjaron la experiencia de Frida (las revoluciones soviética y mexicana, la Guerra Civil española, su militancia en el Partido Comunista, su relación con León Trotsky), de las dolencias que la acompañaron hasta su muerte y de su turbulenta y amorosa relación con Diego Rivera.

No estoy seguro, pero creo que la película precedió a la llamada fridomanía, esa ola de reconocimiento superficial pero masivo (y no sólo en México) que convirtió a la pintora en un icono cuasipop. A Leduc le interesaba el trayecto político de Frida, pero también, y de manera subrayada, la izquierda mexicana de la primera mitad del siglo XX, en la que confluía de manera intensa política y cultura y modeló las pulsiones más agudas de Frida.

En 1986 —con financiamiento del CREA— y otra vez con la colaboración en el guión de José Joaquín Blanco y las actuaciones de Blanca Guerra y Roberto Sosa, Leduc filmó ¿Cómo ves?, sobre la vida de los jóvenes en las zonas marginadas de la Ciudad de México, anclados a los rituales del rock. Por desgracia la película no se filmó en su totalidad por la interrupción de su financiamiento, y la edición salvó lo que podía ser salvado, quedando un relato desmadejado y por momentos incoherente.

Pero incluso con ese déficit, la película tiene un punch nada despreciable por los escenarios donde transcurre, por la fascinación que esos jóvenes sombríos, insolentes y vagos irradian y por la música de El Tri, Rockdrigo González y Jaime López. El prólogo de la película, en el que el Rolo (José Rodríguez López) y otro chavo platican, cada uno cobijado en un enorme tubo, podría inscribirse en una antología de las mejores secuencias del cine mexicano.

Total, apenas una probada de la obra de un cineasta irrepetible. Un director que se tomó en serio su labor: la de colocar a los espectadores frente a realidades escondidas, invisibles, o a episodios del pasado que de alguna u otra manera siguen gravitando sobre el presente.

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