El salvavidas que leía a Schopenhauer

El corrido del eterno retorno

El salvavidas que leía a Schopenhauer Fuente: freepik.es

La maldita pandemia me orilló a tomar vacaciones. Hacía siglos que no pisaba la playa. Un recuerdo amargo. La última vez que estuve en Mazatlán todavía estaba casado. Y no fue un viaje agradable.

La zona “drogada” no había cambiado sustancialmente desde mi anterior visita. La novedad del trip era el puente Baluarte. Mil cien metros que te sostienen sobre la Sierra Madre Occidental. Lo que te ahorra pasar por El espinazo del diablo. Me fui en mi carro, el Blackout, y llegué en cinco horas.

Mientras recorría en el coche la avenida junto al malecón constaté con horror, fascinación y culpa a los turistas caminar codo a codo, algunos sin tapabocas, con tal desparpajo que parecía que la pandemia no existiera. Ni siquiera en Semana Santa se abarrotaba de esa manera. Por supuesto que yo era parte del problema. Criticaba pero tampoco me quedaba en casa. Ya lo había hecho cuatro meses. Necesitaba la purificación que otorga el mar.

En una de las entrevistas que le hicieron a Bob Dylan a propósito de Rough and Rowdy Ways, su último disco, le preguntaron: “¿Tener el océano Pacífico en tu patio te ayuda a procesar la pandemia de manera espiritual? Existe una teoría llamada ‘mente azul’, la cual señala que vivir cerca del agua es una cura para la salud”. Y el viejo respondió: “Sí, también lo creo. ‘Cold Water’, ‘Many Rivers to Cross’, ‘How Deep Is the Ocean’. Cuando escucho cualquiera de estas canciones, siento como una especie de cura. No sé de qué, pero una cura para algo que ni siquiera sabía que sufría. Es como una sanación. Como algo espiritual. El agua es algo espiritual. Jamás había escuchado eso de mente azul. Suena a que podría ser algún tipo de canción lenta de blues, algo que escribiría Van Morrison”.

Así que ahí estaba yo, en el Pacífico mismo, obedeciendo al llamado de Dylan. Hacía cuatro meses que habían cerrado la alberca, mi principal terapia, y me urgía dejar de amañarme el ánimo. Por supuesto que no caminaría por las calles atestadas del malecón. Mi cometido era quedarme en mi hotel y alejarme lo más posible de la gente. Me asomé al balcón de mi habitación y vi que era mentira que la ocupación era del cuarenta por ciento. Sin embargo, todavía se preservaba el espacio suficiente para poder estar tranquilo.

De todas las personas que estaban en las tumbonas, tanto de la playa como a un lado de la piscina, nadie leía.

En las tumbonas, nadie leía. El único lector era el salvavidas

El único lector era el salvavidas. Que desde su puesto tenía la cabeza metida en un libro. Comencé a beber, la cerveza no es azul pero también es espiritual. Dos horas más tarde bajé a hacerle una pregunta al salvavidas. Pero su turno había terminado.

A las once de la mañana del día siguiente me sacó de dudas. De la playa a la isla de enfrente había kilómetro y medio de distancia. Que no existía la posibilidad ni de ser atacado por criatura alguna ni de ser arrastrado por una corriente traicionera. Ya no llevaba el libro. Y no le quise preguntar para no incomodarlo.

La mañana de un jueves me levanté resuelto a irme nadando hasta la isla de ida y vuelta. Obvio con aletas. Me coloqué los goggles y me lancé al agua. Lo conseguí. Y el salvavidas me felicitó. Me dijo que aun con aletas era muy pesado. El viernes repetí mi paseo. En total nadé seis kilómetros en dos días. Ya con más confianza, me acerqué al salvavidas para preguntarle qué estaba leyendo. Me esperaba cualquier respuesta, García Márquez, Stephen King, Quién se ha llevado mi queso, todo menos lo que me mostró: El arte de insultar.

Un día después lo fui a buscar para regalarle uno de mis libros. Pero era su día de descanso. Quién descansa en sábado. Ese día dejé el hotel y ya no lo volví a ver. Todo el viaje de regreso me dolió horriblemente el lado derecho de mi cuerpo. Pensé que era la vesícula. Pero al llegar a Torreón fui al médico y resulta que me produje una costocondritis. Es el desgarre de la capa que recubre las costillas. El oleaje me golpeaba en las costillas sin que me enterara.

Había acudido en busca de la espiritualidad del mar y me ocurrió lo más schopenhaueriano: que recibí justo lo que anhelaba pero no fue sanador. O como lo cantarían sabiamente Homero, Marge y Bart: “No vives de ensalada, no vives de ensalada, no vives de ensalada”.