Cuando pienso cómo ha sido mi experiencia de confinamiento en este año de pandemia, mi mente se inunda de una sucesión de imágenes que son, en realidad, un mismo motivo que aparece una y otra vez a lo largo de la historia del arte: mujeres leyendo. Tal y como los personajes de aquellos cuadros, si alguno de ustedes, queridos lectores, tuviera dotes de voyeur y se asomara por mi ventana, seguramente me encontraría encorvada sobre un libro —o en alguna junta virtual. Los libros han sido para mí la mejor compañía en este aislamiento, un escape del hastío del encierro y un consuelo ante las muchas —demasiadas— pérdidas. En los lienzos que retratan a mujeres con libros usualmente vemos escenas muy familiares, la mayoría de ellas transcurren en ambientes domésticos: aparecen sentadas a la luz de una ventana o acurrucadas en un sillón. Son, casi siempre, imágenes apacibles que transmiten la tranquilidad del hogar, pero aunque ubican a sus personajes en casa, apegadas a los roles de género, hay algo profundamente subversivo entre sus trazos, pues durante años las mujeres que leen fueron consideradas todo, menos resignadas. Para muchos las mujeres que leen eran —y siguen siendo— peligrosas.
LAS PRIMERAS IMÁGENES de mujeres lectoras se plasmaron en un contexto religioso. La Virgen con niño atribuida a Giorgione (conocida también como Madonna Tallard) es una de ellas. El óleo muestra a una virgen María ensimismada con un libro en compañía del niño Jesús y con un paisaje veneciano asomándose por su ventana. En la Europa medieval, los libros habían ya protagonizado importantes obras de arte, pero el acto de leer estaba siempre reservado a los hombres, siendo comunes las representaciones de clérigos y santos sosteniendo libros o dedicados a su estudio. Fue así como la lectura y la espiritualidad comenzaron a verse vinculados en el imaginario artístico, como sucede en esta obra de los primeros años del siglo XVI. Podemos asumir entonces que María no está leyendo cualquier texto, sino la palabra de Dios.
Esta misma interpretación podría hacerse ante uno de los cuadros más representativos del género de mujeres lectoras: Mujer leyendo, del holandés Pieter Janssens Elinga, pintado en 1660. Es una escena de gran intimidad, en la que hallamos a una muchacha completamente absorta en su libro. No le vemos el rostro pues, cautivada por su texto, nosotros, los espectadores, le importamos muy poco; nos da la espalda y está de frente a la luz de la ventana. En primer plano vemos un platón con unos deliciosos frutos y un par de coquetos zapatos aventados hacia el rincón. Desde la iconoclasia protestante, se trata de una imagen de devoción; ella ignora todos los placeres carnales y vanidosos de la existencia humana porque está inmersa en la sagrada escritura e iluminada por la sabiduría divina.
Desde la iconoclasia protestante, se trata de una imagen de devoción; ella ignora los placeres vanidosos de la existencia humana
A MEDIDA que la educación comenzó a hacerse más accesible a las mujeres de élite y la invención de la imprenta aumentó la circulación de libros, surgieron los retratos de damas letradas que llenaban sus horas con libros más allá de lo religioso. Por otro lado, a partir del Renacimiento se comenzó a secularizar de cierta forma esta iconografía, incorporando también a personajes de la mitología grecorromana, como se aprecia con la Sibila de Simone Cantarini (ca. 1630-1635). Desde entonces, la connotación espiritual de la lectura fue perdiendo peso. Se convirtió entonces en una manera de resaltar la presencia femenina en el ámbito intelectual, particularmente a partir del siglo XIX, cuando no sólo crecía el número de mujeres educadas, sino que también comenzaban a cobrar protagonismo en el mecenazgo artístico, ya sea financiando lienzos u organizando las tertulias de donde surgirían las obras más trascendentes de la literatura universal.
Para entonces, los cuadros de mujeres leyendo resaltarían las implicaciones sociales de esta actividad, para bien y para mal. Ahora podrían parecernos obras completamente inocentes, como sucede con La lectura de Berthe Morisot, un óleo de 1888 que muestra a una chica con un libro entre manos. Resulta imposible pensar que Morisot, instrumental para el movimiento impresionista y una de las poquísimas pintoras en exponer en el Salón de París, no fuera consciente del poder emancipatorio de la lectura para las mujeres de su época. Si consideramos, además, que la modelo probablemente fue su hija, podemos suponer que lo que se asoma entre coloridos trazos es la esperanza de pasar la batuta a una nueva generación de mujeres letradas y, por lo tanto, más libres.
ESA MISMA LIBERACIÓN que se asomaba entre las páginas causaba también nerviosismo entre quienes pensaban que un libro en manos de una mujer era en realidad una bomba de tiempo. Antoine Wiertz, pintor belga, lo sabía muy bien: su pintura La lectora de novelas es quizá una de las más controvertidas del género. Pintada en 1853, la obra denuncia las perversiones que devenían de los libros. Si bien para muchos historiadores del arte se trata de una obra difícil de descifrar en su totalidad, su iconografía claramente señala los peligros de la lectura entre mujeres. El lienzo es protagonizado por un personaje femenino que, desnudo en su cama, disfruta de un libro. Las curvas de su cuerpo se reflejan en un espejo que se encuentra a su lado izquierdo y hacia el cual orienta su pubis.
La autoexploración que revela este movimiento y su postura en éxtasis sugieren que las palabras que lee no son precisamente cristianas. Para resaltar el acto pecaminoso que hemos interrumpido, un fauno se asoma al borde de su cama, tentándola con más libros. Más allá del disfrute erótico de la lectura, no queda del todo claro por qué la encontramos en una cama. Algunos creen que con ello Wiertz está poniendo en evidencia su oficio, otros dicen que en realidad pone de relieve el peligro de la lectura, que una mujer deje a un lado sus labores domésticas para sólo dedicarse al goce de los libros cuando su función era ser “el ángel del hogar”.