Stevenson, el inadaptado

Este pasaje de las memorias de Mario Stevenson, un personaje imaginado por Guillermo Fadanellique se desenvuelve en el contexto de la pandemia —con el filtro corrosivo del narrador—,cuestiona las normas que se instruyen a los ciudadanos y propagan el miedo, el aislamiento, el control de la conducta personal. Forma parte de una novela en curso, que luego de El hombre mal vestido encuentra a un nuevo solitario, en medio de una catástrofe multiplicada.

Mario Stevenson Fuente: adsizone.net

Mario Stevenson no daba crédito a su exceso de buena suerte. No había sufrido una enfermedad seria o digna de ser tomada en cuenta durante casi cincuenta años, su edad. A excepción de tonterías que se resolvían fácilmente por vía de medicamentos comunes y una dosis mínima de valentía y de resignación, podría decirse que desconocía el sufrimiento corporal. Llamarle buena suerte al hecho de no sufrir dolor es un asunto ambiguo, pues él imaginaba que el dolor suponía una especie de enseñanza, una demostración de que algo se movía, de que estaba vivo y de que, quizás, algún día moriría. Todo ello pese a que, pensaba Stevenson, el dolor se aleja de nuestra comprensión y es imposible definirlo vía ninguna ciencia o retórica. Quien lo haga no hará más que quedar en ridículo ante el mismo dolor. Ningún médico había logrado sepultar a Stevenson en un quirófano y hundirle metales cortantes o tubos en la garganta. Nadie había husmeado en aquel baúl sanguíneo de casi uno ochenta metros de estatura, y sus tripas se mantenían tranquilas como astillados y resignados polines sosteniendo un tejado acosado por el viento. A Stevenson lo convencía la teoría de que los médicos eran, en realidad, extraterrestres disueltos o reconvertidos en cuerpos humanos que hacían investigaciones y andaban a la búsqueda de un conocimiento superior, que nada tenía que ver con el cuidado de la humilde salud, ni del primitivo equilibrio sanitario al que su cuerpo se orientaba. Estos alienígenas convencían a los humanos de que existía una realidad única e imperturbable y que todos los cuerpos podían medirse y graduarse de la misma manera. Andaban a la búsqueda de un conocimiento verificable y sofisticado para así llevárselo a su planeta y acaso obtener en sus terrenos universales alguna clase de reconocimiento sideral.

¿QUÉ SIGNIFICABA el hecho de no haber estado enfermo nunca? ¿El silencio de su cuerpo lo transformaba en una clase de mónada o ser excéntrico? ¿Acaso Stevenson se consideraba semejante a una piedra que vería morir otra vez a los míticos dinosaurios? Los dinosaurios, cualquiera lo sabe, se hallan hoy en día más vivos que nunca; a partir de algunos huesos y fósiles descubiertos en los siglos recientes, los tiranosaurios o iguanodontes pasean ante las narices humanas como cualquier perro domesticado y estúpido. Yo ni siquiera acierto a imaginarme cómo debió de ser su piel y si la odontología podría haber soportado su fétido aliento. A partir de unos simples huesos los paleontólogos y productores de documentales y películas han llenado la imaginación humana de esas pesadillas ridículas que se desplazan como monumentales boñigas equipadas con extremidades. ¿Por qué le molestaba tanto a Stevenson esta inofensiva fantasía? No podría explicarlo, tal vez creía que existía una tenue conexión entre los dinosaurios y el virus que comenzaba a hacerse excesivamente famoso. Él se tocaba el cuerpo y no lo encontraba dócil ni indefenso, pese a que se consideraba a sí mismo un pobre diablo (en caso de que existieran diablos caídos en la pobreza, algo improbable según nos dicta el sentido común), un virus macroscópico que ensuciaba con su presencia el aire y el concierto espacial de tantos ojos inocentes. Le acomodaba bien reconocerse como un pobre diablo, con tal de evitar autoexaminarse y reprobarse y reprocharse por no haber alcanzado ciertas metas que se había trazado en su juventud. Se excomulgaba a sí mismo y colocaba el cielo y el paraíso lejos de su alcance. La cuestión es que este tal Stevenson sufría de cierto exceso de pudor que amargaba su estancia en la Tierra. Le daba vergüenza existir, como a la mayoría de los personajes de las novelas que más lo habían impresionado cuando era joven y se hallaba todavía sometido al escrutinio escolar. Sin embargo, no se podría afirmar abiertamente que sufriera una enfermedad anímica ya que el pudor no es en sí bueno ni malo, y lo terrible de una enfermedad mental era que no necesariamente desterraba la inteligencia: podrías ser un demente y la inteligencia se mantenía intacta.

