El fantasma de la melancolía

En este relato, la autora de Jaulas vacías explora una zona tocada por la ambigüedad, las disolvencias donde el mundo tangible se confunde con la alucinación, a raíz del impacto causado por un accidente vial. Entre las secuelas, signos diversos recorren el cuerpo y la conciencia del protagonista, sin descartar sueños recurrentes o lo que percibe como un don premonitorio. Mientras tanto, la memoria se difumina, hasta borrar las fronteras entre la realidad y el deseo.

Foto ilustrativa de "el fantasma de la melancolía"
Foto ilustrativa de "el fantasma de la melancolía" Foto: freepik.com

Melancolía, ésa fue la primera palabra que se le vino a la mente cuando la vio realizando un demi-plié al final de la barra, casi pegada a la columna. No recordaba su nombre ni estaba seguro de haberla visto antes del accidente. De edad incalculable, la mujer solía divagar, perdía la concentración, extraviaba el ritmo y hasta olvidaba la secuencia; cuando volvía de su ensoñación, la memoria corporal reaparecía y entonces ejecutaba los ejercicios con precisión y ritmo. Lamentó no recordar su nombre, ¡qué desconcertante!

A pesar de que le dijeron que el terrible accidente no había dejado secuelas, ni un hueso roto y, afortunadamente, ningún indicio de daño cerebral, César percibía muy dentro que algo se había descolocado. No sabría precisar qué, pero a veces, cuando se quedaba quieto, escuchaba un ruido interno; un zumbido que iniciaba en sus oídos y luego se alejaba para instalarse en el estómago, a veces en una pierna, en la palma de una mano o en la planta del pie. Tímido por naturaleza, con los doctores solamente hablaba de los dolores y síntomas físicos, omitía el zumbido y una especie de premonición que al principio confundía con casualidad, pero que a fuerza de repetirse lo perturbaba. Segundos antes de que ocurriera, sabía que un carro se pasaría el alto, un señor dejaría caer accidentalmente la bolsa del pan, una mujer se tropezaría, un joven saltaría de un camión todavía en marcha.

DESPUÉS DE UNA SEMANA de querer recordar el nombre de la melancólica alumna sin lograrlo, revisó nombres, mensajes y fotografías del grupo de WhatsApp de las clases. Se le ocurrió que quizá era una alumna que acudía en otro horario y por eso no lograba ubicarla en la primera clase matutina. Repasó mensajes, chistes, videos, comentarios; miró con detenimiento las fotos de cada uno de los integrantes del chat sin obtener una pista. Luego pensó que quizá sería buena idea preguntarle a alguna de sus alumnas quién era la mujer de cabello castaño oscuro pegado a la nuca, en corte de muchacho, con mirada melancólica y labios planos, carentes de expresión. Se arrepintió de inmediato. ¡Qué ridículo!, pensó. Concilió el sueño con la seguridad de que pronto recuperaría la memoria por completo.

Volvió a soñar con el accidente, como le ocurría casi todas las noches. Se veía a sí mismo aproximarse en la bicicleta, intentaba hacerle señas al ciclista para que se detuviera y esquivara al conductor fuera de control que lo embestiría en pocos segundos; el ciclista no le hacía caso, es más, aumentaba la velocidad como si quisiera toparse con su destino lo más pronto posible. Siempre intentaba apartar la vista, pero todo ocurría tan rápido que era inevitable mirarse a sí mismo volando por los aires para caer, de cabeza, entre mesas, sillas y vasos rotos. La bicicleta quedaba de lado, con una llanta doblada y los pedales en movimiento. Le resultaba imposible quitar la vista del charco de sangre y del cuerpo desarticulado, su propio cuerpo, herido e inmóvil. Luego llegaba la ambulancia; la seriedad en los rostros de los paramédicos lo hacía sentir como un cadáver. La ambulancia a toda velocidad y la sirena alejándose, mientras él observaba el hueco dejado por su cuerpo y la silueta rodeada de sangre roja y burbujeante.

Despertó empapado de sudor, con un grito atorado en la garganta. ¿Por qué, si estaba vivo, a veces se sentía muerto?

En clase estaba ausente o, más bien, presente, pero de otra forma. Con frecuencia miraba a sus bailarines desde el techo, como si fuera una araña que caminara de un lado al otro del salón, pero no sobre la duela, sino sobre el plafón. Y ahí estaba ella, ocupando siempre el mismo espacio en la barra, hasta atrás, como si quisiera pasar desapercibida.

Torso arriba, panza metida, alineación de caderas, ritmo, balance, memoria; claro, pensó, una fotografía. Al final de la clase, como tantas otras veces, les pidió que posaran. Tardaron unos momentos en ponerse de acuerdo y cuando lo lograron hizo varias tomas con su celular. Son para promocionar las clases, les aseguró. Antes de enviarles las fotos, las revisó con cuidado. Ahí estaba ella, pero borrosa, como si se hubiera movido en el momento justo; no se distinguían sus rasgos, apenas se veía una silueta fantasmal. El WhatsApp se llenó de comentarios, halagos y bromas. De la silueta borrosa y de la desconocida nadie dijo nada. Al otro día, ahí estaba de nuevo, de leotardo negro y mallas color bermellón, el cabello pegado a la nuca, los ojos inexpresivos y los labios rectos.

