La escritura insustituible de Barón Biza

Se dice que los artistas padecen una falta de sintonía con el mundo, la cual suele explicarse ya sea por extrema sensibilidad, heridas de infancia o predisposición a la melancolía. En el caso del argentino Jorge Barón Biza, la cicatriz que lo marcó fue la historia familiar y el final de su padre —quien escribía, aunque sin alcanzar trascendencia, y en 1964 se suicidó tras rociar de ácido sulfúrico a la madre del joven. Jorge publicó libros de factura notable, en particular El desierto y su semilla, que este ensayo revisa en paralelo a su vida y su ulterior suicidio.

Jorge Barón Biza (1942-2001), en Grecia, 1980. Fuente: artezeta.com.ar

Para R. D. O., con afecto

Jorge Barón Biza (Buenos Aires, 1942-Córdoba, 2001) es uno de los escritores ocultos de la literatura argentina, no sólo porque su única obra de narrativa, El desierto y su semilla (1998), y su prosa crítica, Por dentro todo está permitido (2010), aún son poco conocidos, sino porque su vida permaneció eclipsada por la figura de su padre, Raúl Barón Biza, y por la historia familiar.

Los Barón Biza eran propietarios de una estancia (hacienda), en Córdoba, que exportaba cereales a Europa a finales del siglo XIX, por lo cual pudieron acumular una inmensa fortuna. Esto permitió que el benjamín de la familia, Raúl, fuera un diletante excéntrico que se la pasaba en Europa, especialmente en el París de la belle époque, visitando museos, cafés y los burdeles donde concurrían artistas e intelectuales. Escritor pornógrafo sin trascendencia, Raúl organizaba fiestas donde convidaba a sus amigos aristócratas a llegar disfrazados de rufianes y meretrices. Y, sin prevenirlos, llevaba a prostitutas reales para epatar a los invitados. Reunir a la oligarquía con gente de los bajos fondos muestra que Raúl intentaba que el mundo ardiera. “Se creía el Marqués de Sade”, dijo su hijo Jorge.

Viudo de su primera mujer, la actriz Myriam Stefford, debido a un accidente en el que ella misma pilotaba el avión, Raúl le erigió un mausoleo de más de ochenta metros de altura (más alto que el Obelisco de Buenos Aires), con forma de ala de avión, en Córdoba. La leyenda decía que había puesto los restos mortuorios de Myriam y las joyas que le había regalado junto con una bomba lista para estallar contra quien osara profanar el recinto.

Después de haber sido un artista decadente y amoral, Raúl Barón Biza “se convirtió a la izquierda” y apoyó al político cordobés Amadeo Sabattini, de cuya hija se enamoró. Al ver que ella le correspondía, pero era veinte años menor que él, la familia la mandó a una escuela de monjas, de donde Raúl se la robó para llevarla a Uruguay.

Luego de resolver el desencuentro con la familia, Clotilde Sabattini y Raúl se casaron. Ella sería la madre de Jorge, Carlos y María Cristina. En su obra El desierto y su semilla, Jorge Barón Biza hace el recuento de varios momentos en la vida de su madre, a quien llama Eligia, y recuerda la cercanía que tuvo con Perón y Evita; anota que su padre siempre sintió celos del caudillo, pues sospechaba de un romance furtivo. El culmen de ese episodio surge al referir el robo del cadáver de Evita, por parte del coronel Moore Koëning, quien se la llevó a Milán en los años en que Clotilde y Jorge residían en la misma ciudad. “Ambas habían estado a miles de kilómetros de su patria: una, perfecta, eterna, enterrada a escondidas y bajo falso nombre; otra, destrozada, ansiosa de trabajar, tratando de regenerar su propio cuerpo bajo la mirada asombrada de todos”.1

Debido a sus aportaciones pedagógicas y conceptos innovadores sobre el magisterio, Clotilde Sabattini retomó su carrera política y fue llamada por el presidente Arturo Frondizi para dirigir el Consejo Nacional de Educación, en junio de 1958. Esto molestó a un ególatra como Raúl, quien se veía rebasado por la inteligencia de su mujer. Hubo varias rupturas y una de ellas terminó con el hermano de Clotilde, Tucho, herido de bala por Raúl, lo cual provocó que cojeara el resto de sus días. Se habla de que Barón Biza siempre llevaba ese revólver para alardear.

Sabattini fue de inmediato hospitalizada. Sobrevivió,
pero quedó marcada terriblemente. Esa noche,
Raúl Barón Biza se quitó la vida de un disparo en la sien

Al cabo de numerosas solicitudes de divorcio, Raúl Barón Biza accedió a firmar los papeles. Citó a Clotilde y abogados en su departamento de Buenos Aires, en la calle Esmeralda 1256. Los recibió el 17 de agosto de 1964, en la mañana, pero se mostraba irascible; la reunión se interrumpió y plantearon verse unas horas después.

