Hay personas que, a pesar de padecer una enfermedad terminal, tienen una gran claridad de juicio para decidir sobre lo más delicado de sus vidas: cuándo y cómo terminarlas. En alguna ocasión, un neurocirujano planteó el siguiente problema adentro del Comité de Bioética de un hospital: un hombre de setenta años tenía un tumor cerebral maligno, mortal, conocido como glioblastoma multiforme. En una situación típica, los pacientes con este tumor padecen un dolor de cabeza intenso, prolongado, y un deterioro en las funciones neurológicas; tras una cirugía cerebral conocida como exéresis del tumor, mejoran discretamente y se alarga la supervivencia: en promedio, viven un año y medio más tras la cirugía. En este caso, el tumor fue removido, pero al cabo de un año y unos meses, volvió a crecer.
Por las características específicas del problema, el doctor le aclaró al paciente que no podría operarlo por segunda ocasión: la operación no ofrecía más beneficios, pero implicaba riesgos graves para la vida y la función cerebral. El paciente se negó a aceptar la decisión y exigió la cirugía.
Ante el Comité de Bioética, el enfermó planteó su perspectiva con las siguientes palabras: “¿Quién tiene más derecho a decidir? ¿El médico que opera o quien padece la enfermedad? Dice mi doctor, aquí presente, que la cirugía no es útil en mi caso, pero no me ofrece alternativas a cambio. ¿Por qué me niegan la esperanza de una operación? ¿Quién tiene más derecho a decidir si corre o no corre los riesgos?”.
Los neurocirujanos del Comité explicaron al paciente, de la manera más cuidadosa posible, que no tenía caso operarlo por segunda ocasión: el tumor había crecido demasiado y no era posible curarlo. No existía una probabilidad razonable de generar un beneficio mediante la cirugía: tan sólo dolor, discapacidad, infecciones, pérdidas económicas... y nada de eso retrasaría la muerte; más bien podría acelerarse.
El paciente, desconcertado, preguntó: “¿Qué me están diciendo? ¿Que no pueden curarme? ¿Que me voy a morir hagan lo que hagan?”.
“Sí”, dijo el jefe de Neurocirugía. “Por desgracia, eso le estamos diciendo. No podemos detener su enfermedad y la cirugía sólo empeoraría las cosas”.
Tras una pausa en silencio, el paciente mantuvo una actitud ensimismada y luego confesó que su problema más grave era el dolor. Un dolor de cabeza permanente, insoportable, que no mejoraba con medicamentos y le impedía disfrutar la comida, el sueño, los pequeños placeres cotidianos, la compañía de sus hijas y nietos. Su esposa había muerto años antes.
El paciente se retiró de la sala y surgió una intensa deliberación en el Comité. Se revisaron los hechos clínicos: no había una alternativa útil en cuanto a maniobras de quimioterapia o radioterapia, y se habían agotado las opciones farmacológicas en la Clínica del Dolor. Se encontraron metástasis en los pulmones del paciente. Su tiempo de vida era corto, de semanas a meses.
Se solicitó al paciente (y más tarde a su familia) que entrara en la sala para discutir las alternativas. Tras un diálogo largo y detallado, el paciente solicitó formalmente el procedimiento conocido como sedación paliativa. Fue hospitalizado para colocarle una bomba de buprenorfina (un medicamento del grupo de los opiáceos) y se administró la primera dosis. El paciente se retiró a su casa, se despidió de su familia y de manera pacífica, sin dolor, murió dos días después del egreso hospitalario.
El paciente se retiró a su casa, se despidió de su familia y de manera pacífica, sin dolor, murió días después del egreso hospitalario
¿Es un caso de eutanasia? Técnicamente, la sedación paliativa es una maniobra reversible, que no tiene como finalidad inducir la muerte compasiva, sino aliviar el sufrimiento y nada más. El equipo médico ofreció el procedimiento para tratar el dolor, pero todos sabíamos (incluyo al paciente, sus familiares, el médico tratante y los miembros del Comité) que no sería posible suspender la buprenorfina sin regresar a un dolor insoportable.
La buprenorfina lleva a la sedación, es decir, la pérdida de la conciencia, lo cual se vuelve incompatible con la vida en el corto plazo. Muchos pacientes solicitan en forma clara que se proceda con la sedación final, al abrir la bomba de buprenorfina para terminar con la vida, o bien lo hacen directamente. A veces, la decisión es tomada por el paciente en forma deliberada, con un juicio claro, y la muerte sobreviene como un suicidio lúcido, si el paciente mismo realiza la acción final, o como un proceso de eutanasia, si el personal médico lo hace.
Sin embargo, la legislación mexicana, que considera la eutanasia como un delito, genera muchos eufemismos: se permite hablar de muerte digna, pero aún persiste el miedo en torno a la palabra eutanasia y en relación con el suicidio asistido. Estos temores y los eufemismos subsecuentes están muy arraigados en la comunidad médica, porque los profesionales de la salud pueden ser encarcelados en muchas partes del mundo: en México, la Ley General de Salud prohíbe la eutanasia. No obstante, en nuestro medio, los pacientes, sus familiares y los médicos atraviesan las barreras prácticas y conceptuales que van de la sedación paliativa a la eutanasia, o al suicidio asistido, porque enfrentan el escenario del dolor, la discapacidad y las enfermedades terminales.
DAÑO COLATERAL. En sus Diarios (1984-1989), el escritor húngaro Sándor Márai relata el sufrimiento de Lola, su esposa, durante una enfermedad terminal. Los médicos no podían ofrecerle una curación y la analgesia ya no surtía efecto. Las últimas palabras de Lola fueron: “qué lento muero”. Sándor vivió con desesperación la falta de una acción compasiva, por parte de los médicos, para terminar la vida de su esposa. Poco tiempo después, perdió también a su hijo adoptivo y debió lidiar con el cáncer en su propio cuerpo. En tales condiciones, Sándor Márai hizo una planeación cuidadosa de su propio suicidio. Entre sus motivos estaba la soledad, la desterritorialización debida a su exilio y a la guerra fría entre Estados Unidos y el bloque soviético, que le impedía regresar a Hungría, donde su obra fue prohibida al considerarse arte burgués.
El escritor sentía miedo del dolor y la discapacidad, y sabía de la ausencia de oportunidades legales para ejercer el derecho a la eutanasia. Debido a que la compra de armas está permitida en Estados Unidos, donde terminó sus días, Márai compró un revólver y veinte balas. Se suicidó seis meses después, mediante un disparo en la cabeza, a los 88 años de edad. Se trata de una muerte dolorosa que, a mi juicio, fue el daño colateral de una legislación hipócrita que prohíbe la eutanasia, pero permite la venta de armas. Resulta absurdo proteger legislaciones conservadoras como las de México y de muchas partes de Norte, Centro y Sudamérica, que en teoría defienden la vida, pero promueven formas de sufrimiento como las de Sándor Márai.
En 2019, el Poder Legislativo mexicano presentó como gran innovación una ley en favor de los cuidados paliativos, pero en realidad estos se han realizado por muchos años. Desde mi perspectiva, el derecho a la eutanasia y al suicidio asistido debe legislarse sin ambigüedades, con un gran cuidado a fin de proteger los mejores intereses de cada paciente.