Pensarnos como especie

La especie humana está llena de contradicciones y posee una plasticidad única entre los mamíferos —que se manifiesta en lo adaptables que somos y en lo obstinado de nuestra conciencia—; con base en esos rasgos nos hemos convertido en dueños del planeta. Esta afirmación de Yuval Noah Harari se despliega en varios títulos que inundan librerías del mundo entero. Gisela Kozak Roverodesgrana y cuestiona los fundamentos del discurso de uno de los pensadores más populares del mundo actual.

Yuval Noah Harari (1976).
Yuval Noah Harari (1976). Fuente: elperiodico.com

El historiador y autor israelí Yuval Noah Harari (1976) —tildado de divulgador, cuestionado por la simplificación de las temáticas que toca y acusado de repetirse a lo largo de sus libros— tiene a mi juicio una virtud: piensa los problemas de la época desde las coordenadas correctas. Humanistas y cientistas sociales debemos manejarnos dentro de la ciencia y la tecnología, no al margen. Desde esta perspectiva se revisarán algunas ideas de Sapiens. De animales a dioses. Breve historia de la humanidad (2011), Homo Deus. Breve historia del mañana (2015) y 21 lecciones para el siglo XXI (2018).

RESPUESTAS AUSENTES

Partiendo de la noción de narrativa —un orden de los acontecimientos que les da sentido y moviliza a grandes contingentes humanos—, el autor afirma en 21 lecciones para el siglo XXI que las ideologías, los sistemas de pensamiento y las grandes religiones no dan respuestas a las interrogantes abiertas por la crisis ambiental, los cambios radicales en el mundo del trabajo y los flujos de información en manos de transnacionales. La última gran narrativa capaz de organizar a la humanidad en torno a acuerdos básicos ha sido el liberalismo y su producto más contemporáneo, la democracia liberal, está en problemas. Si bien se han reducido el hambre, las guerras y las pestes de un modo inimaginable en los milenios anteriores, las demandas actuales superan estos marcos.

Basarse en la idea de que somos libres e iguales es un gran mito fundador del liberalismo, pero no más que eso. Ciertamente podemos escoger o al menos pretender que podemos escoger, pero lo que nos mueve desde nuestro cerebro para atender a nuestra organización cultural y social no es fácil de determinar. No se trata simplemente de responder a la ideología, como insisten las izquierdas postmarxistas, sino de la justa valoración de nuestro amor por la libertad. En otras palabras, no respondemos tampoco a los impulsos libertarios descritos por el humanismo liberal desde la divinización de la condición humana.

La neuroquímica humana está detrás de nuestra condición de (in)dividuos, de seres divididos, esa condición que el puritanismo de la corrección política, un sucedáneo religioso que exige coherencia absoluta a los individuos, no es capaz de entender. Ciertamente escogemos, pero no siempre de acuerdo con lo que racionalmente nos conviene ni con los ímpetus de la libertad. La lectura de El fin del “Homo sovieticus”, de Svetlana Alexiévich, sobrecoge no sólo por las desgraciadas historias que lo atraviesan sino por la nostalgia del estalinismo de algunos protagonistas del libro, cuya propia familia fue pisoteada por el totalitarismo soviético. La libertad es anhelo de minorías que en instantes galvaniza a mayorías, pues la seguridad y la certeza son más atractivos para las grandes masas.

Las alternativas como la revolución bolivariana, las teocracias islámicas y los populismos de diverso signo ideológico pueden tener relativo éxito en cuanto a mantenerse en el poder, pero no hay que llamarse a engaño. Trump, Putin, Erdogan, Bolsonaro y Orbán han ganado elecciones, pero no son capaces de responder a los desafíos actuales. Se alimentan del miedo al desempleo, la pobreza, la inmigración, el feminismo y los movimientos LGBTQ.

Igualmente, el fundamentalismo islámico podrá poner en jaque a los estados occidentales con sus células terroristas, pero el futuro del mundo no está escrito en el Corán. Del mismo modo, aunque para la derecha trumpista el partido demócrata ha devenido en comunista, la izquierda estilo Bernie Sanders y Alexandra Ocasio-Cortez no se identifica con Cuba, Venezuela ni Corea del Norte. Son voceros de una socialdemocracia tibia de seguro médico universal y educación gratuita, propia del siglo XX. Además, las políticas identitarias de las juventudes de izquierda en Estados Unidos tienden a afirmarse en la diferencia de modo esencial y existencial, lo cual les resta eficacia ante los desafíos comunes de la especie.

