Música de tuberías

Fetiches ordinarios

Música de tuberías
Música de tuberías Foto: Fuente: Pixabay

Pocos sonidos tan enloquecedores como el del grifo que gotea en forma de reloj nocturno y pocos tan espeluznantes como el quejido que recorre las paredes de la casa. Antes del tic-tac de la era de las máquinas, el tiempo se escurría en forma líquida, deslizándose gota a gota por el cuello de la clepsidra, y algo de esa noche antigua y elemental permanece en la tortura que taladra las sienes cuando hay una fuga en la llave del insomnio. De signo distinto, pero igual de angustiante, es el lamento gutural que surge de la garganta de la tubería cuando se queda sin aliento por fallas en el suministro de agua. Menos un gorgoteo que un aullido desgarrador, la queja doméstica se antoja tan cercana e inubicable que parece provenir de nosotros mismos —no está claro si de los intestinos o de la caja torácica—; su semejanza con un anuncio de muerte tiene que ver con que se produce a la manera del estertor: como una exhalación última, un eco cavernoso de vida que se vacía o se acaba.

AL IGUAL que muchas cosas que damos por descontado, la tubería se hace presente a través de sus desperfectos y averías. Estamos tan habituados al milagro de que con un giro de los dedos tengamos agua corriente, que casi no reparamos en la red invisible de codos y válvulas, de llaves de paso y aleaciones de metal que permiten el acto cotidiano de lavarse las manos. ¡Cuántos kilómetros de esfuerzo e ingeniería, cuántos ríos sometidos y vueltos a encauzar para que podamos dejar la llave abierta mientras cantamos ante el espejo “I Will Survive”!

La rehabilitación del lavabo me llevó hace unos días a lidiar con la presión y el nivel del agua. A familiarizarme de nueva cuenta con ese mundo oscuro y borboteante al interior de las paredes, hecho de codos y niples, de soldadura y empaques. Así como la casa tiene un esqueleto, también tiene un sistema circulatorio y digestivo, y siempre hay algo de operación quirúrgica en practicar un boquete en el muro para restaurar sus flujos vitales. Fabio Morábito le ha dedicado algunos versos a esa presencia “a espaldas de la piedra” que avanza dando largos rodeos, violentas torceduras, como “dedos de una gran mano / abierta todo el tiempo”.

En el escalofrío de descubrirme parte de la plomería, sentí
en la garganta una suerte de reflujo, parecido a un gorgoteo 

Mientras lijaba embocaduras de cobre y revisaba los puntos débiles de las junturas, experimenté una extraña continuidad entre mi cuerpo y la vieja tubería. Más que el dedo retorcido de una mano metálica, lo que cortaba con la segueta se me antojaba un hueso, un hueso largo y hueco de alguna criatura fantástica que hubiera quedado apresada en el cemento. Purgar la tubería, aliviarla del sarro, reconectarla, me hizo sentir de pronto como un tubo andante, como el eslabón de un ciclo más vasto de escurrimientos y desagües. Entre el grifo de cuello de cisne y el vertedero del inodoro me encontraba yo, ese ramal inquieto que va de la boca al esófago, de los intestinos a los riñones... En el escalofrío de descubrirme parte de la plomería, sentí en la garganta una suerte de reflujo, algo parecido a un gorgoteo insistente, a unas gárgaras bullendo en sentido inverso; me miré en el espejo y sólo encontré las facciones de una gárgola asustada. Grité.

UNO DE LOS PRIMEROS efectos del sedentarismo fue la necesidad de transportar los recursos naturales hacia un centro que rápidamente los agotaba. Mucho antes de la gigantesca arborescencia de acueductos de la antigua Roma, que se extendía por más de 350 kilómetros (tanto en forma elevada como subterránea), ya en la isla de Creta se había desarrollado la ingeniería hidráulica. Dos mil años antes de nuestra era, en Cnosos, donde el legendario artífice Dédalo levantó un gran palacio para el rey Minos, un ramaje oculto de tubos cónicos elaborados en terracota llevaba agua a las bañeras, con aliviaderos, pozos para el sedimento y un eficaz y sofisticado sistema de desagüe. No se sabe si Dédalo, inspirado en la imagen del laberinto, fue el genio pionero de la fontanería, pero según los arqueólogos hay evidencia de que los cretenses ya contaban con tuberías separadas para el agua fría y caliente.

El Sistema Cutzamala, una de las obras de conducción y distribución hídrica más grandes del mundo —bombea agua potable para millones de habitantes en el Valle de México—, no alcanza a superar, entre su tubería metálica, sus túneles de concreto y sus canales abiertos, la desmesura de los acueductos romanos, que en su apogeo llegaron a proveer, según Lawrence Wright en su incomparable libro Pulcro y decente. La interesante y divertida historia del baño y del W. C., cerca de 1,350 litros diarios por persona, cuatro veces más que el promedio en las ciudades contemporáneas. Aparte del despilfarro imperial (no hay que pasar por alto que bañarse era un deber social básico en la antigua Roma y que buena parte de la vida de la comunidad sucedía en termas colosales como las de Caracalla), lo que llama la atención es la voluntad de transformar el paisaje en función de un esquema centralista de asentamiento urbano. Ríos entubados, presas que se confunden con lagunas, montañas horadadas, ductos por los que podría deslizarse una ballena, compuertas tan altas como murallas... El privilegio de contar con agua corriente a cambio de alterar, quizás para siempre, la orografía de los alrededores.

En comunidades como San Pedro y San Pablo Ayutla, en la zona mixe de la Sierra Norte de Oaxaca, después de que fueran despojados de su manantial, pasan y pasan los años sin que se restablezca plenamente el servicio de agua potable, y no hace falta recordar los cientos de colonias, aun en las principales ciudades del país, que son mandadas por un tubo cada vez que reclaman su derecho al “líquido vital”. ¿Qué son allí los grifos, sino meras bocas del vacío, oquedades por las que se comunica la nada? ¿Qué son allí las tuberías, sino flautas transversas torcidas por el sinsentido, que recorren miles de kilómetros para llevar a los hogares una música de herrumbre y esterilidad?

EN MAD MAX, furia en el camino de George Miller (2015), la escasez de agua en un futuro posapocalíptico crea el contexto inmejorable para ejercer la tiranía. Ese desierto sin límites y sin esperanza, que la película postula tras una hecatombe nuclear, se encuentra a la vuelta de la esquina, expandiéndose alrededor de los pozos secos, formándose en la fila para acarrear agua en cubetas, detrás de las caravanas de pipas y camiones cisterna que recorren día y noche los caminos. Pese a que la captación de lluvia sea una práctica común, la autonomía hídrica se antoja todavía una solución lejana. El modelo de un poder central que distribuya el agua y la reconduzca desde sitios cada vez más distantes ha resultado, sin embargo, errático, ineficiente, profundamente desigual. Como en Mad Max, siempre tendrá la autoridad para cerrarnos la llave.