La historia de la literatura es una historia de libros. Sin embargo, hay otra historia —oculta, esquiva, fugitiva— que corre por debajo, que lo mismo alimenta la historia oficial que se pierde en ninguna parte, olvidada para siempre y lista para resucitar en cualquier momento. Se trata de la historia secreta de las revistas literarias, escondida en la burocracia de las hemerotecas y en la sección más polvorienta de todas las librerías de viejo.
En las revistas se publicaron por primera vez los esbozos y fragmentos que después se convertirían en obras maestras; los jóvenes desconocidos ensayaron sus primeras letras sin sospechar que décadas más tarde éstas serían recopiladas en solemnes tomos de obras completas y, también y sobre todo, miles de páginas que se atrevieron a soñar con la posteridad están firmadas por autores tan olvidados como los libros sobre los que tan apasionadamente disertaban.
Un texto no se lee de igual modo en el formato prestigioso del libro que en el escurridizo presente de la revista. Un cuento, una crónica, un poema o un ensayo que se publican por vez primera en una revista tienen espacio para estirarse y retozar, como en una cama amplia; dialogan, refutan, adhieren y regañan a los textos que los preceden y suceden, le hablan al lector de ese día en particular, pues una revista literaria no deja de ser una publicación periódica ahogada por la actualidad, pero también le dan aire al lector del futuro, pues la literatura del mañana se ensaya en las revistas literarias antes de morir en los libros.
Además de esto, las revistas literarias recuerdan que la literatura siempre es una creación colectiva, por más que haya firmas cuyas colaboraciones se paguen a precio de oro mientras que a otras no se les dan ni las gracias. Inevitablemente, cualquier texto en una revista se adapta o se rebela a la estética y política de la misma publicación, y comparte índice con firmas que se consideran igualmente únicas cuando, si se trata de una buena revista, simplemente sirven para lograr una armoniosa lectura de conjunto, ya sea por sus propuestas disonantes o su poética compartida. Los viejos, consagrados y catedralicios, dan manotazos sobre la mesa para recordar que siempre tienen la razón, mientras los jóvenes que publican sus primeras reseñas y notas apenas disimulan sus ganas de quemarlo todo para que el mundo se entere de que ya llegaron a cambiar la historia de la literatura.
Las revistas literarias recuerdan que la literatura siempre es una creación colectiva, por más que haya firmas cuyas colaboraciones se paguen a precio de oro
SOBRA DECIR que hay de revistas a revistas, y que la distancia de unas a otras es la misma que separa a la buena suerte de la mala. Las hay, como Sur, que duran varias décadas sin pestañear, mientras que otras llegan a un tercer número ya exhaustas, antes de desaparecer por cualquiera de los tres motivos de muerte de toda revista literaria: que se haya acabado el dinero, que los amigos que la dirigen se peleen a muerte o que a un poderoso de turno, que por algún malentendido hojeó algún número, le moleste un artículo que considera escandaloso e inmoral.
Existen muchas formas de clasificar las revistas literarias latinoamericanas que nos dejó el siglo pasado; podría hablarse de revistas reaccionarias o revolucionarias, vanguardistas o clásicas, de izquierda o de derecha, de ensayo o de poesía. Dentro del inabarcable corpus de revistas que saturan las bodegas y la capacidad de los sitios web de hemerotecas y bibliotecas, hay un caso singular y sugerente: el de las revistas que publicaron un solo número, único y solitario, definitivo y fatal.
De hecho, llamar revista a un solo documento resulta cuestionable, pues una revista se caracteriza por ser una publicación periódica, es decir, por tener continuidad, por contar con un principio y un final separado por varios números y no amontonados en un solo volumen.
Quienes fundan una revista calculan que ésta durará indefinidamente y que su final sólo llegará cuando se hayan consagrado en el mundo de las letras, y entre la recepción de premios y la revisión de obras críticas ya no tengan tiempo de andar correteando a los amigos para que les entreguen su colaboración antes del inminente cierre. Pero las cosas no siempre salen como se espera, y la historia de algunas revistas, que optimistamente anunciaban en su última página los contenidos del siguiente número, termina justo en el mismo lugar del inicio, en ese insólito número inaugural que también es el de clausura.