Por la tarde, Clotilde, junto con su hijo Jorge y abogados, regresó al departamento. Al concluir el procedimiento, Raúl les ofreció una copa y propuso un brindis. A la última que entregó su copa fue a Clotilde, pero en el contenido del vaso no había whisky sino vitriolo (ácido sulfúrico), que repentinamente le arrojó a la cara. Ella alcanzó a cubrirse los ojos, pero la corrosión ya había empapado boca, mejillas, nariz, frente y párpados. Jorge Barón Biza describiría así ese instante en El desierto y su semilla:

Una buena cantidad del ácido que Arón [Raúl en la vida real] había arrojado a los ojos —porque su intención había sido dejarla ciega y con la imagen de él grabada como última impresión— pudo detenerla ella con el dorso de sus manos, en un movimiento rápido de defensa que delató la inquietud alerta con que había asistido a la entrevista, pero las palmas se salvaron al comienzo, sólo para terminar quemándose así, durante el striptease ardoroso, en el coche que la llevaba a los primeros auxilios.2

Clotilde Sabattini fue de inmediato hospitalizada. Sobrevivió, pero quedó marcada terriblemente. Esa misma noche, Raúl Barón Biza, ataviado con una bata de seda, se quitó la vida de un disparo en la sien con el revólver que lo protegía. Después de someterse a múltiples tratamientos, Clotilde se suicidó catorce años después, arrojándose por la ventana del mismo departamento donde le arrojaron el ácido. Es esta agresión la que desencadena el relato de El desierto y su semilla.

El desierto y su semilla

En los años noventa del siglo pasado, Jorge Barón Biza presentó esa historia al Premio Planeta, bajo el título inicial de Leyes de un silencio. No obtuvo siquiera una mención. Finalmente la publicó en edición de autor, bajo el título definitivo de El desierto y su semilla, en la editorial Simurg (1998), con una portada que lucía el cuadro El jurista, del italiano Giuseppe Arcimboldo (1527-1593).

Debido a que gran parte de la fortuna familiar fue empleada en la recuperación de Clotilde, Jorge Barón Biza fue un personaje más bien modesto que llevaba a cuestas, como una losa, la historia de sus padres. Tradujo El indiferente, de Marcel Proust, para la editorial Rosenberg-Rita, en 1987. Hizo un libro sobre los cordobeses en el arte y fue colaborador de Página/12 Córdoba, La Voz del Interior, Arte al día, entre otros. Llama la atención su interés en abordar la obra de artistas plásticos: Basquiat, Mapplethorpe, Flavin, Gris, Manet, Balthus, De Chirico, et al.

En literatura, fue un radical contra la jerga académica y los peores vicios de la crítica. Tanto su “Elogio de la reseña” como “El decálogo de la mala crítica” son contundentes. Por su parte, ensayos como “La huida sin fin. El arte road” y “Notas para una identidad de las artes plásticas argentinas” lo colocan al nivel de Borges, pero lo supera en sentido humanitario con dos crónicas: “Toreros de radiadores”, sobre los limpiaparabrisas, y “El canto de la lejana libertad”, sobre una prisión abandonada, el cual es posible que haya sido su último texto.

Sin embargo, es en El desierto y su semilla donde alcanza una innegable trascendencia literaria. En esta obra muestra una prosa plagada de imágenes apabullantes y de gran plasticidad:

Mientras la llevábamos del departamento de Arón al hospital —en el coche de uno de los abogados que antes de la entrevista me habían jurado que nada malo habría de ocurrir— se quitaba las ropas quemantes, empapadas. Los reflejos de las luces de neón del centro de la ciudad pasaban fugaces por su cuerpo. Al irrumpir en la calle de los cines, el semáforo nos detuvo, en tanto que una multitud zángana se paseaba indiferente a nuestros bocinazos. Algunos seres erráticos atisbaban hacia el interior del auto, sin entender si se trataba de algo erótico o funesto. Las luces titilantes y escurridizas echaban acordes fríos sobre los cromados del auto y el cuerpo de Eligia.3

El escritor pensaba que hay dos opciones, narrar lo que puede ser presentado en un medio amarillista o narrar lo intransmisible. No dudo que él mismo se haya planteado el enfoque de su relato. Me cuesta trabajo llamarle novela, porque el narrador, Mario, es prácticamente un testigo pasivo frente a la recuperación y convalecencia de Eligia; desconocemos al inicio su lazo con ella. Quizá se trate de una biografía dual, basada en la autoficción. Salta a la vista la distancia entre ellos. Debido a mi renuencia perenne a enterarme de los antecedentes y las sinopsis, admito que mi primera lectura (hacia 2014) me hizo pensar que pudieran ser hermanos o cuñados: “No la conocía muy bien entonces, pero siempre sentí una curiosa ternura por ella, tan aplicada, tan trabajadora, con sus vestidos sobrios, sus pedagogías”.4 Fue ya muy avanzada mi lectura cuando entendí que eran madre e hijo.

