Un maestro del ritmo: Sonido el Pato

En otra zona de posibilidades y registros musicales no menos gozosos, con enorme arraigo popular en la Ciudad de México y anexas, los sonideros de incontables barrios —que también pueden escucharse como DJs de vanguardia—, han desplegado una sabiduría refrendada en las fiestas y los bailes callejeros. Sobre todo la música bailable de raíces tropicales, pero desde luego todo puede incorporarse. En su caso, el Pato ha elegido conservar el repertorio tradicional donde se reconoce buena parte de la vieja guardia.

Óscar Solórzano, el Pato.
Óscar Solórzano, el Pato. Foto: Irving Cabello

Mi nombre es Óscar Solórzano, mejor conocido como Sonido el Pato. Aunque no soy de Tepito ni del Peñón de los Baños, que son los sitios más emblemáticos del ambiente sonidero, me considero de la vieja guardia. No alquilo mi equipo. Esto es un pasatiempo, no lo hago por dinero, no toco la música comercial que todos ponen. Tampoco mando saludos, ni uso luces ni cámaras de humo.

Alegro a las personas con guaracha, swing, boogie-woogie, danzón, chachachá, mambo, boleros, charanga, cumbia... Veo las cosas como antes, por lo que mi estilo es diferente. Otros compañeros con el mismo sello son el Sonido Fania de Azcapotzalco, que tiene muchos seguidores. Crecí en la colonia Guerrero, donde comenzaron a decirme Pato, todo porque de niño siempre andaba en calzones y con una camisa rayada. En 1964 murió mi abuela y me fui a vivir con mis papás a la Pro-Hogar, al norte de la Ciudad de México.

Ahora vivo en la colonia Morelos con mi esposa y el barrio me ha invitado a tocar. La primera vez fue en una vecindad. Empecé a poner boleros, matancera y demás música cubana. El público mayor se emocionó, se acordó de las épocas de antes, pero unos chavos dijeron que eran canciones de ruquitos. Me molesté y traje al Osvi, un sobrino del Sonido Pancho. Le dije que tocará él, porque querían oír las mismas salsas de siempre, las que tocan todos. Si no ponen esas canciones la gente no los apoya, no baila.

DESDE MIS OCHO AÑOS me gustaba sacar a la calle el tocadiscos de mis papás para oír música con mis cuates de la primaria. Un día pasó un señor y me pidió que tocara en una fiesta. Yo tenía como doce años, confié en él. Le di una caja con vinilos, pero me los robó. Entonces mi papá me dijo que estudiara, así en el futuro podría comprar los discos que quisiera.

La escuela nunca me gustó, por eso al mismo tiempo trabajaba con unos tíos de la colonia Guerrero para comprar discos de La Sonora Veracruz y Lucho Macedo. Siempre me iba de pinta a buscar música. A los trece años comencé a investigar por todos lados de la ciudad. Le ayudaba a Manuel, mi primo político, que se hacía llamar Sonido el Güero. Le rogaba que me dejara acompañarlo a sus eventos. A él le gustaba la Sonora Matancera y a mí, Los Tribunos. En las fiestas en las que lo contrataban yo ponía canciones de mi grupo favorito y él se enojaba.

Yo iba a una tienda de discos que estaba atrás del Teatro Blanquita. Rogaba a los encargados que me dejaran revisar lo que tenían en la bodega. La dueña siempre preguntaba: “¿Qué quiere el niño?”. Yo creo que le daba lástima y me dejaban entrar; trataba de encontrar los mejores discos importados para pasarle el dato a Manuel.

Una vez me topé con unos vinilos del cantante Nelson Pinedo y el sábado, cuando Manuel salió de trabajar, fuimos a comprarlos. Mi prima se enojaba con él, porque volvía a casa con un bonche de acetatos. Manuel le decía que se los prestaban para que los probara en el tocadiscos. Era mentira, la mayor parte del dinero que rayaba se iba en música, nuestro vicio. Compraba varios y empezó a revenderlos al doble en un tianguis. También íbamos a un lugar en Tepito donde vendían vinilos importados, entre cincuenta y setenta pesos. En esos años vi el primer disco pirata en mi vida: Baila con ella, de la Sonora Matancera. Costaba ocho pesos. En 1970 mi primo dejó de tocar como el Güero. Yo me involucré más.

Siempre me iba de pinta a buscar música. A los trece años comencé a investigar por todos lados de la ciudad. Le ayudaba a Manuel, mi primo político, en Sonido el Güero . 

ME GUSTA TOCAR en tardeadas y eventos para gente mayor. Ahí puedo lucir mi música. Si me presento en fiestas de chavos me piden merengue, salsa y que mande saludos. Aquí, en la Morelos, están acostumbrados a eso, porque si caminas a la panadería escuchas todos los días en todas partes el mismo CD, con los sonideros más representativos del barrio.

