Hace tiempo que el malestar resulta evidente y su razón es estructural: frente a un campo cultural transfigurado por las dinámicas propias del capitalismo, la autonomía de la literatura ha dejado de tener sentido como la conocíamos. Ya sea por causa de las directrices del mercado editorial o por la pérdida jerárquica de la crítica como garante de valor, la realidad es que los ejecutores y productores de literatura nos encontramos a merced de una precariedad material y simbólica en degradación continua. Esto ubica tanto al escritor como al editor, dentro de la economía de la cultura, en un lugar muy cercano a la irrelevancia social en América Latina.
BASTA UN ANÁLISIS somero de las condiciones de creación literaria para saber que la comunidad letrada subsiste en el exilio de una ciudad en decadencia, con distintos guetos precarizados que tratan de sobrevivir en un campo minado. Hace cuando menos dos décadas que las posibilidades del texto dejaron de ser el feudo de los autores de literatura, poniendo en manos de especialistas académicos (primero) y promotores de distinta ralea (después) el ejercicio de la imaginación pública.
Sobre tal estado de cosas Josefina Ludmer (1939-2016), una de las más sofisticadas críticas culturales de la lengua, construyó su obra Aquí América Latina. Una especulación, que se reeditó una década después (2010) con un prólogo lúcido de Matilde Sánchez, donde la escritora y traductora afirma: “Ludmer identifica y documenta la primera década del siglo XXI, el breve periodo en que las tecnologías de la palabra ya han comenzado a desmantelar los pilares del orden ilustrado, la industria del libro y la prensa... y empiezan a reformularlo todo bajo los parámetros visuales en red”.
Se trata de un escenario donde la recepción crítica de una obra es secundaria: se le suplanta por ciertas políticas de la amistad, agencias literarias o proyecciones comerciales. Para Ludmer, “todo lo cultural (y literario) es económico y todo lo económico es cultural (y literario)”. El valor de la literatura como tal se encuentra devaluado junto con sus oficiantes, por ello —concluye Matilde Sánchez—, “quienes se aferran a los parámetros y certezas de la autonomía están condenados al anacronismo crítico”, un apunte que hunde su filo en el corazón de la institución literaria mexicana.
Son las corporaciones que dependen de los altibajos en las bolsas las que definen buena parte del panorama intelectual del planeta
A MEDIO CAMINO entre el diario, el ensayo, el artículo sobre autores, los correos y la biografía, es un hecho que la fortaleza de la crítica cultural, en lo que va del siglo XXI, radica en su condición de mosaico. Esa manera de organizar el texto de acuerdo con criterios fragmentarios que desestabilizan la noción misma de ensayo, pone en tela de juicio el valor de la escritura misma a partir de experimentaciones formales con el texto: ensayo que no ensaya sobre sí mismo queda en deuda con las exigencias de la crítica.
Obra por completo asistemática y original, el libro de Ludmer desarrolla varios conceptos imposibles de desarrollar en este espacio —realidadficción, fábrica de realidad, adentroafuera—, pero es sin duda el de la postautonomía el más incitante, puesto que “exhibe el funcionamiento de la literatura en la era de los medios y de la industria de la lengua, cuando lo cultural y lo económico se fusionan y cuando los límites entre las esferas [lo literario, lo político, lo económico] se perturban porque se producen todo tipo de éxodos”.
EN UN PRESENTE donde todo está vinculado, llámese medios, internet, revistas, y editoriales, son las corporaciones que dependen de los altibajos en las bolsas las que definen buena parte del “panorama intelectual” del planeta. El efecto de este tsunami editorial sobre los escritores pasa por el hecho de que se promueve a los autores que más venden —o, al menos, visibilizan— un determinado tipo de obras, apuntalado por una construcción artificial del prestigio. Existen variaciones diversas de acuerdo con las distintas arenas nacionales, disueltas en una globalidad aparente, tan del gusto del British Council.
Siguiendo los planteamientos de Ludmer, no queda claro cuál es el lugar del escritor y su ejercicio en tiempos de postautonomía literaria, cuando para tener un sentido social más allá del campo intelectual, la literatura está condenada a camuflajearse entre las series de televisión y las diversas narrativas contemporáneas (con un pie en la información y otro en las prácticas audiovisuales), con autores obligados a figurar como personajes de sí mismos en un presente en que la práctica de los antiguos valores resulta anacrónica y desfasada.
Vista y practicada de esa manera, es decir, como parte central de un ecosistema de entretenimiento, para Ludmer la literatura continuaría teniendo relevancia por su capacidad de incidir en la “fábrica del presente”. Es decir, seguiría siendo capaz de monetizar un ejercicio de creación en los nuevos formatos comunicativos, la especulación financiera y las corrientes universitarias hegemónicas (en ese sentido, conviene leer con atención Espectáculos de realidad, de Reinaldo Laddaga).
La obra de Ludmer ofrece mucha tela de dónde cortar para imaginar, en un acto de legítima defensa, el improbable lugar de la literatura como espacio para la disidencia y la crítica. Por lo mismo demanda ser leída como autocrítica por la literatura mexicana contemporánea, tan plena de blasones y colegios como escasa de transversalidad y lectores.