El velo alzado

Varias escritoras del siglo XIX se vieron obligadas a escribir bajo seudónimo masculino; de otro modo sus obras no hubieran visto la luz. Una de las más notables fue Mary Ann Evans, conocida bajo el nombre de pluma de George Eliot. Aquí ofrecemos un adelanto de su novela corta y de tono gótico El velo alzado, que se publicó originalmente en 1859. Ahora Libros UNAM la ofrece en una traducción nueva; se presentará el domingo 21 de febrero en la edición virtual de la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería.

Mary Ann Evans Foto: Especial 

TRADUCCIÓN ADRIANA DÍAZ ENCISO

Se acerca la hora de mi fin. He tenido propensión últimamente a ataques de angina pectoris; y en el curso ordinario de las cosas, me dice mi médico, puedo confiar cabalmente en que mi vida no ha de prolongarse muchos meses. A menos, entonces, que sea mi maldición tener una excepcional constitución física, así como es mi maldición ser dueño de un carácter mental excepcional, no he de gemir mucho más tiempo bajo la fatigosa carga de esta existencia terrenal. Si llegase a ser de otra forma —si continuara vivo hasta alcanzar la edad que la mayoría de los hombres desean y para la que prevén— por una vez habría sabido si acaso las desdichas de una expectativa ilusoria pueden tener más peso que las desdichas de la verdadera presciencia. Porque presagio cuándo he de morir, y todo lo que sucederá en mis últimos momentos.

A tan sólo un mes de este día, el 20 de septiembre de 1850, estaré sentado en esta silla, en este estudio, a las diez en punto de la noche, anhelando morir, cansado de incesantes clarividencia y previsión, sin engaños y sin esperanza. Justo mientras observo la lengua de una llama azul alzándose en el fuego, y se debilita la luz de mi lámpara, empezará la horrible contracción en mi pecho. Sólo tendré tiempo de alcanzar la campanilla, y darle un tirón violento, antes de que llegue la sensación de asfixia. Nadie responderá a mi llamado. Sé por qué. Mis dos sirvientes son amantes, y habrán peleado. Mi ama de llaves habrá salido a toda prisa de la casa hecha una furia, dos horas antes, esperando que Perry piense que ha ido a ahogarse. Finalmente, Perry se alarma, y ha salido tras ella. La pequeña fregona está dormida en un banco: nunca responde a la campanilla; no la despierta. La sensación de asfixia aumenta: mi lámpara se apaga con un hedor horrible: hago un enorme esfuerzo, y otra vez intento agarrar la campanilla. Anhelo la vida, y no hay ayuda. Tuve sed de lo desconocido: la sed se ha apagado. Oh, Dios, déjame permanecer con lo conocido, y estar cansado de ello: estoy conforme. Una agonía de dolor y asfixia; y entretanto la tierra, los campos, el arroyo guijarroso al pie de la colonia de grajos, el aroma fresco después de la lluvia, la luz de la mañana a través de la ventana de mi aposento, el calor del hogar tras el aire glacial: ¿se cerrará para siempre sobre ellos la oscuridad?

Oscuridad; oscuridad; ningún dolor; nada más que oscuridad: pero estoy pasando sin tregua a través de la oscuridad: mi pensamiento permanece en la oscuridad, pero siempre con la sensación de avanzar...

Antes de que llegue ese momento, deseo utilizar mis últimas horas de sosiego y fuerza para contar la extraña historia de mi experiencia. Nunca he abierto mi pecho del todo a ningún ser humano; nunca se me ha alentado a confiar mucho en la compasión de mis semejantes. Pero todos tenemos una oportunidad de encontrar algo de piedad, algo de ternura, algo de caridad, cuando estamos muertos: son sólo los vivos los que no pueden ser perdonados; sólo a los vivos a quienes les son postergadas la indulgencia y la reverencia de los hombres, como posterga la lluvia el duro viento del este. Mientras late el corazón, fustígalo: es tu única oportunidad; mientras los ojos aún pueden volverse hacia ti en tímida y llorosa súplica, congélala con una mirada glacial e impasible; mientras el oído, ese delicado mensajero del santuario más recóndito del alma, aún puede acoger los tonos de la bondad, posponla con severa civilidad, o cumplidos desdeñosos, o envidiosa afectación de indiferencia; mientras el cerebro creativo aún puede palpitar con el sentido de injusticia, con el anhelo de reconocimiento fraternal, oprímelo —date prisa— con tus juicios inconsiderados, tus comparaciones triviales, tus tergiversaciones descuidadas. No tardará el corazón en quedarse quieto —ubi saeva indignatio ulterius cor lacerare nequit—;1 el ojo dejará de suplicar; el oído estará sordo; habrá suspendido el cerebro toda necesidad, al igual que todo trabajo. Entonces quizás encuentren descargo tus discursos caritativos; entonces quizás recuerdes y te compadezcas del esfuerzo y la lucha y el fracaso; entonces quizás rindas el debido honor a la obra realizada; entonces quizás encuentres atenuantes para los errores, y consientas en enterrarlos.

Todos tenemos oportunidad de encontrar algo
de piedad, de ternura, de caridad, cuando estamos muertos: sólo los vivos no pueden ser perdonados

Ése es el texto trivial de un chico de escuela; ¿por qué me detengo en él? En poco se refiere a mí, porque yo no dejaré tras de mí ninguna obra que puedan honrar los hombres. No tengo parientes cercanos que hayan de compensar, llorando sobre mi tumba, las heridas que me infligieron cuando estaba entre ellos. Es sólo la historia de mi vida la que quizás obtenga un poco más de compasión de los extraños cuando esté muerto, que la que creí obtener jamás de mis amigos mientras vivía.

Mi infancia tal vez me parece más feliz de lo que realmente fue, en contraste con todos los años que siguieron. Porque entonces la cortina del futuro me era tan impenetrable como a otros niños: compartía todo su deleite en la hora presente, sus dulces esperanzas indefinidas del mañana; y tenía una madre tierna: incluso ahora, tras el lóbrego lapso de largos años, un rastro ligero de sentimiento acompaña el recuerdo de sus caricias mientras me sostenía en su rodilla, sus brazos alrededor de mi pequeño cuerpo, su mejilla contra la mía. Sufría yo de una afección de los ojos que me dejó ciego durante algún tiempo, y ella me mantenía en sus rodillas desde la mañana hasta la noche. Ese amor inigualado pronto desapareció de mi vida, e incluso para mi conciencia infantil fue como si esa vida se hubiera vuelto más fría.

Nota

1 Inscripción en la lápida de Jonathan Swift. [N. de la T.] Puede traducirse como: “Donde la indignación ya no puede lacerar su corazón”. [N. del E.].