OBJETOS PARADÓJICOS por naturaleza, las revistas de un solo número refutan el concepto mismo de revista y, tristemente, consiguen el milagro de condensar su andadura en un solo instante simultáneo de nacimiento y muerte. Pero el mundo de las revistas literarias es extrañísimo, y algunos de estos escandalosos fracasos acabaron siendo éxitos inesperados. Algunas de esas revistas son hoy más recordadas y por motivos muy variados tuvieron más importancia que otras de muy larga trayectoria y genealogía que, con todo y sus cientos de números, diferentes épocas y el desfile de directores y secretarios de redacción, acabaron vendiéndose por kilo en las crueles papeleras del olvido.
Tal es el caso, por ejemplo, de la mítica Libra, publicada en el invierno porteño de 1929, invierno que se prolongaría por siempre, a falta del segundo número primaveral. Dirigida oficialmente por los poetas Leopoldo Marechal y Francisco Luis Bernárdez, el poder tras bambalinas lo ejercía Alfonso Reyes, quien se negó a figurar en el directorio de la revista para que no se le acusara de descuidar las labores diplomáticas que ejercía en Buenos Aires. Heredera de las recientemente extintas Martín Fierro y Proa, Libra se concibe como el siguiente vehículo de la vanguardia argentina, ya más razonada y menos combativa, como lo anuncia desde el signo zodiacal elegido como título, cuya marca distintiva es el equilibrio. A diferencia de otras revistas de vanguardia, en Libra ya no figuran programas, decálogos ni manifiestos, sino que la vanguardia habla por sí misma, sin necesidad de presentaciones. De hecho, en sus páginas puede leerse tanto el certificado de muerte de la vanguardia como su entrada oficial a la historia de la literatura, idea que hubiera escandalizado a sus más fervientes defensores, reacios a aceptar que su revolución acabaría donde acaban todas las revoluciones: en la normalización.
Dos textos de la revista, aparentes divertimentos, corrieron mejor suerte que la que hubieran sospechado sus propios autores, al convertirse en pequeños clásicos que mucho tienen por decir aún sobre la vanguardia. En el primero, “Las jitanjáforas”, erudita y lúdicamente, Alfonso Reyes recapitula la genealogía de ese juego poético consistente en experimentar con el sonido de las palabras, reduciendo (o amplificando) la creación literaria a las figuras de sonido, de la aliteración a la paronomasia. Así, Reyes muestra que el procedimiento vanguardista de despojar las palabras de sentido y quedarse sólo con la sílaba y el gemido en realidad no tenía mucho de nuevo, y concluye su ensayo con un llamado al orden: “Todos —a sabiendas o no— llevamos unas cuantas jitanjáforas escondidas como alondras en el pecho. Pero esto no es una razón para que las echemos a volar”. El segundo texto es el “Prólogo” publicado de esa novela en perpetua construcción que es La novela de la eterna, de Macedonio Fernández. A este prólogo le sucederían otros cincuenta y cinco, escritos a lo largo de varias décadas, hasta su versión final, póstuma, publicada en 1967. De esta forma, en Libra conviven el relativo regaño de Reyes, que pone punto final a la vanguardia argentina, y el inicio del proyecto más osado de Macedonio, que conseguiría convertir su novela en un perpetuo porvenir que, por más que se anuncie cincuenta y seis veces, seguimos esperando.
EL RESTO de Libra muestra una hasta entonces imposible armonía entre la tradición y la vanguardia, pues en sus páginas conviven poemas de Joyce con una nota sobre Góngora, o, en lo que resulta incluso más significativo, aparece un poema de Marechal compuesto en una métrica clásica, pero conservando imágenes rupturistas. En la revista se hace alusión a un segundo número, que no llegó porque los amigos se pelearon y se fueron: Reyes partió a Río de Janeiro, Marechal a París, y la vanguardia argentina empezaría a convertirse en un recuerdo, que años más tarde el propio Marechal aprovecharía para inspirarse en su monumental Adán Buenosayres.