En una ocasión, tocando en otra vecindad, estaba poniendo música un chavo que hablaba y hablaba por el micrófono; su intro duró diez minutos. Puso a bailar a dos que tres parejitas. Desesperado, me fui a mi casa. Al poco tiempo fueron a buscarme, querían oír música viejita. Tenía bien contenta a la gente de mi rodada. Recordé cuando comencé llamándome Sonido Solórzano. En esa época tocaba gratis para mis amigos en las vecindades donde vivían. Y como todos me conocían como el Pato, pues un día mejor le dejé ese nombre.

No soy un sonidero grande ni una empresa, como muchos ahora. Cuando me contactan por teléfono sólo pregunto quién más tocará. Si van unos diez sonidos les digo que me disculpen, que no cuenten conmigo. Sinceramente no tiene caso. Hace poco fui a Coyotepec, Estado de México y olvidé en el taxi mi mochila con unos vinilos, micrófonos y cables que llevaba. Fue una pérdida tremenda. Toda mi vida comprando acetatos para que me pase algo así, no está bien. Me dolió reteharto porque era material raro, no pude recuperarlo. Con el tiempo me resigné, sólo que los acetatos ya están muy caros. Nunca pude comprarme un departamento ni un terreno para construir una casa; todo mi dinero se ha ido en música.

A LOS CATORCE AÑOS vivía en la colonia Guerrero. Ya tenía mi equipo de sonido y un buen de vinilos. Ahí estaba el Sonido Estrella, que tocaba porros y cumbias; yo aporté a esa zona el estilo matancero. Como llegó a vivir mucha gente de Tepito en esos años, comenzaron a contratarme para sus fiestas y me iba muy bien. También me dio por andar en las ofertas de discos por La Villa, Zaragoza y el centro de la ciudad. Era un adolescente que no tenía dinero para comprar vinilos importados, así que empecé a hacerme de material nacional y repetido, el cual cambiaba o revendía con sonideros de la época. Era movido y ganaba buen billete.

En Tepito decían: “Ahí viene el Pato”. Entonces ponían una sábana donde echaban mis discos. Compraba acetatos de a treinta pesos, que llegaba a revender hasta en setecientos. Varias veces encargué bultos con música que traían de Colombia, Puerto Rico o Venezuela. También aquí comencé a darme cuenta de los bailes y las tardeadas que se hacían en las vecindades o en la calle. Ponía atención a lo que tocaban. En un cuadernito hacía listas de canciones. Igual escuchaba Radio Fiesta, estación donde pasaban buena música.

Mi prima, la novia de Manuel, se burlaba cuando veía mis listotas. Un día que vio mi colección le dije: “¿Te acuerdas del cuadernito?, mira, aquí están todas las canciones”. En la casa de mis papás teníamos un librero muy grande, lleno de vinilos. Era una locura. Hasta debajo de las camas había acetatos.

Mi mamá ya estaba harta. En la sala teníamos que brincar los discos para no pisarlos. Nadie lo cree, pero varios amigos sí lo vieron con sus ojos.

La pasión de coleccionar discos.
La pasión de coleccionar discos. ı Foto: Irving Cabello

COMENCÉ CON MI SONIDO a finales de los sesenta, pero nadie me alquilaba. En 1972 mi aventura se formalizó en cuanto me hice un bafle de buen tamaño y una bocina corrientona. Me vi obligado, porque no tenía dinero. Hasta la fecha yo hago mi equipo. Recuerdo haber visto unos bafles bien bonitos del Sonido la Changa y pensar: “Quiero unos iguales”. También tomé inspiración de sonideros más viejos, como el Sonido Tampico de Iztapalapa. Su hijo, que siguió la tradición, me platicó que su papá cambió una vaca por un radio, únicamente para hacer sonar bien su música. Con el tiempo comenzaron a fabricar sus propias bocinas, gracias a que alguno de la familia era carpintero.

Como mis bocinas sonaban bien duro varios sonideros me contactaban, querían hacerse unas así. Les cambiaba equipo de sonido por discos. En esa época también comenzaron a agarrar fuerza los poderes marca Peavey. Llegué a tener los míos, pero terminé cambalacheándolos por vinilos. Mi mentalidad era hacerme del mayor número de acetatos. Sabía que de a poco podía armarme un buen sonido.

UN DÍA DE VAGANCIA me metí a un sindicato por San Cosme. Había una trompeta hecha con un embudo gigante, nunca había visto algo así. La estuve observando un buen rato. Poco tiempo después me hice una similar. Como apenas estaba comenzando, creé mis trompetas con las cornetas de un tráiler que adapté al sonido. Y así empecé a darle al clavo con varias cosas para mi equipo.