Harari remacha en Sapiens que, como especie, somos depredadores natos y se puede registrar la existencia de desigualdades dentro de las más antiguas comunidades humanas

FANTASÍAS IDEOLÓGICAS

Para Harari, nuestra condición de (in)dividuos, plenos de contradicciones, nos ha hecho los amos del planeta en lugar de repetirnos a nosotros mismos en el tiempo, al estilo de chimpancés o bonobos. Esta plasticidad facilita el cambio y la adaptación y se relaciona con la conciencia. Indica Harari en Homo Deus que la conciencia es ese espacio irreductible a la neuroquímica que todavía no cuenta con explicación científica clara, pero que tarde o temprano la tendrá. En todo caso, poder reflexionar sobre la propia condición e imaginar nuevos mundos nos ha traído a donde estamos, para bien o para mal, dependiendo del ángulo del observador.

El canadiense Jordan Peterson, defensor de la condición de superestrella biológica del varón, tiende a olvidar a propósito que una canaria jamás cantará como un canario. En cambio, hay mujeres que han ganado el Premio Nobel, son cazadoras y sacerdotisas. La revolución agrícola, se afirma en Sapiens, nos hizo paridoras constantes, pero se necesitaron toneladas de religión, moral y filosofía para encerrarnos en nuestro rol reproductivo. Igualmente, los antiaborto han de enterarse de las prácticas abortistas e infanticidas de nuestras cazadoras-recolectoras ancestrales; tener muchos hijos es asunto de la revolución agrícola, ávida de braceros. En cuanto a la homosexualidad, no es opuesta a la naturaleza; si lo fuera, el placer sexual y la corriente afectiva que se obtiene con su práctica serían del todo imposibles. Además, siempre ha habido sectores que no se reproducen en cuanto a su ADN pero influyen en el mundo enormemente: las castas sacerdotales, por ejemplo. Los papas han sido mucho más poderosos y definitorios que millones de varones pobres en el planeta que sí han tenido descendencia.

Aunque insiste en la crisis ambiental —y él mismo es vegano y considera un crimen nuestra pasión carnívora—, Harari remacha en Sapiens que, como especie, somos depredadores natos y se puede registrar la existencia de desigualdades respecto al manejo de los recursos dentro de las más antiguas comunidades humanas. No sólo el capitalismo ha sido el responsable de la extinción de especies y la desigualdad. Al llegar el Sapiens a América y Oceanía se eliminó la megafauna y se modificó el ecosistema con las técnicas agrícolas. En este orden de ideas, ¿se aspira a un pasado no colonial, a la autenticidad y lo originario? Habrá que remontarse miles de años atrás, pues el dinero, los imperios y la religión han unificado a millones de personas que sin conocerse han cooperado. Esto vale para la antigua Roma, el imperio otomano, el imperio azteca y el imperio inca, no sólo para las conquistas de Europa occidental desde hace quinientos años, muy cuestionadas, además, por Harari.

Dios no existe más allá de que las religiones han establecido redes mundiales efectivas. Dan sentido al sufrimiento humano, pero ya el sacerdote no sustituye al científico como en otros tiempos; durante el Covid-19 las grandes religiones han evitado las reuniones públicas propias del culto. Mejor funciona otra ficción milenaria, el dinero, muy confiable y democrático. Con ironía, Harari indica en 21 lecciones para el siglo XXI que el ejército islámico barrió con todo aquello que oliera a idolatría y otras ofensas a Alá, pero no con los hospitales y con los bancos dotados de bóvedas llenas de euros y dólares.

Divididos en Estados nacionales, deudores de la ciencia contemporánea y sumergidos en el mundo de la economía de mercado de carácter capitalista, la historia de la humanidad ha cumplido su objetivo, señala Harari en Sapiens: organizarse en redes cada vez más amplias. No obstante, los amantes del libre mercado se encontrarán con un obstáculo si piensan que Harari los apoya. El libre mercado no sustituye las formas de comunidad y la necesidad de sentido indispensables para la vida humana, más allá de su indudable capacidad en cuanto a proveer bienes y servicios. Desafortunadamente, estamos agotando las capacidades del planeta desde el punto de vista ambiental, por lo que la ciencia y la tecnología tienen que resolver la alimentación, el abrigo, la seguridad y el transporte de miles de millones de individuos que seguramente quedarán fuera del mercado de trabajo.

