De Beckett a Cioran

La otra aventura, el programa de libros que difunde los domingos el canal ADN40, ha consolidado un espacio singular en la televisión privada del país. Con motivo de su décimo aniversario, pronto comenzará a circular, bajo el mismo título —en el sello de Cal y arena—, un espléndido tomo que concentra buena parte de sus temas y autores, una especie de álbum literario que replica la estructura del programa. Su conductor, Rafael Pérez Gay, comparte dos textos hasta hoy inéditos que forman parte de ese volumen; los dedica, por cierto, a dos de sus autores de cabecera.

Samuel Beckett (1906-1989).
Samuel Beckett (1906-1989). Fuente: npg.org.uk

CAPITAL DE LAS RUINAS

"Combatía a los alemanes que convirtieron la vida de mis amigos en un infierno. Nunca combatí por la nación francesa”, declaró Beckett al recordar el año de 1940 y sus noches de trabajo para la Resistencia francesa. Beckett y su esposa, Suzanne Déchevaux-Dumesnil, formaban parte del grupo “Gloria”. En la clandestinidad, su misión era concentrar en su departamento de la Rue des Favorites propaganda y mensajería de la Resistencia para repartirla, traducirla al inglés y darla a conocer fuera de Francia. El escritor era entonces conocido por los sobrenombres de Sam, o El Irlandés. La Gestapo descubrió su red de comunicación, Suzanne y Beckett se ocultaron en casa de la escritora Nathalie Sarraute. Días más tarde consiguieron pasaportes falsos y huyeron rumbo a Toulon. Vivieron ocultos en Roussillon por dos años. Al final de esa profunda noche, Charles de Gaulle lo condecoró con la Cruz de Guerra; la cruz más cara de su vida. En Roussillon Beckett sufrió la depresión nerviosa más grave de su larga historia clínica, un principio de esquizofrenia desprendido de la novela que intentaba escribir. “Personalmente, desde luego, lo lamento todo”, declara Watt en la desesperante espera de Mr. Knott. Watt podría leerse como una broma de locos contada por un loco a través del recorrido por un hospital psiquiátrico.

Beckett había elegido la narración fracturada y el monólogo como elementos centrales de su trabajo novelístico. Una estética vanguardista dominaría desde entonces su literatura:

Pero la sensación de fatiga que ya experimentaba desde hacía algún tiempo era tan intensa que Watt cedió a la tentación de sentarse al borde de la carretera, con el sombrero echado hacia atrás, las botas a su lado, las piernas dobladas, con las rodillas altas, los brazos apoyados en las rodillas y la cabeza apoyada en los brazos.

Acaso sin saberlo, Beckett había creado ya un personaje moderno: el clochard y el flâneur, el vagabundo, el paseante, el observador. Ese antihéroe que ha poblado las grandes ciudades del fin de milenio es el personaje que Beckett concibió en los cuarenta y cincuenta del siglo XX: sombras al borde de las carreteras, protagonistas de la urbe inmensa, desesperados, solitarios. Quien quiera entender la soledad en las grandes ciudades, la desintegración del Yo en la multitud urbana, tendrá que leer a Samuel Beckett.

El grupo “Gloria” no sería el último trabajo político de Samuel Beckett. El ministerio de Reconstrucción en Francia le pidió a la unidad irlandesa de apoyo a la Resistencia un hospital en Saint-Lo. Beckett se unió al grupo que desembarcaría en Cherburgo. Hay dos imágenes de ese viaje en su poesía: “Saint-Lo”, conocida como ciudad mártir de la guerra y “Muerte de A.D.”, homenaje a un médico irlandés que ayudó a instalar el hospital y murió ahí de tuberculosis.

