Nada ha sido fácil este año por mis rumbos. Inició con mi cuerpo recuperándose de una cirugía mayor y la sensación de estar rota para siempre. Arrancada la pandemia, le encontraron un cáncer a Adela y tuvo una operación brutal que nos obligó a cuidarla día y noche. G. se lastimó, sus actividades cambiaron. Se nos fue Lupita para siempre, llevándose la historia familiar, dejando un rosario de misterios y un duelo que no hemos podido resolver porque cómo se honra a los padres. Amigos míos amados se enfermaron de una pléyade de malestares, incluyendo el virus. Y no empiezo con lo que sucedió en el trabajo, donde las bajas fueron sustanciales y se nos quebraron los horarios, los días de asueto, las formas dignas de mantenernos atentos para rescatar la nave que, sin ser nuestra en el papel, lo es en el cotidiano.
SÉ QUE NADA ha sido fácil para casi todos. Lo sé porque mi calle comenzó a poblarse de personas indigentes: hombres y mujeres flacos, enfermos, hambrientos, para los que esta ciudad no ofrece red de protección. No hay baños públicos, no hay asistencia para ellos. Desaparecieron como llegaron porque los vecinos, desde la seguridad de sus hogares, quisieron deshacerse de su imagen. Están en algún sitio, desamparados, como millones de personas en este año desolador.
Leo el sufrimiento de quienes enfermaron, quienes perdieron a alguien. Puedo saber —por el silencio que impera en la colonia, apenas roto por ambulancias o patrullas— que hay una congoja generalizada. Sé del crecimiento exponencial de las ventas de alcohol y no sólo porque me he acostumbrado a más vino del que cualquier autoridad sanitaria avalaría, sino porque las cifras dicen que nos hemos sumido en la bruma del whisky y las puntas espinosas del tequila. Leo el desasosiego en las caras que el Zoom me devuelve cansadas, en el rostro de quienes están trabajando a deshoras para conservar el único empleo que tienen, en la voz ronca de mi madre. Lo escucho en el llanto de mi vecinita huérfana que, a pesar de sus deseos, no puede ver a sus amigas. Veo a los niños pidiendo limosna, a personas desesperadas buscando empleo. Leo que se desatendieron los campos de papas y acelgas, la producción de lavanda y la vida de los pollos; que la protección a los delfines pasó a un segundo plano y que en los hogares estrechos los golpes y la desesperanza se multiplican. Sé que hay animales de compañía abandonados en las vías públicas por miedo o porque sus dueños no pudieron alimentarlos más.
Cambió el trino de los pájaros, se modificaron los sonidos ambientales. Llegaron otras especies a este barrio, aunque tal vez sea que apenas ahora pongo atención. Al inicio de la pandemia unos muchachos atropellaron, muertos de risa, a un cacomixtle en la pura esquina de mi casa. Lo recogimos para darle un final decoroso, quizás porque no sabíamos las muchas despedidas que nos deparaba el año.
Puedo saber —por el silencio que impera en la colonia, apenas roto por ambulancias o patrullas— que hay una congoja generalizada
CREO HOY que el virus no es otra cosa que un pretexto. Son los pretextos los que nos trajeron aquí y los que nos impiden que cambiemos la realidad. El virus se volvió la historia más relevante, transformó hábitos y realidades con más velocidad de la que pensábamos que sería posible al inicio, cuando las autoridades de Wuhan construyeron un hospital de la nada.
Un virus se propaga activando los mecanismos que un accidente evolutivo puso en su estructura y no tiene deseos, recuerdos de infancia o derechos que algún estado pueda retirar o garantizar. Sin estar vivo ni muerto —más bien latente, como una pulsión—, es capaz, con su potencial infeccioso, de alterar lo que parecía inamovible. Ese virus ha servido de pretexto para reforzar una tendencia que venía de atrás, una escisión brutal entre partes que piensan distinto.
El año entero ha sido ver el mundo dividirse en dos y desatender lo prioritario. Países como éste, como el de nuestros vecinos arriba y abajo, se han partido en bandos: estás a favor o estás en contra. Las grandes corporaciones crecen exponencialmente, los empleos se precarizan, los derechos se vulneran. Veo pintas en la calle con suásticas, escucho incrédula las palabras de quienes se dicen de izquierda y los planteamientos de la derecha, veo los ánimos incandescentes arrastrarse como lava que no puede parar su curso. El virus es un pretexto para renunciar a lo humano.
Aunque no para todos.
PIENSO AHORA en el documental David Attenborough. Una vida en nuestro planeta1 que debutó este año, como el Covid-19. Le da nuevo sentido a la frase que se repitió hasta quedar hueca: “somos el virus”. En la destrucción del planeta está nuestra huella. El encierro en casa y los problemas del sistema económico nos preocupan más que el colapso permanente del mundo. Pienso en esa pieza como en un ejercicio de resistencia. Attenborough, de 94 años, sugiere formas concretas de acción, da ideas que pueden obligarnos a ver más allá del pequeño límite que impone nuestro cuerpo, nos reta a cambiar.
El virus no acabará con la vida humana, pero bien podría transformarla. Podría ser un pretexto positivo para hacer más grandes los ejercicios de apoyo comunitario, los esfuerzos individuales que permitan salvar a este pequeño local, a aquella familia que está en desamparo. Podría ser la herramienta necesaria para no pensar en bandos, sino en plural, con los pies en la tierra. Podría ser que nos abra los ojos y nos permita tomarnos de la mano. Aunque tal vez no, tal vez no sea más que un virus que se nos olvidará con la vacuna, con el paso del tiempo, hasta que llegue lo inevitable.
Nota
1 David Attenborough. Una vida en nuestro planeta, dirigida por Alastair Fothergill, Jonathan Hughes, Keith Scholey. Escrita por David Attenborough. Netflix, octubre, 2020.