También podría nombrar al Chalaco, a quien casi nadie menciona. A él lo vi por primera vez, creo, en 1973. Traía un bafle bien grandote que me sorprendió. Yo no sabía nada de polaridad, pero hice uno parecido. Se oía duro, el único problema es que no bajeaba. Con la práctica fui aprendiendo, así que mi otra faceta en el ambiente sonidero se relacionó con equipo de audio y sonido.

En esos años me contactaron para tocar música disco. De plano, no quería. ¿Cómo iba a ambientar con ese estilo? Aún no existía el Sonido Polymarchs, ni ninguno otro relacionado al high energy. Creo que había uno llamado Meteoro, de la colonia Panamericana, que me parece era el Polymarchs en sus meros inicios. Por un buen rato estuve negándome, pero me ofrecieron cinco mil pesos y era un dineral. Con eso compré 2 mil 500 pesos de cumbias y música disco. Tocaba todos los fines de semana. Tenía mucho trabajo y para mí eso significaba hacerme de más vinilos.

En 1981 me contactaron los de Radio Voz para que tuviera un programa de música matancera. Querían que le hiciera competencia a la Changa, quien tenía un programa en Radio Onda. Ambos tuvimos mucho público, pero subirme caminando desde el metro Chapultepec a Las Lomas, donde estaban los estudios, era bien pesado. No tenía dinero, no tenía para comer y aun así me la aventé. Cuando les dije que necesitaba un sueldo, lo único que me prometieron fue fama. ¿Para qué quería eso? Mi programa duró como tres días.

Teníamos un librero muy grande, lleno de vinilos. Era una locura. Hasta debajo de las camas había acetatos. Mi mamá ya estaba harta. En la sala teníamos que brincar los discos para no pisarlos . 

CUANDO EL VINIL se vino para abajo, un día fui con el Sonido Sonorámico. Tenía a la venta una canción que me gusta mucho: “Cumbia Marlene”. Le compré el CD, pero cuando vi los temas que incluía me decepcioné. Llegué a casa y revisé los acetatos que había estado coleccionando; ahí estaban las melodías del disco. Me deprimí tanto que comencé a pasar mis vinilos a formato de CD y luego los regalaba. Ya no los quería, eran un estorbo. Fui vendiendo mis discos importados de la Sonora Matancera. Por todo me dieron como diez mil pesos.

Frecuentaba la Comercial Mexicana y otros lugares donde vendían CDs. Compraba por montón. Los checaba con mis acetatos y me deshacía de los repetidos. Hasta la fecha algunos me critican o bromean, porque me la vivo diciendo: “Esa canción la tuve en vinil”. No es nostalgia lo que siento, sino que fue pura fortuna.

Hoy muchos sonideros siguen viajando a Sudamérica y el Caribe a buscar música. Yo nada más viajé en una ocasión a Veracruz y Ciudad Juárez. El único país al que salí fue Guatemala, donde compré la “Cumbia sampsuesana” con marimba. No podía conseguirla por acá y quería tocarla en un baile.

EL RESURGIMIENTO de los sonideros viejitos se dio porque la comunidad del Peñón de los Baños organizó un evento e invitaron a varios de mi época. Me dijeron que fuera, pero no quise; en ese tiempo no la llevaba bien con el Sonido Maracaibo. Sin embargo, el Sonido Nueva Sensación me invitó a un baile del Sonido Pancho. Ya me había deshecho de la mayor parte de mis vinilos y creí que ya no estaba interesado en el ambiente. No quería tocar porque andaba de moda Caballo Dorado; era lo único que le gustaba bailar a la gente. Hasta le pasé mi equipo de sonido a mi hermano.

El Nueva Sensación me estuvo insistiendo. Al final me fui con él al baile. De tan emocionado que estaba hice las paces con el Maracaibo. Para eso traía acetatos y unos CDs que había grabado de música desconocida, con la idea de buscar a quién vendérsela.

Todo me volvió a gustar, sobre todo porque, sin pensarlo, me reencontré con los sonidos de mi época: Caribali, Tacuba, África... Tocamos juntos y fue algo que me motivó. Pancho incluso me pagó y poco tiempo después me volvió a citar. Su idea era que tocáramos como antes, con acetatos. Comencé a introducirme de nueva cuenta en lo que me apasiona.

Si no me equivoco, cuando tocábamos juntos nos hacíamos llamar Los Maestros del Ritmo. Me puse a buscar la música que tenía. Recuperé mucho material contactando a los sonideros más viejos, como el Ratón. Me daban los discos muy caros y con algunos yo hice lo mismo; los vendía a más del triple. Volví a andar de aquí para allá con mi música.

Empezaron a invitarme a muchos lados y renació el mercado de los vinilos, las trompetas, los tocadiscos marca Radson. Pero lo más importante es que volví a tener trabajo, a seguir con la historia de Sonido el Pato.

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