Años después de que lo tocara el viento de la celebridad, durante una noche de melancolías sin rumbo, Samuel Beckett contó que nunca olvidaría uno de sus antiguos viajes París-Londres, cuando el éxito empezó a perseguirlo con tanta fuerza como en otro tiempo la rotundidad del fracaso. Cansado de las redes de la fama, Beckett tomó su lugar en el avión y se ocultó detrás de las hojas de un periódico, con una bufanda subida hasta la nariz. En ese momento oyó la voz del piloto de la nave: “Buenas tardes, el capitán Godot les da la bienvenida”. Según Deirdre Bair, su biógrafa, Beckett estuvo a punto de bajarse del avión. Se preguntaba cómo sería el destino de un mundo confiado a la suerte de Godot. En realidad se trataba de uno más de los raros caminos que había tomado la pieza teatral que más libros, interpretaciones, artículos y opiniones ha producido el siglo XX, Esperando a Godot.

La notoriedad había sido un camino de infortunios. De eso trata la obra beckettiana de los años cuarenta rumbo a la orilla desconocida de la década de los cincuenta. Beckett era entonces el autor de un libro de cuentos, More Pricks than Kicks, un puñado de relatos, poemas en clave escritos en inglés y en francés, dos novelas, Murphy y Watt, que habían pasado por las manos de cuarenta editores antes de publicarse. En 1948 la editorial Bordas vendió cuatro ejemplares de Murphy, los editores decidieron anular los contratos que habían firmado con ese escritor de estilo oscuro, autor de novelas autobiográficas donde nada ocurría y que, por si fuera poco, mantenía con necia arrogancia la idea de que los escritores no deben dar entrevistas ni, mucho menos, promover sus libros después de escribirlos. Esos años malogrados por la soledad confirmaron con sus desgracias que no hay fuerza en el mundo capaz de hacer que un escritor legítimo renuncie a sus sueños.

Quien quiera entender La soledad de las ciudades, la desintegración del yo en la multitud urbana, tendrá que
leer a Samuel Beckett 

EL HECHIZO. Todo gran éxito literario es siempre inexplicable. En el mapa de ese misterio, el hechizo ocurrió el día en que Beckett se contrató con Les Éditions de Minuit y se asoció con Roger Blin. Una multitud de críticos de todo el mundo se dedicó a estudiar esa extraña obra en la que dos señores, Vladimir y Estragón, se pasan el tiempo esperando a otro señor, Godot, y, más tarde, se encuentran con un señor llamado Pozzo que lleva a un esclavo, Lucky; mientras tanto, un muchacho indefinible se aparece y les dice que Godot no llegará, pero que es probable que venga a la mañana siguiente. Lo cierto es que Beckett se propuso escribir una pieza de gran simplicidad formal, una liberación de la servidumbre de las novelas sin editor, “para salir de la depresión en la que me hundió la novela. Mi vida en esa época era terrible y pensé que el teatro le traería algo de alegría”. Entonces, el 9 de octubre de 1948 empezó a escribir una obra que terminó en enero de 1949, Esperando a Godot. ¿De dónde había sacado Beckett el nombre de Godot? La impaciencia de la crítica logró fabulaciones sin freno: Godot se refería a la palabra godillot, el zapato del soldado, puesto que los pies tienen en la obra una importancia fundamental; en realidad, un día Beckett se topó con el público del Tour de France y cuando les preguntó por qué estaban reunidos, la gente contestó que esperaban a un señor Godot, el más rezagado de los ciclistas; una noche Beckett camina por la calle Godot de Mauroy, célebre por sus prostitutas; Godot es Dios, God; o bien, hay un eco de Mercadet, el personaje de Balzac, que espera a Monsieur Godeau, quien lo salvará de la ruina. Como sea, Esperando a Godot instaura el estilo vaudevilesco de las parejas de vagabundos, mezcla de flâneurs, mendigos y solitarios que dominarán toda su obra narrativa y dramática. Si la reconstrucción de una parte de la correspondencia de Beckett que realizó Deirdre Bair es correcta, debe ser cierta la teoría de que Esperando a Godot cuenta la huida de Samuel Beckett y su mujer, Suzanne Déchevaux-Dumesnil, rumbo a Roussillon, el año que la Gestapo descubrió su militancia en la Resistencia francesa; Vladimir y Estragón son Beckett y Suzanne y el contenido de la pieza una alegoría de la ocupación nazi. Publicada hasta el año de 1952, Esperando a Godot hechizaría de inmediato a todo el mundo. En La última cinta Beckett pondría en la voz de Krapp, que graba sus recuerdos, un emblema de su propia oscuridad en los años de juventud:

“Más de media noche. Nunca supe de un silencio así. La tierra podría estar deshabitada. Tal vez ya han pasado mis mejores años. Pero no quisiera que volviesen. No ahora que tengo el fuego dentro. No quisiera que volviesen”.