En 2003, El Colegio de México publicó una edición facsimilar de Libra, editada por Rose Corral, a quien se debe en buena medida la recuperación de la revista. En la correspondencia de Reyes, la misma Corral encontró un testimonio sobre el vacío que éste dejó tras su partida de Buenos Aires, como se lee en una carta de Bernárdez, uno de los directores de Libra:
Desde que usted se fue, Buenos Aires es insoportable. No sólo para mí. Para todos los muchachos. Estamos desalentados, aburridos, en el aire. No sé. “¿Para qué escribir —me decía ayer el amigo Molinari—, si ya se fue don Alfonso?” Es cierto. La sola presencia de usted era un estímulo. Ahora, Buenos Aires vuelve a ser el Buenos Aires de siempre. Hostil. Receloso. Duro.
Como otras revistas lo hicieron a través de una prolongada historia, Libra consiguió en un solo número marcar el inicio y el fin de una época, así como dejar constancia, entre líneas, de una amistad y de una separación.
Ricardo Piglia explicita una evidencia: toda revista
se funda para luchar contra algo, ya sea un discurso establecido, una estética, un grupo rival
TAMBIÉN EN BUENOS AIRES, pero treinta y cinco años después, surgió otra revista de historia fugaz. Dirigida por un Ricardo Piglia de veinticinco años, Literatura y sociedad se publicó a finales de 1965, con una línea intelectual y política muy clara, que el propio Piglia define en Los diarios de Emilio Renzi:
Por fin este mes va a aparecer el número 1 de Literatura y sociedad. El editorial que escribí trata de ser una crítica a los estereotipos de la izquierda. Su inutilidad define un modo de ver el mundo [...] El segundo punto consiste en oponerse a la noción de “literatura comprometida” porque arrastra una postura individualista; se trata, en cambio, de pensar a la literatura como una práctica social y ver qué función tiene en la sociedad.
La entrada del diario de Piglia explicita una evidencia: toda revista se funda para luchar contra algo, ya sea un discurso establecido, una estética, un grupo rival, una ideología o, en suma, una manera de ver la literatura y por lo tanto el mundo. La naturaleza de las revistas literarias es combativa, aunque disimulen su ánimo polémico y su intención de choque en endecasílabos y alejandrinos o en crónicas de Oriente. Aunque las propuestas esenciales no siempre se encuentran donde los directores, editores y autores lo creen.
En el caso de Literatura y sociedad, los entonces polémicos ensayos sobre literatura e ideología, escritos desde diferentes variantes de la crítica marxista, hoy se leen más bien como documentos de época, interesantes más por la caracterización de un tiempo que por los asuntos que tratan en sí. Pero en la sección de “Cuentos” —cuya existencia era ya una declaración de intenciones en un ambiente que empezaba a desconfiar o a despreciar la ficción— aparece una traducción del propio Piglia de “El mar cambia”, de Hemingway. La traducción está escrita sin inhibiciones en la variante argentina del español, cuando todavía se consideraba a la peninsular como la más prestigiosa. Visto a la distancia, el gesto más político de la revista del joven Piglia fue el manifiesto involuntario a favor del voseo, al idioma propio, a leer el mundo desde una lengua, es decir, desde una mirada local.
En la última página de la revista aparecía el índice del siguiente ejemplar, que quedó sólo como el registro de un proyecto frustrado.
NO PERDAMOS DE VISTA que por valioso que todavía sea su contenido, todas las revistas de un solo número representan un fracaso. Son muchas y, por citar otra, podría mencionarse La nave, publicada en la Ciudad de México en 1916, en un intento fallido de Torri y Caso por conservar el espíritu ateneísta tras la partida de Henríquez Ureña y Reyes —quien dejaba una irreparable ausencia tras cada una de sus mudanzas. Guillermo Sheridan dedica a La nave uno de los ensayos de su Breve revistero mexicano, que puede leerse como una historia alternativa de la literatura mexicana a través de sus revistas. Pero a la literatura, como bien lo supieron muchos de los grandes, de Melville a Ribeyro, le gustan los fracasos, que muchas veces no son sino palabras destinadas a comprenderse algunas décadas más tarde.