Toda esperanza incluye una salida al desengaño: es una forma del optimismo que admite las más diversas manipulaciones. Confiar en su promesa es una apuesta, pero no quedan demasiadas opciones al margen de la aplicación de las vacunas que salvarán al mundo del Covid-19. Mientras, llegamos al final de este 2020 con una catástrofe en marcha —de dimensiones aún desconocidas— que nos deja una memoria dolorosa, un descomunal rastro de luto y un panorama económico desolador.
Aunque en tales condiciones resulta difícil mantener la esperanza o la entereza para superar la situación que padecemos, la urgencia y la necesidad así lo exigen. Subsistirá el recuerdo de los fallecidos, cuya suma conforma la calamidad que hará imposible olvidar la pandemia. La supervivencia nos impone a cada quien un duelo personal por este año fatídico. Y la decisión de que es preciso resistir.
EN LA ETAPA que transitamos la crisis sanitaria se agrava. Nos queda por sortear un invierno cruento y nada parece menos conveniente que confundir las promesas con las soluciones. El camino de la vacunación es demasiado largo para considerar que la emergencia se haya resuelto en cualquier sentido. Mientras esa ruta se aclara, cada momento personal y colectivo continuará bajo amenaza, cuando no en el desastre, determinado sólo por la incertidumbre que nos incluye a todos y rebasan nuestra voluntad.
Hemos convivido con el dolor, el horror, la desgracia; sobrevivimos a la enfermedad o la muerte —que nos alcanzan, cada vez con más frecuencia, en el contagio y la pérdida de familiares, amigos, conocidos—, al tiempo que incontables fuentes de trabajo desaparecidas han dejado en la ruina a millones de ciudadanos y familias. El nuevo calendario no anuncia un futuro promisorio, pero sí urge por una reconstrucción hacia una convivencia distinta, que reivindique las libertades y los derechos humanos asediados por un orden mundial de privilegios cuya continuidad resulta inviable, aunque sus imperativos económicos y políticos se escuchen hoy con la misma estridencia.
BAJO LA CERTEZA de vivir el punto de quiebre, si no el colapso de un orden caduco, no tenemos, en cambio, ninguna idea de su secuela: no sabemos lo que vendrá porque la incertidumbre y la propagación de la epidemia derrumban cualquier pronóstico. Si bien los estragos de la segunda ola continuarán, han sido ya implacables y rebasaron no sólo cifras del primer semestre del año, sino todas las previsiones.
A fin de valorar y despedir el 2020, convocamos para este número de El Cultural a un abanico de plumas y voces distintivas. En las siguientes páginas comparten su experiencia y reflexión sobre estos meses que han marcado un parteaguas. A través del conjunto buscamos enfocar o asimilar, en lo posible, nuestra temporada de luto y sus todavía incalculables consecuencias.
Son tantas las voces que coinciden en que nada será igual. Y como en los mayores cataclismos de la historia, tendremos que comenzar otra vez.