Se tocaba el cuerpo y no lo encontraba indefenso, pese
a que se consideraba a sí mismo un pobre diablo (en caso de
que existieran diablos caídos en la pobreza, algo improbable) 

Cuando alguien, por cualquier insípida razón, lo observaba detenidamente, Stevenson no se molestaba, ni reclamaba la intromisión, más bien se avergonzaba hasta la médula y ese pudor demoniaco, insano, se apoderaba de él. Que alguien más lo observara aseguraba que Stevenson podía ser reconocido como una cosa existente, y aunque no estaba dispuesto a soportar el escrutinio, tampoco tenía ánimos de contradecir la mirada de nadie. Si la ausencia de enfermedades y dolor lo tornaba un ser ausente, la mirada examinadora de otros humanos le devolvía la presencia y la gravedad. La mirada humana, acompañada del juicio, es especialista en transformarte en excremento más allá del grado de la opinión que le despiertes. Lo permitía, sí, mientras no se tratase de un médico, porque siendo así entonces le reclamaría su intromisión de inmediato. La mayoría de los médicos no estaba formada por buenas personas, en su opinión; no había que ser tan condescendientes y considerarlos personas, sino un mal que desea hacer el bien y, en ocasiones, llega a lograrlo; además, encontraba claros síntomas de inteligencia en quienes se resistían a sus influencias o los contradecían; tuvieran los reclamantes educación o no. En ocasiones, Stevenson deseaba pedir perdón a los demás por el solo hecho de existir y estar allí oponiéndose a las miradas libres y haciendo tropezar a los peatones con el bulto de su cuerpo; ¿provendría ese maldito pudor de su propia madre, quien no soportaba que la miraran comer y prefería hacerlo a solas y enclaustrada en la cocina o en su recámara? ¿Qué podía hacer Stevenson si un azaroso grupo de minerales o moléculas había culminado en él una parte de su camino y lo había lanzado al mundo? El carbono, el hidrógeno, el nitrógeno y el oxígeno se habían sentado a jugar una partida de naipes en su obstinado ir y venir por el espacio y ahora él estaba allí en la Ciudad de México debido justamente a esa obstinación del azar.

ES CLARO que la Ciudad de México era también una obstinación de la gravedad pétrea y los elementos químicos, pero eso a Stevenson no le importaba porque la ciudad carecía de conciencia y desgraciadamente él sí tenía una. La ciudad no se avergonzaba de oler mal o de causar repugnancia. En cambio, tener conciencia significa una tragedia, quizás la única tragedia posible para un ser humano. Es verdad que tener conciencia le resultaba la más letal de las enfermedades, una característica cruel inclusive, pero no iba a quejarse más por ello. Desde su llana niñez poseía tal semblante y solía compararse con todo aquello que le causara más asco, fuera un traste cochambroso o la papilla de un niño que no terminaba de tragarse. Sin embargo, el tiempo había desvanecido la bestialidad y pureza de sus manías y las había disuelto en su naturaleza de hombre que se niega a tartamudear. Tal apellido, Stevenson, lo había tomado él mismo luego de dudar si quizás Wallace no habría ido bastante mejor con su persona. Su rostro blancuzco se consideraría mestizo en cualquier país escandinavo, pero en México era un blanco, e incluso en los mercados lo llamaban güerito esto, güerito aquello. Que lo llamaran de esa forma le causaba bastante gracia y sonreía, y tal gesto lo volvía más amable y simpático a ojos de los demás.