E. M. Cioran (1911-1995).
E. M. Cioran (1911-1995).

TENTACIONES PARA IR A E. M. CIORAN

EL FRACASO. Buena parte de la obra del gran escritor rumano-francés E. M. Cioran (1911-1995) está construida alrededor de temas que se volvieron con el tiempo una pasión: el fracaso personal, el comunismo, la filosofía, la historia. Los dos libros donde estas pasiones se expanden con inmensa sabiduría y asombrosa fuerza estilística son Silogismos de la amargura (Gallimard, 1952) y La tentación de existir (Gallimard, 1972). En este último escribió: “Fracasar en la vida, esto se olvida a veces demasiado pronto, no es tan fácil: se precisa una larga tradición, un largo entrenamiento, el trabajo de varias generaciones. Una vez realizado este trabajo, todo va de maravilla”. Por lo demás y como es notable que en estos tiempos ya nadie fracasa —sólo hay sucesiones de circunstancias adversas y éxitos mal entendidos—, Cioran es una rara especie de actualidad mexicana.

EL ESCEPTICISMO. Es un lugar común, pero es correcto: el escepticismo es el gran centro nervioso de la obra de Cioran, en La tentación de existir, seguramente la mejor prosa ensayística francesa de los últimos cuarenta o cincuenta años, así como en toda su producción posterior a 1956, Historia y utopía (Gallimard, 1960), La caída en el tiempo (Gallimard, 1964), El aciago demiurgo (Gallimard, 1969), e incluso los aforismos de Del inconveniente de haber nacido (Gallimard, 1973), el escepticismo, un escepticismo trepidante, no sólo es el tema común sino, además, un método de trabajo, un conjunto de actitudes, como él mismo llamó a la obra de Nietzsche, para explicarse las tres grandes zonas de su obra: la literatura, la filosofía y la historia. “La historia es indefendible. Hay que reaccionar respecto a ella con la inflexible abulia del cínico; o si no, ponerse del lado de todo el mundo, marchar con la turba de los rebeldes, de los asesinos y de los creyentes”. “La ingenuidad, el optimismo, la generosidad —suelen encontrarse en los botánicos, los especialistas de ciencias puras o los exploradores, nunca en los políticos, los historiadores o los curas”.

LA SOLEDAD. De los escritores rumanos que se establecieron en París y adoptaron la lengua francesa, Mircea Eliade, E. M. Cioran, Eugène Ionesco, Cioran fue el que obtuvo más tardíamente el reconocimiento de su obra. La tardanza tiene que ver sobre todo con la voluntad radical de un escritor dispuesto a la soledad, a la defensa de la vida privada, al rechazo de las modas, a la crítica de las ideologías. De esa postura que se niega a aceptar al escritor como el bufón de la vida pública puede desprenderse su similitud con Samuel Beckett. En su obituario, “Un refugiado en casa”, publicado en el periódico El País, Félix de Azúa —uno de los introductores de Cioran al español junto con Octavio Paz, Fernando Savater y Esther Seligson— cuenta que cuando en 1970 se produjo la huelga de barrenderos en París, la ciudad estaba cubierta de basura. Las ratas cruzaban por las calles y un humo excrementicio manaba de las montañas de materia descompuesta. Mientras duró la huelga, Samuel Beckett le llamó todos los días por teléfono a Cioran para que pasearan juntos por las calles: “París nunca ha estado más hermoso”, dice Félix de Azúa que comentaba Beckett con exaltación juvenil.

