Abel Quezada sostenía que era un mal dibujante. El peor de todos, llegó a decir. Pero los públicos que construía a diario decidieron no reparar en tal minucia. Así les gustó cuando sacó su primera reunión de Cartones (1958), y también al integrar una selecta antología personal, Nosotros los hombres verdes (1985). El mejor de los mundos imposibles, desde su salida en 1963, se volvió un novísimo clásico, no obstante que sólo era el segundo título de un caricaturista tan versátil como acerbo y cuyo universo lo habitaban figuras que dialogaban estilísticamente con las de William Steig, Saul Steinberg y Bob Gill, en atmósferas tomadas de las publicaciones jocoserias mexicanas del siglo XIX. Cuanto salía de su pluma volaba.
Se forma una buena tercia con The Lonely Ones de Steig, All in Line de Steinberg y The Millionaires de Gill, pero si a ella se le añade The Best of Impossible Worlds de Quezada no cabe la menor duda sobre la fuerza gráfica de estos cuatro reyes de la baraja.
La persona pública de Abel Quezada fue la mejor versión de sí mismo y a la vez la más acabada de sus creaciones. La construyó ocupándose de la tensión entre las palabras y las cosas del país, en efecto, pero a contrapelo de todas y cada una de las páginas en las que desde los novecientos cuarenta les encontró casa a sus monos, como El Charro Matías y Gastón Billetes, tal y como hicieron casi siempre los nombres que hoy solemos identificar con los mejores momentos en los doscientos años de la caricatura política en México.
Uno era el profesionista, el muy discreto escritor, el mexicano de paseo por el mundo entero, le peintre du dimanche, el buen amigo de sus amigos, como Juan de la Cabada y su primer editor, Augusto Elías, y otro el popular e infatigable dibujante sin rostro, encaramado sobre su mesa de trabajo, tal y como se ve en la inolvidable foto de Héctor García, atento a las voces y ocurrencias de la calle. Alguien habrá visto que el dibujante se esmeró por exacerbar con un trazo cada gesto que llamaba su atención.
“La opinión del caricaturista, generalmente, no es la de un solo individuo”, dijo alguna vez el creador. “Es lo que opina toda la gente”. Y añadió: “Hay una corriente que se nota, la nota uno y uno la transforma al dibujo y la publica, pero frecuentemente uno está interpretando el pensar, el sentir de los demás”.
ABEL QUEZADA se concentró con insistencia y sencillez en la política, en general —una obsesión por el ágora—, y en particular, en el poder central hecho y deshecho por los gobernantes de este país.
Su tiempo lo marcaron innumerables crisis, pero muy en particular la que Daniel Cosío Villegas señaló a fines de los novecientos cuarenta al afirmar que todos los hombres de la Revolución Mexicana, sin exceptuar a ninguno, habían resultado inferiores a las exigencias de ella, y al sostener que si el curso de la Revolución Mexicana se había malogrado era obra de la “deshonestidad de los gobernantes revolucionarios”.
Así lo planteó Cosío Villegas en “La crisis en México”, un ensayo que salió al encuentro de sus primeros lectores en las páginas de Cuadernos Americanos. A saber si Abel Quezada fue o no uno de ellos. Lo que parece incontrovertible, a juzgar por la amplia evidencia de los cartones, es que se identificaba por lo menos con dos de los puntos planteados en el texto de Cosío Villegas.
Los públicos de Abel Quezada siempre fueron variados y grandes, como suelen serlo las refinadas barbaries de la prensa
Uno, la incapacidad del país de dar un gobernante de estatura, como se lee en “La crisis de México”, al cabo de toda una generación.
Lo extraordinario de esos hombres de la Revolución —escribe el ensayista— y, desde luego, en magnífico contraste con los del Porfirismo, parecía ser que, brotando, como brotaban, del suelo mismo, construirían en el país algo tan grande, tan estable y tan genuino como todo cuanto hunde bien adentro sus raíces en la tierra para nutrirse de ella directa, profunda, perennemente. Si la Revolución Mexicana no era, al fin y al cabo, sino un movimiento democrático, popular y nacionalista, parecía que nadie excepto los hombres que la hicieron, la llevarían al éxito, pues eran gente del pueblo, y lo habían sido por generaciones...
El segundo punto de Cosío Villegas con que se identifica Abel Quezada es éste: “A los hombres de la Revolución puede juzgárseles ya con seguridad: fueron magníficos destructores, pero nada de lo que crearon para sustituir a lo destruido ha resultado indiscutiblemente mejor”.
El tema de la deshonestidad en la vida pública salió de los murmullos de la calle, de donde lo recogieron numerosos escritores y artistas desde la hora de la década armada. No fue la excepción Cosío Villegas. Abel Quezada, menos.
Los comedidos comentarios gráficos del dibujante, o bien sus editoriales ilustrados, con los que él mismo identificó y justificó su quehacer como presunto caricaturista sin arte, siempre se dieron la mano con una de las prácticas editoriales más comunes en las publicaciones periódicas ilustradas del siglo XIX: entrelazar imágenes o viñetas con breves textos de opinión realizados con una tierna mordacidad, como por ejemplo se hacía en el Gil Blas Cómico.
Muy rara vez grave, el espacio de Abel Quezada fue asimismo amplia alacena de afeites satíricos y paños de encanto cómico. Sin embargo, a tal grado insistió en sus cartones en la pequeñez y en la deshonestidad de la red pública mexicana que, desde 1959, uno de sus comentaristas identificó como blancos predilectos de nuestro evangelista gráfico tanto a los “políticos deshonestos que traicionaron los ideales de la Revolución Mexicana” como al nuevo rico, este último representado en el recurrente personaje con un anillo de diamantes en la nariz, Gastón Billetes (Paul P. Kennedy).
Quezada se concentró durante años en la construcción de un mínimo elenco para depurar en unos cuantos trazos su propia versión de la tumultuosa existencia en el país de la muy insigne y famosa Revolución Mexicana. Sus públicos, educados en los hábitos del miedo y la devoción al Poder, de los rumores y del medro a racimos, como los documentan páginas de Juan Rulfo y Carlos Fuentes; los públicos de Abel Quezada, decía, siempre fueron variados y grandes, como suelen serlo las refinadas barbaries de la prensa aquí y en todas partes.
Y no obstante la variedad de tantos ojos —o en realidad, lo inconmensurable de sus lectores—, Quezada rara vez perdió de vista los mandatos de su oficio, siempre impasible, al margen tanto de la comedia como de la tragedia, como las figuras que dio por acomodar en el primer plano de las pinturas que realizó al final de su vida y cuya trama hay que encontrar en el segundo plano de la composición.