La palabra Stevenson debería poseer alguna clase de similitud con el nombre Esteban, a diferencia de Wallace que no se parecía a nada que a él se le impusiera en la memoria, exceptuando quizás Wall Street; o el enfermizo gobernador de Alabama, George Wallace, que odió tanto a los negros y que al final de su vida fingió arrepentirse; o Mike Wallace, el periodista del antiguo programa 60 Minutos, transmitido por la CBS. Mario terminó inclinándose hacia el primer apellido, puesto que, además, había leído algunas obras del escritor escocés y lo pronunciaba correctamente. De hecho, Stevenson era la palabra que, según él, mejor podía pronunciar en otro idioma, incluso más que fuck you o mon frère. Había ensayado ante un espejo tantas veces ese reflujo verbal hasta que la repetición del apellido lo llevó a pronunciarlo de forma tan natural, como si toda su genealogía se asomara y hablara desde su boca. En cambio, el apellido inscrito en su acta de nacimiento se erosionaba en el olvido: ¿Juárez? ¿Martínez?

Stevenson

PRONTO SE PERCATARÍA, Mario, de que se encontraba en medio de una fiesta trágica promovida por el temor a un virus, y aunque él no solía enfermarse ni poner atención a las vicisitudes del cuerpo, su vida se modificaría al ser invitado a habitar un hotel durante meses enteros. Reparó en el hecho de que la enfermedad, más que ser un botín de oro ofrecido al médico para su disfrute, es ante todo la experiencia del paciente y que él, Stevenson, carecía de esa clase de experiencias; de hecho, cuando había llegado a sentir dolor levantaba los hombros, y aguardaba a que el dolor se marchara; y el dolor se alejaba, como un perro manso o un amigo discreto. El dolor, por supuesto, no se sentía muy a gusto en el cuerpo de Stevenson y se largaba casi de inmediato. La idea de que el dolor fuera una mera manía, invención o juego mental lo molestaba. Le enervaba también ser en potencia el paciente de un loco, de un fascista que utilizaría su cuerpo para jugar al póker. ¿Cómo podía un extraño obtener una conclusión de una experiencia ajena, más allá de contar con algunas teorías, tradiciones, ciencias físicas y su propia y muy personal experiencia? Mario no ponía en entredicho la ciencia, le importaba muy poco y ni siquiera sabía bien qué era eso, ¿una filosofía aplicada a los cuerpos físicos? ¿Una suma en la que casi todos se ponían de acuerdo para sentirse parte de un dominio verificable?

Probablemente la soledad lo había hecho construir para sí un personaje recio, duro, ajeno a los cuidados que los otros suelen procurarse entre sí. Había vivido algunos años al lado de una mujer y poseía una licenciatura en economía, pero aquellos acontecimientos y vivencias, como todo lo que había experimentado en su pasado, le parecían el sueño de otro, la epopeya vivida por un héroe que definitivamente no era él. Stevenson creía firmemente que no todos los enfermos tendrían que ser curados, puesto que no todos los males resultaban nocivos, al contrario, hacían que la vida asomara la cara y se expresase con toda su crueldad y su semblante efímero. Todavía no se imaginaba lo que tendría que vivir a partir de las semanas siguientes, cuando un enloquecimiento colectivo convertiría sus palabras en cenizas y un virus elegiría a ciertos organismos humanos para fincar allí mismo su casa. Las personas, según Alcmeón, el médico griego, tienen miedo a la muerte porque no saben unir el principio con el fin. Hacerlo les haría saber que su vida y muerte se concentran en un punto, en un círculo reducido, en una cagarruta de pájaro, y ambos hechos, principio y fin, unidos poseen lugar en cualquier día o instante que incluya la eternidad. Tal vez había, Stevenson, obtenido estas teorías ampulosas de Bergson o de algún filósofo metafísico interesado en la duración. O probablemente, ¿por qué no?, las había deducido mirando un anuncio televisivo.

Que el dolor fuera una invención lo molestaba. Le enervaba también ser en potencia el paciente de un loco, de un fascista que utilizaría su cuerpo para jugar al póker

PODÍA MORIR en cualquier momento; no había estado enfermo jamás y se apellidaba Stevenson. Su compasión por los demás era pura mentira y entre más rápido desaparecieran, él se encontraría más cómodo; le importaba poco morir y causar la muerte; volvía a levantar los hombros y continuaba observando su alrededor sumido en una extraña penumbra. Cuando Stevenson comprendió a profundidad su condición, su interior, su realidad moral, el mundo se desplegó ante él provisto de una iluminación inesperada y la lectura de los acontecimientos que estaban por llegar le pareció tan sencilla y evidente que se avergonzó.