En Ese maldito yo, Cioran  llegó a ser un producto
refinado y acabadísimo de la tradición aforística francesa,
un moralista sublevado y acaso por eso perfecto 

LA INCITACIÓN. En Aveux et Anathèmes (Gallimard, 1987), traducido al español por la editorial Tusquets como Ese maldito yo, Cioran llegó a ser el maestro indiscutido de la moderna prosa ensayística francesa. Esta colección de aforismos constituye un momento superior donde se reúnen el paso exacto de las ideas, la desmesurada precisión con que fue pensada esta colección aforística y una ejecución tan profunda como transparente. Si no lo era ya antes, cosa muy probable, en Ese maldito yo Cioran llegó a ser un producto refinado y acabadísimo de la tradición aforística francesa, un moralista sublevado y acaso por eso perfecto, algo decantado o desprendido del siglo XVII francés en el fin del milenio: Pascal, Vauvenargues, La Rochefoucauld, Chamfort, La Bruyère respiran detrás de las piezas de Ese maldito yo. Pero hay algo más: es el libro en el que está puesta con mayor limpieza la incitación al lector: moverlo, impulsarlo, jamás serenarlo. El aforismo que cierra el libro es éste: “Después de todo, yo tampoco he perdido el tiempo, yo también me he zangoloteado como todo hijo de vecino en este universo descabellado”.

LA MALICIA. No se puede ser escritor sin malicia. Cioran aplicó a su literatura, como pocos escritores, los dones de la astucia, de la sagacidad, de la picardía. En Ese maldito yo, Cioran decidió no incluir este aforismo que apareció en la edición original de Gallimard: “No creo que en toda la obra de Marx haya una reflexión desinteresada sobre la muerte... esto es lo que me decía a mí mismo frente a su tumba de Highgate”. En el mismo libro, al final, puede leerse este aforismo: “‘¿Por qué fragmentos?’ me reprochaba un joven filósofo. ‘Por pereza, por frivolidad, por asco, pero también por otras razones...’ —Y como no encontraba ninguna, me puse a darle explicaciones prolijas que le parecieron serias y acabaron convenciéndolo”.

LA IRONÍA. En el prólogo al Breviario de podredumbre (Gallimard, 1949), Fernando Savater lo expresó así: “Por mí, los problemas del cosmos y las teorías técnicas podían resolverse solos o como quisieran, o como acordaran resolverlos, en aquel momento, las autoridades en la materia. Mi gozo se hallaba más bien en la expresión, en la reflexión, en la ironía (Santayana). Expresión, reflexión, ironía: aquí está la obra de E. M. Cioran”.

EL AMOR. A excepción de un capítulo de Silogismos de la amargura, “Vitalité de l’amour“, Cioran no escribió extensamente del asunto. Su verdadero libro de amor es Ejercicios de admiración. Ensayos y retratos, textos escritos entre 1956 y 1983, y finalmente reunidos el año de 1986 en la editorial Gallimard. En el interior de esa máquina de conocimiento ensayístico y reconocimiento a otros escritores que impulsa Ejercicios de admiración, hay al menos cuatro textos notables por su poder de comprensión y esfuerzo sintético: “Joseph de Maistre. Ensayo sobre el pensamiento reaccionario”, “Valéry frente a sus ídolos”, “Beckett” y “Fitzgerald. La experiencia pascaliana de un novelista norteamericano”. Uno podría deducir sin gran margen de error que entre estos cuatro puntos cardinales se desarrolla una aventura amorosa, a veces desdichada; otras, feliz y plena.

EL PESIMISMO. Tres líneas de estudio se han tendido sobre la obra de Cioran y su personaje: el silencio, la amargura y el pesimismo como conclusión envolvente de las dos anteriores. Efectivamente las tres están sustentadas en la vasta y contradictoria evolución de su obra, pero no estoy muy convencido de que definan la fibra última de sus libros; en cambio hay otros temas menos tratados y más sedimentados en el fondo de su obra: el proceso civilizatorio, la tradición mística, la maldición de la literatura, la escuela del tirano en el centro de la historia, la imposibilidad de la filosofía, el destino de los pueblos. En Breviario de podredumbre —la prosa meridiana con la que Cioran debutó en la arena cultural fran-cesa— escribió a propósito de los moralistas franceses:

“Toda amargura esconde una venganza y se traduce en un sistema: el pesimismo, esa crueldad de los vencidos que no pueden perdonar al mundo el haber traicionado su espera”.