En recuerdo de Yolanda Rueda
La vida fue generosa con Abel Quezada Calderón, quien por su parte supo sacar provecho de sus múltiples dones y talentos. Nació hace cien años, el 13 de diciembre de 1920, en Monterrey, Nuevo León, y dejó de existir el 28 de febrero de 1991, en Cuernavaca, Morelos. El tiempo que tuvo a su disposición le dio para vagar por el ancho mundo —del Polo Norte a Zanzíbar—, recorrer con amplitud su país de origen —lo mismo su espacio geográfico que su pirámide social—, formar una familia teniendo como pareja a Yolanda Rueda —cuyos vástagos fueron Abel, Josefina y Marta Yolanda—, y dedicarse a un sinfín de actividades y profesiones, sin el aval de ninguna credencial académica:
historietista, publicista, dibujante, periodista, agricultor, petrolero, guionista, director por un día de un canal estatal de televisión, editor, pintor y cuentista. Si le hacemos caso a lo que confesó en el artículo “La dicha inicua de perder el tiempo” (Excélsior, 1 de febrero, 1976), título tomado de un conocido poema de su amigo Renato Leduc, no fueron los asuntos trascendentes los que más atrajeron su atención:
Ahora que lo pienso, veo que he pasado una gran parte de mi vida presenciando cosas inútiles. Una vez hice un largo viaje para ver una convención de magos. He estado como espectador en campeonatos de billar, en concursos de bebedores de cerveza, comedores de paella, levantadores de piedras. He presenciado la pelea de un toro contra un león, he ido de un lado a otro del mundo para ver un encuentro de box, he sido juez de un concurso de comedores de huevo de tortuga.
He apostado en carreras de pulgas. He visto maratones de baile, concursos de tango, exhibiciones de yoyo, caminatas de equilibristas por la cuerda floja sobre abismos, demostraciones de hombres fuertes que arrastran un trailer tirando de una cuerda con los dientes, rompiendo directorios de teléfonos, reventando cadenas. He visto a faquires, domadores de serpientes, malabaristas, ilusionistas y pulsadores.
EN SU INFANCIA, Quezada residió en varias ciudades del norte de México, a causa de la itinerancia laboral de su padre, quien era ingeniero mecánico y se dedicaba a la construcción de presas, caminos, ingenios y fábricas. En su casa se seguían los preceptos del evangelismo metodista y, por eso mismo, hizo sus primeros estudios en internados de colegios protestantes, donde resintió los ataques de la intolerancia religiosa. La afición que a temprana edad mostró por hacer dibujos y narraciones gráficas no tardó en convertirse en su vocación dominante y, junto con su sentido del humor, en la base de su singularidad personal.
En junio de 1936 viajó a la Ciudad de México; tenía entre sus propósitos convertirse en dibujante en algún impreso periodístico, como las revistas de monitos a las que remitía por correo sus tiras cómicas. Conoció a Germán Butze —el autor de Los Supersabios—, creó su primer personaje —Máximo Tops— y efectivamente se abrió paso en un medio en que los grandes tirajes de publicaciones como Paquín, Pepín y Chamaco impulsaron el desarrollo del cómic mexicano. Aunque por varios años disfrutó de los beneficios económicos que por entonces recibían los historietistas —nada comparado con los que hicieron millonarios a sus editores—, Abel Quezada llegó al límite del agotamiento debido a jornadas de catorce horas y a la entrega de cuarenta a sesenta dibujos por semana; por un tiempo quiso cambiar de actividad con la compra de un rancho en el sur del estado de Tamaulipas.
En la primera mitad de los años cuarenta, primero en la revista Mañana y luego en el diario Esto, publicó cartones en los que hizo uso combinado de textos y dibujos, los cuales trataban de las “actividades públicas del país” y, sobre todo, daban seguimiento a los deportes y los espectáculos. A fines de 1946, el año en que dio a conocer la tira protagonizada por su alter ego, El señor Pérez, se estableció por unos meses en Nueva York, donde pasó hambres, trabajó como cargador en un hotel de lujo y ganó un concurso mundial para anunciar un dentífrico. A la Babel de Hierro volverá en 1949, ganándose ahora la vida como jefe de producción en una agencia de espectáculos. Por la generosa intercesión del dibujante Antonio Arias Bernal, puso fin a su aventura estadunidense, aceptó retomar su carrera en la prensa mexicana y conoció a la “muchacha preciosa llamada Yolanda” con la que se casó en 1951. Entre 1950 y 1955, el diario Ovaciones se convirtió para Quezada en el espacio editorial en que consolidó el estilo de su periodismo gráfico. En esa modesta publicación que no disponía más que de un cuarto para realizarse, el dibujante encontró lo que buscaba:
Llegó al límite del agotamiento debido a jornadas de catorce horas y a la entrega de cuarenta a sesenta dibujos por semana; por un tiempo quiso cambiar de actividad
... un lugar donde yo pudiera decir lo que quisiera, y aun exagerar la nota, yo quería gritar muy fuerte, desde cualquier rincón y que me oyeran [...] Empecé entonces a llamar la atención con algunas cosas que me costaron sufrimientos, sustos, golpes y algunos peligros de muerte.