La aldea global había procreado un virus a su altura, un virus dispersado por los medios de comunicación que, además, se decía, eliminaría a los enfermos graves y a los ancianos incapaces ya de habitar un mundo que no comprendían. Por lo demás el virus poseía una particularidad única: había mutado a ser un virus moral. Vio pasar ante sí los meses futuros y los destrozos que causaría el temor, la tristeza, la pobreza y el desasosiego que se avecinaban. Supo que el tiempo en que la muerte poseía alguna gravedad se había marchado y había dejado su lugar a una farsa monstruosa, superficial y acicalada con algunos residuos de mortandad: los símbolos universales del miedo se levantan por encima de cadáveres inocentes. Se temía a la muerte, no por haber reparado en ella como la esencia de una angustia natural propia de los seres conscientes, ni como pulsión vital o sanguínea, sino porque se había difundido la publicidad de su presencia en los medios y llevado a una altura de populismo sanitario expansivo: se le había convertido en una estrella de rock, en un tema impuesto por la vocinglería, la comunicación y un número indescifrable de muertos que, desde antes de la presencia del virus, habían ya tomado camino hacia la tumba.

Stevenson había sabido esto siempre, en todo momento, ¿cómo podía haberse distraído tanto y haber dejado de... pensar? Tomó cinco o seis decisiones en unos cuantos segundos; quizás a eso se refiere la gente cuando dice que ha tenido un momento de lucidez. No abandonaría el hotel al que se había mudado hasta ser expulsado de allí contra su propia voluntad, cuando las autoridades ordenaran la clausura del hotel o la recepcionista le retirara su simpatía. “Usted puede quedarse, señor Stevenson —le expresaba la recepcionista, atrincherada detrás de una vitrina en cuyo quicio asomaban sus manos huesudas y tensas—. Sólo pague por adelantado, y si es necesario debe fingir ser médico y decir que se hospeda aquí para ayudar a los semejantes”. Stevenson deseaba llevar al límite aquella alucinación; no seguiría ninguna regla de sanidad; quería contagiarse y ser parte de la fiesta global; vivirla desde dentro para que su escepticismo y decepción de la humanidad fueran justificados. Quería, en caso de estar infectado, contagiar a otros como quien los invita a una ceremonia, a una fiesta ritual. Él era un hombre amable, compartía con los demás la posibilidad de morir. Si un hotel no es una casa verdadera entonces no hay justicia momentánea, la única en que Mario creía ver una señal de esperanza; efímera e inconmensurable.

EL TIEMPO había sucedido rápidamente y se desmoronaba. Las predicciones y los cálculos que realizaban los médicos y las autoridades del gobierno mantenían aterrorizada a toda la población. No se hacían públicos nombres, fotografías, anécdotas o pasatiempos, de quienes morían; sólo números, gráficas, estadísticas y exclamaciones de terror. Los cadáveres en Nueva Zelanda se hermanaban con los que morían en la sierra de Oaxaca; el humanismo triunfaba, la igualdad inflaba el pecho y hasta los animales nos envidiaban. Los pájaros enmudecían al ser testigos de la capacidad humana para convertirse en una especie heroica. Se esperaban momentos terribles y trágicos, puesto que, si países como China, Francia o Estados Unidos habían sido vulnerados por la gripa, ¿qué podía esperarse de un país pobre como México?