Dos meses después del accidente, la neuróloga le pidió que llevara un diario en el que debía anotar sus actividades cotidianas: las clases, lo que comía, con quién charlaba y, sobre todo, si ocurría algo extraordinario, por ejemplo, aclaró la doctora, olvidarse continuamente de algo, oler cítricos sin que haya nada cercano que provoque el aroma, tener problemas transitorios de visión, escuchar voces. César sintió que su cuerpo se estremecía, movió la cabeza y le tronó el cuello; sus músculos estaban tensos y los nervios, tirantes. Miró a la doctora tratando de encontrar en su rostro algún signo contundente de alarma, pero ella lo miraba con frío profesionalismo. ¿Salió algo en las tomografías o en las radiografías? ¿Qué pasa?, preguntó con un hilo de voz. La doctora contestó, con una impasibilidad que lo aterraba, que sólo era una medida preventiva. Le explicó que después de un golpe tan duro, a veces las secuelas tardan años en aparecer, pero suelen anunciarse en pequeños detalles. Si hubiera alguna señal de alarma actuaríamos de inmediato, es muy posible que no ocurra nada extraordinario, pero prefiero prevenir, aseguró. El cerebro, dijo, a pesar de lo mucho que sabemos de él, es impredecible.

Los primeros días tanto la libreta como la pluma permanecieron quietas en el buró al lado de la cama. ¿Qué escribir? Casi siempre se levantaba con la cabeza en blanco. Un día despertó con el sabor de un sueño reciente. Sí: sentía la boca metálica como si se hubiera mordido la lengua hasta sangrar. Hizo un apunte apresurado. Luego de la tercera clase, como a mediodía, abrió la libreta para anotar sus actividades y releyó lo escrito en la mañana: “rojo temprano no frío no calor peste fuego”.

Miraba a sus bailarines desde el techo, como si fuera una araña que caminara de un lado al otro, pero no sobre la duela, sino sobre el plafón

LA DOCTORA PASABA una página tras otra de la libreta. Habían transcurrido casi dos meses desde la última cita. César miraba hacia el techo. Aunque los primeros días estuvo reacio a escribir en ella, después se transformó en un objeto indispensable. La cargaba para todos lados: a las clases, al súper. La dejaba en el buró antes de dormir.

Luego de algunos minutos la doctora puso la libreta sobre el escritorio y preguntó:

–¿Cómo se ha sentido? ¿Dolores de cabeza, insomnio, cansancio?

–No, no, nada de eso. He dormido muy bien y no tengo dolores de cabeza.

–¿Olvidos, olores extraños?

–No. De hecho, si no fuera por algunas pesadillas, casi no me acordaría del accidente.

–Platíqueme más de eso.

–Sueño el accidente casi todas las noches, pero yo siempre estoy como espectador, me veo a mí mismo accidentándome una y otra vez, noche tras noche. ¿No tendrá algo para evitar eso?

La doctora lo observó con atención. Chasqueó los labios antes de decir:

–¿Qué es exactamente lo que anotó en la libreta?

César la miró extrañado. La libreta, claro, pensó. Alargó la mano hacia el cuaderno, pero la doctora lo detuvo.

–Platíqueme qué hay en la libreta, sin verla. Dígame qué escribió.

Luego de un gran esfuerzo, contestó con una sonrisa de disculpa:

–Usted tiene razón, mi memoria no anda muy bien que digamos. Hay una cosa que no puedo recordar y me preocupa porque... el caso es que no puedo recordar el nombre de una alumna, es más, no la recuerdo desde el accidente, es como... es como si fuera un fantasma.

–Pero usted no ha escrito nada sobre ella.

–Claro que sí, escribí sobre mi incapacidad de recordar su nombre, sobre mi turbación.

La doctora ojeó de nuevo la libreta, con un suspiro la cerró y se la devolvió.

–Le voy a pedir que por favor procure escribir, como le recomendé desde un principio, sus actividades. Algo así como una bitácora —suspiró de nuevo—. Porque los apuntes que usted me muestra pueden ser útiles para sus clases, pero a mí no me dicen gran cosa.

César guardó la libreta en su morral, se sentía ofendido sin saber muy bien por qué. Le tendió la mano a la psiquiatra, pero antes de cerrar la puerta tras de sí, le preguntó:

–¿De verdad no tendrá algo para las pesadillas? —La mujer negó con la cabeza. César se marchó con una gran desconfianza ante la ciencia.

UN PAR DE SEMANAS después, la alumna empezó a aparecer en el sueño repetitivo del accidente, a veces al fondo del restaurante, otras veces como peatón, como una de los paramédicos. Y entonces, durante la primera clase matutina, tuvo una de sus premoniciones: segundos antes de iniciar el calentamiento, ella entraría callada y discreta para acomodarse en su lugar habitual.

Sintió un cosquilleo en la pierna y supo que ella era un fantasma y que pronto vería a otros que serían parte de su vida, ya para siempre.