Delirios y metáforas

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Delirios y metáforas
Delirios y metáforas Foto: Fuente: panespol.com

En su Psicopatología general, el psiquiatra y filósofo Karl Jaspers sintetizó los criterios decimonónicos para reconocer un delirio: se trata de un juicio falso acerca de sí mismo, los otros, el mundo, expresado con gran convicción y una certeza incomparable; una vez establecido, este juicio no se modifica mediante la evidencia que lo contradice, y presenta un contenido falso o francamente imposible en el terreno de los hechos. El contenido de los delirios puede estar conformado por temas como la intriga, la conspiración, la magia, la telepatía, el control del pensamiento, el erotismo, los celos, la miseria, la ruina. Un médico internista, por ejemplo, decidió quitarse la vida porque sus estudios de laboratorio revelaban una falla irreversible en sus riñones. Pero sus colegas miraron los mismos estudios de laboratorio: eran normales.

En su libro Delirio —un texto esencial sobre la historia y la metateoría de este problema clínico— Germán E. Berrios analiza la posible formación del síntoma: antes de que el delirio cristalice mediante una fórmula verbal, hay una fase caótica conocida como “etapa predelirante”. Las vivencias de esta etapa son difíciles de conceptualizar, porque nuestro léxico no está diseñado para capturar fenómenos subjetivos que surgen durante la desintegración psicopatológica. Este fragmento escrito por Karl Jaspers puede acercarnos a la atmósfera emocional del proceso: “El ambiente es distinto. Existe una alteración que lo envuelve todo con una luz incierta, de mal aspecto. Una habitación antes indiferente o amable provoca ahora un estado de ánimo indefinible. Hay algo en el ambiente de lo cual el enfermo no puede darse cuenta; una tensión desconfiada, incómoda, nefasta, le domina”. Este temple delirante, escribe Jaspers, tiene que ser por completo insoportable. Los pacientes sufren tanto que la adquisición de la falsa certeza del delirio es como un alivio. Disponer de una explicación, aunque sea incongruente con la realidad, reduce el sufrimiento.

Hay una zona de transición fascinante entre el delirio y el fanatismo político, ideológico o deportivo. Las conversiones religiosas nos ofrecen una analogía: una aflicción caótica es sanada al adquirir una convicción mágica, teológica o trascendente. En este caso, hay una ventaja: la comunidad de los creyentes, así como el tejido simbólico del culto religioso, refuerzan las prácticas y creencias del individuo converso, mediante un doble mecanismo, intelectual y afectivo. El individuo adquiere compañía y certeza. En las condiciones psiquiátricas, por otra parte, el delirio es más solitario. La condición falsa, ilógica de la idea suele aislar al sujeto delirante de su entorno social.

EN LA FORMACIÓN de delirios se observa una transición desde el caos hacia un orden falsificado. ¿Hay alguna semejanza con la creación de ficciones? En las artes, los materiales problemáticos, inscritos en las profundidades de la memoria, logran obtener una estructura cognitiva comprensible para los demás, y en los momentos afortunados se generan innovaciones en la red interpersonal, que podrían contribuir a aliviar el sufrimiento de las colectividades. A diferencia del discurso delirante, calificado como falso, la ficción opera con parámetros que no pueden reducirse a la dicotomía entre la mentira y la verdad. Aquí entra en juego el concepto de las verdades metafóricas, planteado por Paul Ricoeur.

En algún encuentro literario escuché al escritor colombiano Héctor Abad Faciolince decir que la ficción es hija del pudor. En vez de confesar sus pecados y conflictos psicológicos, el autor se los atribuye a un personaje literario: Madame Bovary, Ana Karenina, Raskolnikov. La forma que adoptan esos materiales contribuye a dotarlos de cierta universalidad, de un mayor potencial intersubjetivo, porque la creatividad literaria los saca de su contexto personal para construir historias que trascienden el ensimismamiento y establecen conexiones intersubjetivas. Quizá los delirios en pacientes con problemas neuropsiquiátricos guardan alguna semejanza con la formación de ficciones, si las tesis del doctor Eugen Bleuler son ciertas: que el contenido informativo de los delirios revela, como las ensoñaciones, los temores y deseos del sujeto enfermo. La información biográfica, según Bleuler, es transfigurada en los estratos inconscientes de la psique y reaparece en el delirio con forma simbólica. Pero los mecanismos de la transfiguración son desconocidos para el delirante, quien adopta las imágenes simbólicas como verdades literales.

En los delirios se observa una transición desde el caos
hacia un orden falsificado. ¿Hay semejanza con la creación de ficciones?

¿Los delirios son metáforas formadas en un sujeto que no logra interpretar su sentido figurado? La posibilidad de distinguir entre metáforas y mensajes literales sería una de las diferencias más relevantes entre la ficción literaria y el discurso delirante. En el escenario clínico, este problema fue estudiado por un psiquiatra español, a mediados del siglo XX. Bartolomé Llopis conceptualizó los delirios como fenómenos originados por un “descenso cualitativo de la conciencia”, que lleva a una confusión entre el mundo interno y el mundo externo, y a una incapacidad para interpretar el sentido figurado; las imágenes simbólicas y metafóricas se toman por verdades literales, y las metáforas del enfermo para referirse a su estado subjetivo se transforman, para él, en realidades. La metáfora cotidiana para decir que uno “está muerto de cansancio” se convierte en una verdad, y aparece el delirio de estar muerto.

Según Llopis, durante las etapas agudas del padecimiento mental los pacientes forman delirios “vivos”, con una intensa carga afectiva, enunciados con una enorme convicción: el paciente se siente en un estado de gracia o desgracia excepcional y adquiere un gran poder persuasivo. Cuando la fase aguda del padecimiento se agota, atestiguamos la permanencia de las delusiones inertes, que sólo son las huellas mnésicas del delirio vivo. Este síntoma residual aparece en el discurso si uno lo busca, pero no surge de manera espontánea, y su poder retórico es débil.

LA DISTINCIÓN entre delusiones vivas o inertes, propuesta por Bartolomé Llopis, me recuerda los estudios de teoría literaria de Paul Ricoeur: el filósofo plantea que, en la historia de las ideas, aparecen metáforas nuevas, “vivas”, que revolucionan los conceptos anquilosados por la tradición, la cual está llena de metáforas “muertas” que han llegado a tomarse como verdades literales. En este sentido, el pensamiento crítico de las humanidades, la creación literaria y la investigación científica comparten la tarea de renovar de manera periódica el uso del lenguaje, en todos los territorios de la cultura, mediante la formación de metáforas nuevas que enriquecen nuestro pensamiento y las redes semánticas compartidas.

Las transformaciones históricas de la colectividad implican cambios en la experiencia humana, que pueden ser dolorosos, resultado de presiones demográficas, migraciones masivas, conflictos armados o políticos, catástrofes económicas, epidemias... en tales circunstancias, la imaginación artística detecta los patrones emergentes del dolor social y transmuta esa información mediante la creación de obras que codifican los sentimientos conflictivos; al hacerlos comunicables, los disponen para la interpretación colectiva. Así contribuyen a formar una cultura crítica. También pueden generar cohesión social entre la desgracia. Así lo vivimos durante la pandemia por Covid-19: la enfermedad, el aislamiento y la incertidumbre de enormes masas humanas provocan una fractura en el tejido cultural que subyace a nuestro modo de vida. La experiencia literaria —esto es mi propio delirio metafórico— nos ayuda a rehacer las constelaciones del sentido vital.