Vicente Rojo: memoria y estampa

Diseñador gráfico, editor y artista plástico, en la segunda mitad del siglo XX su nombre se asoció de forma indisoluble al movimiento cultural en nuestro país. Nacido en España y baluarte del abstraccionismo, Vicente Rojo decía que en sus obras intentaba mostrar escenas íntimas, de modo que cada pieza pudiera ser percibida por el espectador como un susurro o un canto. Gerardo de la Cruz conoció a ese hombre pequeño, “de facha franciscana” y curiosidad laboriosa. En las siguientes líneas lo recuerda con cariño.

Vicente Rojo, Carta collage para "Fernando y Georgina" Benítez, detalle.
Vicente Rojo, Carta collage para "Fernando y Georgina" Benítez, detalle. Fuente: Archivo de Fernando Benítez / FIVS

El nombre de Vicente Rojo me ha acompañado con fuerza desde la infancia. El papá de uno de mis mejores amigos solía prestarme enciclopedias maravillosamente ilustradas: la de la Guerra Civil Española era mi preferida, porque estaba contada por los vencidos y el comandante supremo de la República, el general Vicente Rojo, era algo así como un héroe trágico. Después comencé a leer uno que otro libro, y al hojear Cien años de soledad reparé en el crédito de la portada. Qué fantástico era que un general de la talla de Rojo se dedicara, desde quién sabe dónde, a hacer portadas de libros.

Pronto me quedó claro que este Vicente y mi héroe eran familiares; sin embargo, el traspié fue suficiente para que imaginara al artista (entonces andaría por los cuarenta) como un viejo ermitaño encerrado en su estudio leyendo y releyendo mientras hacía sus portadas.

NO LO SABÍA, pero Vicente Rojo, desde el librero de la casa de mi abuela, lleno de títulos de Joaquín Mortiz comprados en su momento por mis onderas tías (De perfil, por supuesto), o desde la apretada estantería de las librerías de viejo de Donceles, que solía recorrer con los amigos de la adolescencia, se convirtió en una compañía frecuente y seductora, como si sus carátulas y su característica manecilla, me dijeran “tómame”.

A través del diseño Vicente Rojo se convirtió, para varias generaciones de lectores, en una callada pieza clave de nuestra educación sentimental. Su impronta no se cuenta sólo a través de las diferentes colecciones que creó o en las que participó, ni a través de su obra plástica, igualmente diversa e inconfundible. A su geometría artística hay que añadir la de numerosas publicaciones periódicas: México en la cultura, La cultura en México, las revistas de la Universidad y Bellas Artes, La Jornada, etcétera. Creció al amparo de los rotativos, de la mano de Miguel Prieto al principio, y de Fernando Benítez, quien insistía en que el texto era tan relevante como la imagen. La relación con sus colaboradores de trabajo, como Benítez, Monsiváis, Pacheco o Paz, de diferente manera, estuvo “formada por la imagen y la palabra”, a decir de Rojo. Y en el caso de Benítez, un buen tramo de sus biografías puede contarse a partir de la del otro, como lo expresó Vicente en diciembre de 2011, en una carta abierta a “su hermanito” con motivo del centenario de su nacimiento.

EN ESTE PUNTO lo conocí. Stasia de la Garza, entonces coordinadora de Literatura del INBA, solía acompañar los homenajes nacionales con exposiciones literarias, que yo desarrollaba. El de Fernando Benítez no fue la excepción, por una parte contó con una mesa que reunió, por última vez, a Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y Vicente Rojo, además de Fernando Canales (cómplice y mecenas de la llamada mafia cultural), Carlos Slim y Vicente Quirarte como moderador; por otra, se montó una exposición documental que gracias a la orientación de Vicente y el material que aportó, adquirió su justa dimensión, convirtiéndose a la vez en un homenaje a la vida cultural del México de la segunda mitad del siglo XX. Si bien Benítez guiaba este recorrido, la risueña figura de Rojo aparecía aquí, allá y en todas partes.

Para mí, encontrarme con este caballero menudo, de facha franciscana, “vestido de harapos” —como le reprochaba Benítez— en su ermita-estudio, a unos meses de cumplir ochenta años, fue una experiencia extraordinaria. La imagen se acercaba más a la que me había hecho de él desde niño que a la del hombre en mangas de camisa en la redacción de Siempre! retratado por Héctor García. Mi supuesto ermitaño era como una hormiga laboriosa, callada y afable, inquieta y abrumada por el caos de mi interrogatorio —sin grabadora de por medio, a petición suya. Él transformó el resultado de ese encuentro, con gran oficio, en la carta abierta “Lecciones de vida” —disponible en internet— que leyó en la Sala Principal del Palacio de Bellas Artes.

Se convirtió en compañía seductora, como si sus carátulas, y su característica manecilla, dijeran tómame

EL DÍA DEL HOMENAJE, colgado del brazo de Bárbara Jacobs, Rojo recorrió y comentó una a una las fotografías y los documentos exhibidos; luego llegaron Fuentes, José Emilio y Cristina, Slim, los funcionariotes de la cultura, y la reducida Sala Adamo Boari, que albergaba la muestra, empequeñeció aún más. Pero Vicente seguía desplazándose entre las vitrinas de la exposición como en las galerías de su memoria, hasta que llegó a una preciosa carta collage destinada a “Fernando y Georgina” Benítez, datada en París en 1971, en la cual da razón puntual de cuánto ha viajado, lo mucho que extraña a “la palomilla”, su “patria” (“sin ustedes ¿qué sería de nuestro México?”), las exposiciones vistas y su decepción al comparar su trabajo con los grandes maestros: “Siento que nada de lo que he hecho sirve para nada”. Después de un rato de contemplar la pieza, torció la boca y exclamó, resignado: “Es una lástima, ha perdido el sello”. Se refería al vacío dejado por una estampilla que se había desprendido de la carta. No recordaba el desasosiego confesado a Fernando, ni la ilusión que le hacía regresar a México, pero tenía perfectamente claro qué le hacía falta a su pieza de arte.

Después vino la charla en que recordó cómo en la celebración de los ochenta años de Benítez no pudo contener el llanto cuando Fernando abundó en su amistad de tanto tiempo. Y ahora que hemos perdido definitivamente a Vicente Rojo, pienso que algo similar le ocurre a la cultura en México: le resulta imposible contener el llanto.

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