CINE MUNDIAL, publicación especializada en el mundillo de la farándula, fue por esos mismos años otro de sus foros. En 1956 fue llamado a colaborar en Últimas Noticias de Excélsior y, al año siguiente, en Excélsior.
Por cerca de dos décadas, Abel se hizo presente en la página editorial de este último diario —“El periódico de la vida nacional”—, hasta que un golpe orquestado por el presidente Luis Echeverría, que se concretó el 8 de julio de 1976, provocó la salida del grupo de periodistas que respaldaban la dirección de Julio Scherer García, entre quienes se contaba el dibujante. El estilo humorístico que le dio notoriedad en Ovaciones, en Excélsior ganó contundencia y se diversificó en cuanto a sus recursos narrativos. En el rectángulo al que estaban destinadas sus colaboraciones, Quezada ejerció una escritura pictográfica que no tuvo límites genéricos y se renovaba constantemente en sus formas y contenidos. El cartón fue soporte y medio para sus estampas costumbristas, bitácoras, rememoraciones, señalamientos flamígeros, reflexiones ensayísticas, breves tratados, fábulas, misivas, crónicas, homenajes, profecías, recetas de cocina y un largo etcétera. No requirió más que de una plasta negra y la pregunta “¿Por qué?” para denunciar la barbarie de la masacre de estudiantes sucedida el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco.
Los asuntos de que se ocupaba podían ser los tacos, las bicicletas, las jacarandas, la palabra acuarimántima, el último grito de la moda, nuestra pasión masoquista por el futbol, las dictaduras latinoamericanas o los reacomodos geopolíticos en un mundo bipolar, dominado por las potencias del capitalismo y el comunismo. Por sus cartones se vio pasar a la Ciudad de México en su tránsito de urbe todavía provinciana, “trasnochadora y antojadiza”, al estatus de insalvable megalópolis. Pero la principal materia de trabajo del dibujante se la dieron la permanencia de un sistema político monopolizado por un partido que honraba las pasadas glorias de una revolución popular mientras traficaba con puestos y privilegios, a la cabeza de los cuales estaba un presidente todopoderoso, y un ente misterioso, a la vez taimado y relajiento: el mexicano. Abel Quezada diseccionó, con su pluma como escalpelo, las malas mañas de los gobiernos emanados del Partido Revolucionario Institucional y la picaresca de la Raza de Bronce, fuerzas complementarias en la promoción de un patrioterismo inútil pero escandaloso.
TRAS SU SALIDA de Excélsior, se volvió colaborador del diario Novedades, en cuyas páginas publicó de 1977 a 1989. En este último año decidió poner fin a su carrera como periodista con una serie de seis cartones. En ellos se refiere a los primeros cien días de gobierno del presidente Carlos Salinas de Gortari; a la Ciudad de México que conoció en 1936; a su hermandad con los periodistas, con quienes compartió “el triunfo efímero y la muerte diaria”; a la necesidad de poner fin a la costumbre de que el presidente nombrara a su sucesor, cuya identidad se mantenía por un tiempo oculta —personificado por el dibujante como El Tapado—; a los enemigos jurados del humor en serio —el primero de ellos la solemnidad, que llegó a describir como “la ropa de etiqueta de la mediocridad”—; y a los principales personajes que creó para que le sirvieran como compañeros, interlocutores y comparsas en la tarea de ser testigo en El mejor de los mundos imposibles: El Charro Matías, Gastón Billetes, el perro Solovino, La Caritativa Dama de las Lomas...
“Mi oficio no tiene nombre”, escribió Quezada en el prólogo a Nosotros los hombres verdes (1985), uno de los libros en que compendió sus obras gráficas. No se consideraba caricaturista ni cartonista, sino hacedor de “textos ilustrados” y dibujante, en última instancia. “Dibujar para mí es un constante tic nervioso. Comencé a dibujar desde que era niño y lo he seguido haciendo durante todos los días —casi todas las horas— de mi vida. [Se trata de] un placer que pocos conocemos. Es un arma secreta que equivale a hablar otro idioma”.
En las décadas finales de su vida, esa compulsión por hacer trazos se encaminó hacia la práctica reposada de la pintura, que se le reveló como fuente de felicidad. “Me gustaría tener tiempo para poder pintar todo lo que he dibujado. Me hubiera gustado aprender a pintar desde mucho antes, desde muy joven, y tener un recuerdo de tantas cosas que vi”, escribió en Los tiempos perdidos (1979). Aunque reducida en comparación a la que produjo como dibujante y escritor, cuya documentación sigue dando sorpresas, en su obra pictórica Abel Quezada dio rienda suelta a los poderes fabuladores de su memoria.
ALFONSO MORALES CARRILLO (Dolores Hidalgo, Guanajuato, 1958) es investigador, editor y curador especializado en cultura popular, artes visuales, cine y fotografía. Autor, entre otros libros, de Eternidad fugitiva (2003), Manuel Ramos. Fervores y epifanías en el México Moderno (2011) y Foto Regis. El retrato de Ud. será siempre el mejor regalo (2018).