Yuval Noah Harari
Yuval Noah Harari

PENSAR EL MOMENTO

El éxito del Sapiens se ha edificado en la destrucción ambiental y el ejercicio del poder sobre grandes contingentes. Esta constatación no es un aval para las derechas amantes del racismo, el machismo y el nacionalismo xenófobo ni tampoco una justificación biológica de los desmanes colonialistas cometidos en nombre de la religión, la revolución, la libertad o cualquier otra ficción humana. Es una constatación que nos lleva a un terreno realista sobre lo que somos y las acciones que hemos de tomar a futuro, pues la depredación del ambiente y los adelantos científicos y tecnológicos se deslizan a un punto de no retorno. Nuestra huella en el ciberespacio produce una cantidad ingente de información que tal vez nos haga más capaces de organizarnos para fines comunes, pero también facilita los controles sobre la población, lo cual abre la puerta a la posibilidad de que la conciencia será definitivamente conquistada por medios químicos. El manejo de la información sería el nodo de convergencia del poder político, económico y militar. La simbiosis Sapiens-tecnología, descrita en Homo Deus, nos llevará tal vez a otro paso gigante en la historia, sólo comparable con la revolución cognitiva que significó el lenguaje, pero entraña riesgos en cuanto a desigualdades y manipulación política. No se trata de pura especulación distópica, por cierto.

Si los llamados humanistas —a falta de un término más preciso— no entendemos el reto que significa la situación actual de la ciencia y la tecnología, poco tenemos que decirle al mundo. Estar de espaldas a la realidad objetiva, medible por la ciencia e independiente de nuestra subjetividad, cultura o sociedad, no nos hace políticamente más eficaces ni provoca cambios sustantivos en el conocimiento, sea cual sea el signo político del que partamos. En este orden de ideas, y siguiendo a Harari en 21 lecciones para el siglo XXI, la especie Sapiens de esta centuria, deudora del humanismo tanto como de las grandes religiones y los relatos políticos (liberalismo, fascismo, nacionalismo, comunismo), se enfrenta a los dilemas de nuestro tiempo sin un nuevo relato unificador que nos lleve a la acción frente a los riesgos y cambios que vivimos.

¿Qué podemos rescatar del pasado y presente? La conciencia, sea cual sea su relación con el cerebro, ha sido vital para la especie, indica el autor. Es el espacio al que se interpela para cambiar el destino propio y colectivo, lo cual le concede enorme importancia. Desde esta reflexión, Harari rescata la herencia de la democracia liberal, su combate creativo entre libertad e igualdad y, muy importante, la manera en que la información puede fluir. De hecho, en 21 lecciones para el siglo XXI postula que la superioridad de la democracia liberal reside en este flujo que permite que las decisiones se tomen entre muchas personas e instituciones en lugar de concentrarse en el Estado, como sucede en mi país, Venezuela, con las consecuencias conocidas. Ésta es la razón clave para preservar la pluralidad institucional, ideológica y cultural de la democracia liberal, hoy en peligro.

Por otra parte —apunta Harari—, están surgiendo nuevos empleos pero se pierden otros y tal vez haya que calificarse permanentemente, lo cual implica preguntas clave sobre las actividades que generan salarios y las que no. La crianza de los niños y los cuidados de enfermos y ancianos pueden resultar más vitales que trabajos mucho mejor pagados. La educación no debería mezclarse con los discursos populistas de inclusión social, como ocurre siempre en América Latina, porque tal como está planteada no asegura, ante los cambios tecnológicos, un destino laboral estable para nuestras vidas. Tampoco el emprendimiento y la libre iniciativa son suficientes, por la simple razón de que la sustitución de la actividad humana avanza con rapidez.

Lo que hoy llamamos humanidades y ciencias sociales deben pensar en estas circunstancias con un realismo absoluto. Desde mi perspectiva, algunas preguntas podrían ser éstas: ¿Pueden los repertorios culturales y de pensamiento del pasado ayudarnos en esta coyuntura? ¿Las universidades educan o sólo expiden certificaciones laborales con poco futuro? ¿La división entre disciplinas debilita el humanismo, las ciencias sociales y las políticas y jurídicas al privarlas del conocimiento científico? ¿Es posible una “teoría del todo” en la época de los macrodatos que haga artificial estas divisiones? De estas preguntas se alimentarán seguramente las más solidas reflexiones futuras. Nada está escrito sobre el porvenir, así que las peores o mejores predicciones se cumplirán de acuerdo con las decisiones tomadas de aquí en adelante.