Se llama adánico —no evánico— todo lo que pertenece (una lengua o un periodo, entre otras) al personaje bíblico. También a la acción que se pretende novedosa, porque en el principio del mundo era un hombre creado a semejanza de Dios. Es necesaria una relectura al mito de Eva. Al de otras también: Sara, Salomé, Dalila, Ruth. Nombrarlas es darles espacio, cuerpo y presencia. En El libro de Eva (Alfaguara, 2020), Carmen Boullosa traduce con pasión a una actriz a la que le dieron el papel secundario y se ganó el repudio como protagonista.
Las mil y una noches es la historia de un rey que asesinaba a sus esposas al día siguiente de la boda pero una de ellas —la narradora Scheherazade— logra el truco de contar un relato que mantiene sin cerrar. Eso hace que el rey quiera escuchar el final la siguiente noche, en un continuo perpetuo: ella salva el pellejo con muchas historias secundarias dentro de un relato central. El Antiguo Testamento, escrito por tantos, es un libro así: pastiche, collage, alimentado de diversos materiales, cuyo personaje no pierde, sólo se dispersa un poco aquí y allá y deja nudos sin resolver. Es, aunque su fin haya sido otro, un libro político: con preceptos de ley, un relato no hecho para ponerse en duda. La exégesis, que aborda intersticios en las historias, los huecos, los sucesos que no fueron aclarados o que no se discutieron a fondo, regala diversas posibilidades de los hubiera. Un mundo creado a partir de la piedra, lo consolidado, lo duro, el relato cerrado.
SU PROPIA VERSIÓN
En cambio, El libro de Eva fluye como poema largo, una épica femenina del viaje: salir del paraíso antiséptico, inodoro, para hallar el mundo verdadero de las cosas. Eva es un Ulises sin retorno. También funciona como nota antropológica: la mujer, no cualquiera sino la primera, descubre, siembra, cuida, explora, experimenta y describe lo que ve. Es un cuaderno de exploración de las Indias: esto es así, si haces esto sucede eso. Eva es la acción y la palabra. Habla del cuerpo, de hacerse una misma un ano con el filo de la uña, de crearse el clítoris con una semilla que se tragó, de hacerse los órganos sexuales, de descubrir el placer por error. De tocarse. De tocar. De eso trata esta novela: un relato extenso de un origen del mundo que debe contarse a fin de quitarle ese peso a un personaje que, como María Magdalena, es perseguida con piedras.
Eva hace su propia versión de los hechos, un diario, un testimonio tanto como una génesis política: “Me llamo Eva. No tengo pasado. No nací de nadie. No tuve infancia. Soy el ser que no muere. Soy la primera. La madre de todos ustedes”.
El libro de Eva fluye como poema largo, una épica femenina del viaje: salir del paraíso antiséptico, inodoro, para hallar el mundo verdadero de las cosas. Eva es un Ulises sin retorno
La autora va más allá de hacer un replanteamiento sobre el status quo del discurso bíblico. Le da voz a la mujer maldita, la rebelde, la curiosa. Podría ser una saga histórica que cuenta la evolución de la especie a partir de una mujer que coge el fruto del único árbol que le dijeron no tocara y eso desencadena el fin del paraíso, el lugar sin hambre, donde animales y cielo eran todos perfectos y sólo había un hombre y una mujer. Sin los desobedientes no habría humanidad y el relato habría terminado a dos páginas de su inicio.
Al momento de la expulsión (que no fue tal, sino más bien ellos siguieron su camino) el mundo se hace a medida que se nombra. Incesto, asesinato, envidia, odio, curiosidad, deseo, amor primitivo, todo ocurre en este relato lleno de imaginación informada, como en el libro mismo que le da origen. Cada volumen responde a una constelación formada por otros. Jung logra en el ensayo “Respuesta a Job” esa respuesta imaginaria del hombre que amaba tanto a Dios que resistió las pruebas más absurdas. La preocupación religiosa es importante pero la filosófica, la ética, lo son aún más. El Antiguo Testamento es el relato de lo que no se cuestiona: la cultura escrita, dada por hecho. La palabra divina es ley, orden, precepto absoluto. La lectura desde la fe obliga a respetar ese soplo divino, inmarcesible.
DEMIURGA DE SÍ MISMA
El libro de Eva es una declaración de fe laica y de profanidad. Un barco a medio río. Logra centrarse en un personaje que permite una divagación terrenal: el inicio de una tradición que comienza en lo sagrado y termina en lo arqueológico, en cómo se reparte el trabajo, en la descripción minuciosa de cosechas, semillas, frutos, maternidad, hijos, el dolor de parir, el deseo, el placer sexual. Hace, desde ahí, la historia universal de un mundo que fue creado a semejanza de algo sin nombre. Un dios que se oculta en todo. Un dios vengativo: un padre que no perdona. Y sin embargo, ante todo eso, Adán es un sujeto impávido, vive en la inacción, en el titubeo, en la sombra. Es Eva quien reacciona, quien habla, quien se atreve. Ella es la narradora, como Scheherazade, demiurga de sí misma. ¿Quién va a contar la historia de las mujeres sino una de ellas?
En el Génesis, Adán fue creado del barro y Dios le entregó una compañera para que entendiera que ella, y no los animales, era su semejante. Si deriva del hombre, como se afirma, Eva es una extensión de la extensión de Dios. Adán era el único, el dios terrenal. Pero su hermana —o él mismo, en femenino— no fue creada aparte, sería también una diosa. Una diosa de tierra como bien afirma Boullosa en la concentración de esa Eva campesina, artesana, fuerte. Una deidad del trabajo.
Hablar de Eva es hablar de la culpabilidad. Del daño y del dolor. El paraíso perdido por la transgresión. Y quien transgrede no es el primer ser creado, sino el segundo. Y es mujer. Doble transgresión. Eso subsiste en el fondo de una cultura que ve de reojo a las mujeres, en la cultura de la sospecha y del apedreo a la menor provocación.