La vigilia del foco

Fetiches ordinarios

El foco centenario de California, encendido desde 1901.
El foco centenario de California, encendido desde 1901. Foto: Fuente: Wikimedia Commons

El acto mecánico de prender la luz ha cancelado el misterio de la penumbra. La noche se ha convertido en una continuación deslavada del día, que ha permitido mayor movilidad y acaso mejores fiestas, pero ha llevado al estiramiento insensato de la jornada laboral. El triunfo de la incandescencia se aprecia en todo su esplendor desde el espacio: en una extraña síntesis navideña, la Tierra flota como una esfera enmarañada de foquitos.

HUBO UN TIEMPO en que no había más que el fuego y el claro de luna para guiarse en la oscuridad, y muchos imperios prosperaron y cayeron en ruinas sin que ninguno de sus habitantes tuviera el privilegio de presenciar el chisporroteo de una vela encendida. Si se tiene en cuenta que Euclides, Newton y Hooke contaron con fuentes más bien primitivas de alumbrado para desarrollar sus tratados de óptica y sus teorías de la luz, la mirada que dirigimos al pasado se envuelve en un velo ocre, espeso y vacilante, comparable al de una antorcha que desafía las tinieblas.

En los pocos rincones que no han sido alcanzados por la orgía de reflectores, la llegada de la noche divide la jornada en mitades irreconciliables, que no sólo implican actividades distintas, sino que propician estados de ánimo distintos, con regocijos y recompensas contrastantes para el ojo y la imaginación. Así como los primeros rayos del alba difuminan las aprensiones y los miedos nocturnos, el imperio de las sombras le resta urgencia y gravedad a las actividades prácticas y pone en perspectiva los pensamientos instrumentales de la vigilia. Allí donde un foco cuelga del techo e insiste en extender la vida diurna más allá de sus posibilidades, ya no hay lugar para la fantasía noctámbula, para ese tipo de ensoñación subterránea y secreta que se enciende con el crepúsculo, lo cual supone la amputación de una parte de nuestra actividad cerebral —la que involucra la ambigüedad y los claroscuros—, un límite a nuestra capacidad de reconocernos en el espejo como algo más que un Dr. Jekyll unidimensional, obsesionado con los privilegios de la vista.

Para conocer la cualidad terrosa de las tinieblas es necesario huir lejos de las ciudades. El grado de intoxicación lumínica es tan alto que no sólo nos hemos olvidado de la bóveda nocturna, sino que parece que libramos una batalla encarnizada contra la luz natural: al interior de muchos edificios las lámparas están encendidas aun a pleno día, imponiendo una atmósfera fría e inhóspita que facilita que perdamos la noción del tiempo y que el ciclo circadiano se ajuste a las demandas del capital. En una estampa precisa del multitasking, la iluminación artificial hace que nuestro cuerpo proyecte no una, sino cuatro sombras, como siervas rendidas ante soles falaces.

El grado de intoxicación lumínica es tan alto que parece que libramos una batalla contra la luz natural

INTRUSO Y CENITAL, vigía todopoderoso, dios pelón de la vida doméstica, el ojo de la bombilla no deja intocado ningún resquicio, ningún lapso de la jornada escapa a su dominio. Con una mezcla de asepsia y rayo censor, la luz del foco nos persigue sin descanso, constriñéndonos a una moral impúdica en donde todo está a la vista de todos, en donde no hay nada que ocultar y las cosas quedan expuestas en una suerte de espectáculo obsceno sin límites.

El filamento de tungsteno de las lámparas incandescentes ha dado paso a nuevas formas de iluminación, más eficientes pero menos cálidas, que convierten cualquier habitación en una sala de hospital, cuando no en un remedo de la morgue. Acostumbrados a vivir bajo esa luz mortecina y cruda que reproduce la del interior de los refrigeradores, toda conversación se desenvuelve al filo del interrogatorio y casi cualquier guiso en la cocina, en particular si involucra carne, se confunde con una operación sobre la mesa de disecciones. En vez de apreciar las transiciones y los juegos de sombras que se producen en las diferentes horas del día, el ojo adopta los modos del bisturí y se solaza en comportamientos vigilantes o de orden quirúrgico.

En 1933, Junichiro Tanizaki escribió El elogio de la sombra, una defensa de los valores orientales asociados a la oscuridad. Tanizaki proyectaba construir su casa sin privarse de los avances occidentales, pero no quería que la instalación eléctrica inundara las habitaciones de una luz escandalosa, tan blanca como trivial, que eclipsara la belleza cultivada en sus márgenes y acabara por estropear los juegos de sombras tradicionales. Su libro, que es también una breve bitácora reflexiva sobre la idea de “habitar”, se convierte en una advertencia, susurrada y envolvente, sobre los abusos occidentales de la luz eléctrica.

UNO DE LOS INVENTOS más revolucionarios del siglo XIX ha resultado, desde el punto de vista de la sensibilidad estética, uno de los más burdos. En cubos blancos que se diría se rigen por el ideal del set de televisión, cualquier objeto de arte corre el riesgo de perder su potencial de enigma sometido a la saturación de luz, como una fotografía velada por un proceso de exposición demasiado prolongado. No importa qué tan sofisticados sean los medios artificiales de iluminar cuadros y piezas de arte en galerías y museos, si se trata de los medios equivocados o en una intensidad desproporcionada, es como si se los condenara a brillar en contra de su naturaleza. Un lienzo que fue pintado a la luz de la lámpara de aceite y que presumiblemente estaba destinado a un corredor o gabinete en el que recibiría la mayor parte del tiempo la incierta claridad que despide este tipo de lámparas, si no se preserva en un espacio umbrío en que una flama parpadee débilmente, extrayendo de la superficie de la tela brillos suaves pero inusitados, será un cuadro condenado a la incomprensión, del cual se exigen resplandores inconsecuentes.

Y si consideramos la creencia tradicional, todavía presente en los velorios y ofrendas de día de muertos, de que los espíritus encuentran su camino final a la oscuridad gracias a la ruta que les señalan las velas, podemos entender lo pernicioso que ha sido, incluso para los difuntos, la creación patentada en paralelo por Joseph Wilson Swan y Thomas Alva Edison. Concebido en parte para disminuir la inseguridad de las calles, el foco se ha vuelto una fuente de aturdimiento y desorientación aun para las almas en pena.

Más que una vuelta a las lámparas de gas y la parafina, tal vez ha llegado el momento de desenroscar los focos de sus casquillos y liberarnos de su adoración desmedida. En sociedades que asocian las buenas ideas con un foco prendido y miden la riqueza per cápita por el número de bombillas, hace falta explorar otra forma de riqueza: la que nos aguarda en la oscuridad, desenchufados, allí donde ni los focos ni el sol, como en la canción de la Maldita Vecindad, entienden lo que pasa.

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Arnoldo Kraus