¿Cómo podía haber dejado de... pensar? Tomó cinco o seis decisiones en unos cuantos segundos; quizás a eso se refiere la gente cuando dice que ha tenido un momento de lucidez

En un principio, Mario deseó sumarse al terror colectivo, pero las noticias no lo conmovían gran cosa, le parecían lejanas y absurdas, como si todas ellas estuvieran aconteciendo en el sitio mismo donde se ubicaba la pantalla y se hallaran desprovistas de realidad. Más allá de la pantalla no comenzaba nada. Se imaginó una plaga verbal que tomaba cuerpo, como un bisbiseo fatídico, un rumor que ya ni siquiera provenía del fondo de la Tierra, sino de un no lugar. El número de contagios y de muertes relacionados con la enfermedad se publicaba en los medios de un modo similar al que los corredores de bolsa o los financieros daban a conocer los índices económicos y el estado de la bolsa de valores. Había una cantidad inconmensurable de expertos, predicciones, noticias acerca de vacunas salvadoras, consejos cada vez más minuciosos de cómo rascarse la nariz, y todo ello ponía a las personas a jugar el juego, a invertir, a aterrorizarse ante una caída estrepitosa de las acciones, e incluso se cometían suicidios inducidos por las noticias y la locura que producía el encierro entre los prisioneros más ansiosos o desesperanzados.

Lo más extraño o absurdo de todo este asunto es que el virus sí causaba algunas muertes, es decir, era un actor real, aunque le habían otorgado el papel principal de una gran película: lo había conseguido gracias a un padrino poderoso, a un Vito Corleone que no se andaba por las ramas si se trataba de ayudar a su sobrino.

Las medidas sanitarias dictadas por los gobiernos pasaban por encima de cualquier restricción local o particularidad familiar y el tapabocas se había tornado un símbolo humanista mucho más contundente que la carta de los derechos universales del hombre y los gobiernos de todos los países del mundo que se reconocían como democráticos se veían beneficiados al convertirse en dictaduras que administraban la salud de los individuos. Las monarquías de origen divino, los estados totalitarios habían regresado, disfrazados, bribones, tiránicos: el Estado actuaba a sus anchas, aunque fuera sólo en ese aspecto, mas su control resultaba casi absoluto. El poder regresaba de milagro a sus manos. El temor tocaba a todas las puertas; intelectuales, choferes, camareras e incluso quienes no tenían miedo alguno o la enfermedad les parecía inocua, se veían sepultados por una avalancha de actos inéditos, extraños y extravagantes de la que era muy difícil escabullirse.

Nada de esto se escapaba a la atención de Mario Stevenson que, en esos últimos días de agosto, comenzaba a sentirse enfermo de una melancolía asesina. Algunos no actuaban según el papel que la tragedia o la contingencia les había asignado, como le sucedía a él mismo; ¿quién carajos había nombrado a Stevenson observador de las cosas enfermas? Le parecía que en algún lugar insólito los muertos reían, no los enfermos que habían fallecido y a quienes se les adjudicaba el contagio, sino los muertos que habían sido asesinados y formaban parte de los miles de crímenes al año que se cometían en México. Los muertos se reían más que nunca, y también los muertos que ni siquiera habían conocido la vida, los cuales representaban la mayoría. Stevenson se arrepintió de sus pensamientos y supuso que estaba exagerando y que en las grandes metrópolis las muertes causadas por una epidemia tendrían que ser diferentes a las ocurridas en ciudades de la Edad Media, a las renacentistas, a las pestes que azotaban pueblos y aldeas y en donde cada muerto dejaba una puerta abierta, una cama, un nombre que los demás sabían pronunciar porque de alguna manera les pertenecía y se reflejaban en él.

Los nombres poseían a una persona que los representara y no al revés. Los cadáveres flotaban en la imaginación y su figura era extraída de la realidad, poseían una nacionalidad: pertenecían a Brasil o a Suiza. Mario se convenció a sí mismo de que estaba teorizando y que su incapacidad de sentir dolor se había transformado en una especie de teoría inhumana. Y, sin embargo, no le convencía su convencimiento, le parecía artificial. Lo honesto, según él, habría sido desterrar de su mente todo aquello que no le ocurría a él; si él no estaba muerto entonces nadie lo estaba. Ésa era la única manera decorosa de habitar el mundo propio. Si él no estaba enfermo, entonces nadie lo estaba, ya que de lo contrario se engañaría al pensar que algo podía ser trasladado más allá de su mente y poseer una vida independiente de su mirada.

Recordó entonces que la demencia no excluía la inteligencia y dicha certeza lo aterrorizó. ¿Cómo lo verían los demás? ¿Existían acaso los demás?