Me cuesta trabajo llamarle novela, porque el narrador
es un testigo pasivo frente a la recuperación y convalecencia de Eligia; desconocemos al inicio su lazo con ella

Barón Biza señala, en su texto “La autobiografía”, que hay algo de ingenuo al hablar de la propia historia: “cuando la gente habla sobre sí misma, habitualmente es cuando más se equivoca”.5 Algo más que señala es la “mediación” que uno ejerce entre la vida y el papel, pues la vida no se vuelca directamente en la autobiografía; sin embargo, lo que sí podemos salvar es el binomio entre lo temporal y lo contradictorio que es la memoria selectiva. Pensar que existe una objetividad en la autobiografía es un error derivado de la concepción positivista del siglo XIX.

Dialogando con Wordsworth y con Paul de Man (a quien también cita en El desierto…), colige que la lápida describe bien la vida de cualquier persona, y agrega que hay un aspecto abierto y otro enterrado: lo temporal y lo contradictorio. Lo temporal nos ordena y nos sitúa, pero lo contradictorio es profundo y vital, nos comunica con el infinito: “Esto no quiere decir que sean contradicciones dramáticas. En ellas, sencillamente las cosas se dan fuera del tiempo, eternamente”.6

En su estilo subyace la maestría para convocar colores y texturas. El título del libro surge de la dicotomía entre la carne chamuscada y las células que se empecinan en recuperarse, el desierto y su semilla que luchan encarnizadamente en el rostro de Eligia. Es inocultable todo lo que se dirime con ese acto de violencia intolerable, la materialización de un propósito infame que denota la envidia y el odio.

Madre e hijo van a Milán, a la Casa di Cura la Madonnina, un sanatorio especializado en lesiones de guerra. Eligia refrenda su entereza, mientras Mario se pierde por la noche en las calles de la ciudad. Nublado por los vapores del alcohol, se enfrenta a situaciones donde su vida llega a correr peligro. Surge Dina, un personaje equívoco, que parece enamorada de aquel veinteañero cuyo lastre no logra comprender. Los personajes femeninos lo asedian. Incluso hay un millonario, cliente de Dina, que recuerda remotamente a Raúl Barón Biza. En un episodio, Mario conoce a dos australianos, a quienes les traduce del latín las lápidas del panteón. Les parece muy joven, pero enterado. Sospechan y le espetan su desconfianza, “¿Cómo sabe usted tanto de tumbas?”, a lo cual responde Mario-Jorge Barón Biza: “Está en la familia. Mi padre construyó en su rancho una gigantesca, de doscientos pies de alto, y una catacumba de mármol negro debajo, para enterrar a su primer esposa, de sólo veintitrés años, con todas sus joyas. Él leía Poe”.7

Tras llevar una vida de bajo perfil, a pesar de sus profundos conocimientos en historia del arte y literatura, de ser un hombre cosmopolita y de una obra que destaca en un país de buenos escritores, Jorge Barón Biza se suicidó en septiembre de 2001 abalanzándose por la misma ventana donde su madre lo hizo en 1978. Su hermana se había suicidado años antes. Es posible que la tragedia de sus padres haya dejado a los hijos inermes para la vida propia.

En las páginas finales de El desierto y su semilla varias preguntas lo atenazan, pero sobre todo algo lo inquieta:

Entre el hombre que construía escuelitas y monumentos al amor de más de setenta metros de alto y el que arrojaba ácido a su amada, hay una evolución que no puedo entender. Mi fracaso por comprenderlo me ata a él...

Así termina el libro que le da a Barón Biza un lugar insustituible en la literatura hispanoamericana.

Notas

1 Jorge Barón Biza, El desierto y su semilla, prólogo de Nora Avaro, Eterna Cadencia editora, Buenos Aires, 2013, p. 199.

2 Ibidem, p. 23.

3 Ibidem, p. 22.

4 Ibidem, p. 23.

5 Jorge Barón Biza, “La autobiografía”, en Por dentro todo está permitido, Caja negra-CCEBA, Buenos Aires, 2010, p. 143.

6 Ibidem, p. 144.

7 El desierto y su semilla, op. cit., p. 168.